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Resistencia —o El creador, por su título en inglés— es una enciclopedia de otras novelas y películas de ciencia ficción.
El prólogo nos muestra un pasado alternativo en el que la robótica avanzó rápidamente. Como en los cuentos de Isaac Asimov, los robots evolucionaron hasta convertirse en sirvientes, acompañantes y trabajadores. La convivencia es pacífica hasta que, como en Terminator, los robots explotan una bomba atómica en Los Ángeles.
Luego del desastre, la ciudad se reconstruye al lado del punto de impacto, como Neo Tokyo en Akira. Y los robots empiezan a ser perseguidos y ejecutados, como en los cortos de Animatrix. Se declaran ilegales en todo el mundo, salvo en algunos rincones del continente asiático, donde se siguen fabricando. Y esto a Estados Unidos no le gusta.
Conocemos, entonces, al sargento Joshua Taylor. Está infiltrado en una guerrilla pro-robots y casado con Maya, la supuesta hija del misterioso Creador, artífice de las inteligencias artificiales más avanzadas. Joshua está por ubicarlo y cumplir su misión, cuando un apresurado operativo estadounidense lo expone como espía. Y en medio del tiroteo, cae Maya. O eso parece.
Años después, el ejército estadounidense le pide a Joshua que regrese al campo de batalla. Supuestamente, el Creador acaba de inventar un arma secreta. Y por otro lado, según una filmación holográfica, Maya sigue viva.
Impulsado por esta última noticia, Joshua acompaña a un pelotón de soldados, como Ellen Ripley en Aliens. Y también como ella, encuentra a una niña huérfana en medio del fracaso de la operación. Solo que esta niña es el arma secreta en cuestión, capaz de neutralizar el armamento estadounidense y determinar el rumbo de la guerra. O sea, es una versión robótica de Akira.
Tironeado entre su lealtad por Estados Unidos, su cariño por la niña y su búsqueda de Maya, Joshua se quedará sin aliados, perseguido por ejércitos, guerrillas y fuerzas de seguridad.
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Lo que eleva todo este pastiche es el diseño del mundo futurista. Cada armadura, vehículo, interfaz y robot tiene un aspecto distintivo.
Rescato lo que dijo Pauline Kael sobre Blade Runner en 1982: “Tiene su propio look, y una visionaria película de ciencia ficción que tiene su propio look no puede ignorarse. Ya ocupa un lugar en la historia del cine”.
El diseño —si lo abordamos desde el diseño industrial o la experiencia de usuario— es más que decoración; es cultura, hábitos y prácticas sociales. Sugiere y habilita un uso: la forma de un martillo ya nos enseña cómo manipularlo.
En la ciencia ficción, el diseño de las cosas nos dice algo sobre cómo viven y quiénes son los protagonistas.
Algunos ejemplos:
La nave cavernosa, húmeda y vacía de Alien expresa la soledad cósmica de los protagonistas, su condición de obreros descartables para la empresa que los contrató. El Nostromo está construido para transportar materia prima antes que personas.
La ciudad de Brazil es una irrazonable proliferación de caños, cables y pasillos, extensión de la burocracia insensible que pisotea el espíritu de la gente.
Las pantallas táctiles de Minority Report son repositorios de crímenes futuros, asesinatos posibles o probables, superficies de imágenes fantasmales y líquidas que ya adelantan lo escurridiza que llegará a ser la verdad.
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Si hay un aspecto del diseño de Resistencia para destacar, son los curiosos agujeros en las cabezas de los robots: los más humanoides exhiben una abertura circular que los atraviesa de oreja a oreja. Y adentro de este hueco metálico, hay mecanismos sutiles que rotan como las agujas de un reloj.
Salvo por este detalle, los robots parecen humanos. El hueco, por lo tanto, se vuelve una marca identitaria. Para no ser reconocidos, se lo tienen que cubrir (con una gorra, por ejemplo). Pero en general, lo dejan a la vista. A pesar de su apariencia humanoide, ellos son orgullosamente robots: poder descubrirse el hueco implica ser libres.
