A Sala Llena

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Queremos tanto a Tom…

Queremos tanto a Tom…

En esta mañana  lluviosa de jueves, debo confesar que me he levantado algo tarde y que he encarado la columna con la almohada medio pegada a la cara.  Sabía de qué quería hablarles desde el sábado al mediodía pero, la realidad es que no tenía muy claro qué punto de vista iba a tomar. 

Verán: la película que hoy quiero discutir con ustedes es muy pequeña, es casi insignificante en un punto porque  no hará historia, ni reventará la taquilla, ni articulará cambios importantes en los anales de la cinematografía mundial.  Es una película ínfima, que no alborotará ni las ideas ni los ánimos y que, de seguro, será olvidada rápidamente aun cuando tiene actuaciones memorables. Como además no es estrictamente pochoclera, tampoco  dejará su huella “shampoo” en la cabeza del espectador bienaventurado que decida pagar la entrada para verla. Es una película modesta en todo sentido, una película diminuta, despojada y limpia. Eso sí, es tan dulce y reconfortante que bien podría ser un chocolate caliente al lado de la estufa, en el invierno descarnado que nos está calando los huesos por estos días.

Como les decía antes, no tenía claro desde qué punto de vista iba a encarar la columna. Sabía que quería hablarles de que mi media naranja y yo habíamos ido al cine el sábado, que habíamos agarrado la primera función al mediodía, que éramos cuatro gatos locos en la sala, que nos habíamos reído mucho (sobre todo yo y sin ningún pudor) y que habíamos estado contentos, transparentemente contentos. Había sido uno de esos días en que soy capaz de darme cuenta de que soy feliz y eso me hace doblemente feliz. Es como mirarse en dos espejos enfrentados: soy feliz y me doy cuenta de que soy feliz y eso me hace feliz y eso a su vez me hace más feliz y así hasta el infinito… Todo el asunto me daba vueltas en la cabeza, pero no acababa de armarse del todo. ¿De qué quería hablar? ¿De la película, de que la habíamos pasado bien en el cine, de Tom Hanks, de qué?…  Por supuesto, de Tom Hanks siempre quiero hablar. Los lectores fieles de esta columna saben de mi romance eterno y, por ahora, platónico con él pero eso no era todo, tenía que haber algo más. Así que me senté en la máquina, esperando que algo sucediera no sin angustiarme, debo decir.  Tipié las primeras palabras y mi gata Leia se subió a la mesa y comenzó a frotarse contra el monitor de la computadora, buscando mimos.

Leia es una gatita negra, de tamaño más bien reducido, gordita y muy conversadora. Le puse Leia porque es la princesa de la casa y porque es particularmente mía, somos muy compañeras y es extremadamente amorosa  y muy, pero muy zalamera. A penas me levanto, salta de la cama y me sigue a todas partes. Empezamos el día juntas siempre. Nos lavamos la cara, los dientes, hacemos el mate cocido, bailamos, navegamos por la red y twitteamos un rato hasta que ella decide que es hora de volver a dormirse y se acomoda en algún sillón, enroscada y tranquila. Siempre, pero siempre que tengo que escribir la columna me hace lo mismo: se sube a la mesa y se frota contra el monitor de la computadora  impidiéndome escribir. Es un ritual que dura aproximadamente uno diez minutos y que, después de retarla, besarla, levantarla en brazos, apapacharla, charlarla y hacerle un millón de mimos, termina con ella emprendiendo retirada y observándome de lejos.  Los otros tres gatos, a esas alturas ya se han acomodado en mi cama y duermen a pierna suelta. Casi todos los días son así, con pequeñas variantes. A veces me quedo a hacer fiaca en la cama con ellos y dormimos todos abrazados echándonos los alientos, a veces me levanto demasiado temprano y rajo sin darles mucha bola y otras, simplemente, me pongo a trabajar y ellos van acomodándose de manera gradual, sin hacer un solo ruido, para que yo pueda concentrarme. Eso sí, Leia siempre hace su pequeño numerito, nunca falla. Es una rutina tibia, que me endulza la vida y el espíritu, una felicidad sutil, flotante, omnisciente, que hace que me sienta agradecida y llena de amor. Y mientras pensaba en eso me golpeó: es así como quiero encarar mi columna de hoy. Es desde este lugar desde donde quiero hablar de Larry Crowne,  la última película de Tom Hanks.