La abertura circular, además, es bella y delicada. Contrasta con la tosquedad de los vehículos estadounidenses, sus tanques titánicos y cañones colosales.
Joshua se da cuenta que militaba en el bando equivocado. El ejército estadounidense, en Resistencia, es el malo de la película. Los buenos son los robots y sus aliados. Es otro ingrediente del pastiche, que ya vimos en Avatar.
En la saga de James Cameron, también los humanos son los verdaderos villanos y los alienígenas, los héroes. Y también un humano, el protagonista, se pasa de bando y traiciona a los suyos.
Gareth Edwards, director y guionista de Resistencia, como Cameron, hace una revisión (y reversión) de la historia del cine. Los héroes estadounidenses ya no pueden luchar por su país. El imperialismo es demasiado obvio. Deben cambiar de equipo para preservar su estatus de héroes.
Lo que no cambia es el exotismo y el orientalismo.
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En Resistencia, los robots son asiáticos. Ni siquiera son de algún país en particular, son de Nueva Asia.
La película termina cometiendo el mismo pecado que critica. Mezcla, generaliza y destruye la especificidad cultural. Todo un continente se convierte en un gran over there, en el extremo oriente.
El ejército estadounidense aplana las ciudades de Nueva Asia con sus tanques, mientras que la película las aplana con la vaguedad del guión. La metonimia funciona por estereotipos: Nueva Asia significa selvas paradisíacas o ciudades de neón y concreto (es decir, la guerra de Vietnam o el urbanismo de Hong Kong y Bangkok).
Edwards se opone al intervencionismo militar de Estados Unidos, como cualquier hombre de bien. Pero ignora el intervencionismo simbólico de su propia representación.
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No todo es culpa de Edwards. El orientalismo es parte del género cyberpunk, que desde siempre recurre al imaginario (occidental) de China y Japón para visualizar la textura de lo distópico.
El kanji japonés, en Blade Runner, codifica la decadencia. Lo vemos en los carteles y las marquesinas que iluminan la noche eterna. Los Ángeles ya no es una ciudad estadounidense; es todos los lugares, la ciudad mundial, la ciudad sin país, usurpada por la otredad.
Neuromante, la novela de William Gibson, arranca directamente en Japón. Es ahí donde, como dice la famosa primera línea, el cielo adopta el color de un canal de televisión moribundo. El mismo Gibson, en una entrevista con The Paris Review, admite que el orientalismo de los cómics franceses de Metal Hurlant fue una de sus mayores inspiraciones.
Resistencia se enmarca en esta tradición. Ubica el heroísmo en Nueva Asia, como también la ilegalidad, la pobreza y la estetización de la miseria.
Estas obras probablemente no pretendan ser reaccionarias. Después de todo, proyectan futuros donde los idiomas y las culturas se cruzan, mutan y generan espacios políglotas y polifónicos. Hay algo utópico en ellas. Pero esta utopía está siempre atravesada, corroída, por un declive social y económico.
En el cyberpunk, los héroes suelen ser anarquistas anticapitalistas que luchan contra las grandes corporaciones desde el barro del pueblo. Pero las ciudades en las que viven parecen comprobar las pesadillas de un xenófobo rabioso.
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En su ensayo audiovisual, Los Angeles Plays Itself, Thom Andersen explica que el futuro de Blade Runner, a pesar de todo, es un consuelo: es distópico, sí, pero también sublime y poético. Y el verdadero futuro, dice Andersen, será mucho más aburrido: “Las computadoras serán más rápidas y nosotros, más lentos. Habrá progreso, pero no seremos más felices. Los robots no serán peligrosos y atractivos sino eficientes e insulsos, y tomarán nuestros trabajos”.
Estos últimos años validaron el pronóstico de Andersen. La inteligencia artificial, hoy, no es un ángel caído del espacio, como Roy Batty; es un algoritmo sin identidad ni lágrimas bajo la lluvia.
Es arcaico ya el viejo concepto de robot, como el que aparece en Resistencia. La inteligencia artificial no necesita las limitaciones de un cuerpo. ¿O sí?
Sorprendentemente, la ausencia de cuerpo puede llegar a ser una barrera para la inteligencia artificial.
Los modelos de lenguaje actuales dependen de los humanos, de nuestros textos, fotos y pinturas. Cuando aprenden de sus propias creaciones, profundizan sus errores. (Siempre y cuando el objetivo sea la imitación de lo humano).
Estos modelos se basan en nuestras representaciones porque no pueden presentarse ante el mundo. No entienden la realidad física, en tres dimensiones, porque no la habitan. No son capaces de adoptar un punto de vista, en el sentido literal del término. Solo entienden la probabilidad de cómo nosotros representamos una realidad que los excluye.
Entonces, para evolucionar, capaz sí necesiten cuerpos como los de Resistencia. Lo que no necesitan son almas.
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Los robots de Resistencia son analogías caminantes, víctimas de la exclusión social y el racismo. Es la misma analogía que vimos en Animatrix o Inteligencia Artificial.
Pero se me hace difícil, en el contexto actual, aceptar a la inteligencia artificial como reflejo de los desposeídos. Porque, más que nada, representa a los grandes poderes económicos. La inteligencia artificial puede contribuir (está contribuyendo, de hecho) a la ciencia, la investigación y la medicina, pero también reduce horas de trabajo asalariado en nombre de la eficiencia.
En términos de Andersen, entonces, Resistencia nos ofrece un consuelo: una inteligencia artificial menos problemática, una mejor versión de nosotros; una inteligencia artificial con rostro humano, literalmente.
Lo que da miedo de la inteligencia artificial, tal como la conocemos ahora, no es solo que pueda superarnos. Da miedo que sea incognoscible.
Tendemos al antropomorfismo y por eso interpretamos una voz humana en cualquier respuesta de Chat GPT. Pero esa respuesta es el resultado de un aprendizaje y probabilística inhumanos.
Como mantenía el autor Stanislaw Lem, se nos hace imposible imaginar una inteligencia inhumana, porque no tiene intenciones humanas. Lo alienígena, lo extraterrestre, lo radicalmente otro es incomprensible. Es la misma barrera que enfrenta la especulación teológica: ¿cómo percibe el tiempo Dios? ¿En qué sentido podemos decir que piensa?
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Resistencia evita estas preguntas. Sus robots son limitados: por su cuerpo, por armaduras débiles. Caen ante cualquier disparo de arma de fuego.
Aunque los robots de Resistencia sean robots, siento que, temáticamente, la película se aleja de la robótica de Asimov y se enmarca más en la tradición cyberpunk de los aumentos cibernéticos y las prótesis que amplifican las capacidades humanas. Es decir, se enmarca en la utopía post-humana.
Joshua (nombre de resonancias bíblicas) perdió un brazo y una pierna en la destrucción de Los Ángeles. En varias escenas, vemos cómo se coloca sus prótesis (robóticas).
Si Joshua tiene algo de máquina, los robots tienen algo de humano: sus rostros son reproducciones de rostros escaneados de personas reales. En Resistencia, humanos y robots se encuentran a mitad de camino, en el tránsito de una fusión.
El cuerpo limita: la inteligencia artificial no fluye en el éter digital sino que habita un espacio físico. Y también hace posible: el cuerpo puede cambiarse, mejorarse, moldearse. Si Resistencia tiene algo para decirnos, no es sobre la inteligencia artificial sino sobre el potencial y la fisicalidad del cuerpo.
(Estados Unidos, 2023)
Dirección: Gareth Edwards. Guion: Gareth Edwards y Chris Weitz. Elenco: John David Washington, Gemma Chan, Ken Watanabe, Sturgill Simpson y Allison Janney. Fotografía: Greig Fraser y Oren Soffer. Montaje: Hank Corwin, Joe Walker y Scott Morris. Producción: Gareth Edwards, Kiri Hart, Jim Spencer y Arnon Milchan. Música: Hans Zimmer. Duración: 133 minutos.