Si hay algo que caracteriza a este film sin lugar a dudas, es su condición de cinta de “actores”. Esta cinta pertenece enteramente a los actores porque, creo, no podría haberse filmado con otro cast que no fuera este. Tanto Tom Hanks como Julia Roberts son absolutamente perfectos para sus roles. Ellos SON la película y la sostienen de una manera tan orgánica y natural, que de verdad pareciera que no hay absolutamente nada forzado dentro de la trama. Las cosas suceden, fluyen, se experimentan de manera armoniosa. Seguramente en otro contexto, lo primero que nos preguntaríamos, es cómo una mujer como Julia puede enamorarse de un tipo como Tom, pero aquí no sucede. El personaje compuesto por Hanks es absolutamente adorable desde el primer cuadro de película y todo lo que se desencadena después se vuelve verosímil e incluso inevitable a partir de esa premisa.  Hay una calidez que traspasa la pantalla que no tiene que ver con lo que sucede dramáticamente, si no lisa y llanamente, con el hecho de que ellos dos son profundos y  entrañables. Lo logran, lo logran todo el tiempo, inclusive hasta en la secuencia de títulos finales.

El guión es de Tom Hanks y Nia Vardalos (Mi Gran Casamiento Griego) pero tiene la pluma de Vardalos por todas partes. Los guiones de esta mina se caracterizan por algo un poco difícil de digerir si se quiere, por lo menos  para mí, pero que parece salir como piña. Desde el punto de vista puramente dramático, sus conflictos se diluyen y se convierten en contextos. Es decir, en sus películas, los personajes no luchan contra algo si no que, más bien, la cosa se trata de verlos irse adaptando y sorteando  lo que va sucediendo. Sus historias son de transformaciones y adaptaciones, más que de lucha de fuerzas opuestas. Es por eso que cuando te subís a una de sus películas, te parece algo así como que te están enumerando una serie de anécdotas, más que contándote un cuentito. Pero la fórmula funciona, no sé por qué. Supongo que, más que nada es por la parte de las transformaciones y por esa cosa que a todos nos gusta ver: un personaje común y buena gente al que, a la larga o a la corta, le sucede algo bueno. Y lo bueno que le sucede, esta vuelta, es de verdad lindo: un hombre a quien la crisis norteamericana deja sin laburo y sin casa, que salva el día inscribiéndose en la universidad donde conoce a una profesora que resultará ser el amor de su vida. Parece ingenuo, pero es de una tibieza memorable.

Él es una especie de optimista discreto que saca siempre lo mejor de las personas y ella, una mujer medio amargada, hermosa e increíblemente inteligente y sarcástica que quiere algo más de su vida, pero todavía no sabe muy bien por dónde empezar a buscar. Por supuesto, se enamoran. Pero no de una manera prosaica o estúpidamente rosa, sino divertida, despojada de solemnidad,  llena de naturalidad e incluso de un fuerte componente ridículo del cual los dos personajes son conscientes. Esto último los vuelve tan vivos y dulces que no podes más que pensar en lo bueno que sería invitarlos a cenar a tu casa y hacerte amigo. La película no es grande, pero es personal. Es como si alguien te la estuviera medio susurrando al oído, mientras haces un viaje en bondi interminable. Te alivia, te llena de gracia, acorta distancias y, sobre todo, transcurre de manera feliz, como si patinara silbando en una pista de hielo amigable y vacía.

La dirección de Tom es sabia. Se apoya en sus actores, confía en ellos y les crea un ambiente en el que puedan lucirse sin estridencias y sin chicanas que banalicen la historia. Los gags son elegantes y pocos, pero hilarantes. La película es benévola y la va llevando sin pretensiones y sin pomposidad. De alguna manera, se va incorporando a la imaginería del espectador como si siempre hubiera estado allí. Como una rutina dorada o en sepia, que nos da alegría y sentido de pertenencia.

Ustedes pensarán que estoy exagerando debido al  metejón que me compromete con Tom. Pero créanme que no.  El tipo sabe lo que hace y no pretende hacer más de lo que sabe. Después de todo, es uno de los pocos virtuosos que puede pensar en cámara y, con un solo gesto, meterse en el bolsillo a la audiencia entera. Para rematarla, la sonrisa de Julia, puede hacer lo mismo y más.

Larry Crowne es una película que olvidaremos pronto, seguramente, pero que estará allí archivada en algún rincón escondido de la memoria y, cuando la recordemos, sonreiremos. 

Es como mi gata Leia, que desaparece por la noche escondiéndose por la casa pero que, cuando despierto,  está  a mi lado, calentita, cariñosa y amigable.

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