A Sala Llena

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CRÍTICAS - SERIES

Releyendo a Mafalda

LA PATRIA ES MAFALDA

Acabo de ver la serie de Mafalda, Releyendo a Mafalda. Me la eché de un plumazo. Al minuto dos me di cuenta que me estaba gustando mucho y me empecé a deprimir porque sabía que se iba a terminar. ¿Será que las películas argentinas me sacan mi lado porteño? Esa parte dramática, grave, intensa, neurótica y melancólica. Puede ser, no sé. En México he aprendido a ser un poco feliz, un poco nomás, tampoco se trata de exagerar, pero se me ha contagiado esa capacidad mexicana de no sufrir tanto por las cosas que pasan en la cabeza, sino, en caso de ser inevitable, por las que pasan afuera. En México se sufre tanto que han aprendido a no sufrir nada. El dolor se espanta a tequilazos y al luto se lo ahuyenta con colores. En fin, vuelvo. Eran las once de la noche cuando terminamos el primer capítulo, y le pedí a la Negra, la dueña del control remoto, que mirara cuántos capítulos eran, para estar prevenido y poder administrar la desazón. Estaba seguro que eran cuatro, y lo eran. Tanta mierda interminable dando vuelta en las plataformas y cuando aparece algo bueno dura menos que la yema de un huevo. Vimos los cuatro de un tirón y aquí ando, escribiendo para dominar el síndrome de abstinencia.

Me pareció una hermosa serie, sensata, inteligente, linda y llena de dibujantes que hablan tan bien como dibujan. Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Es, por el contrario, de una sensación medio contradictoria que me dejó. Una sensación compuesta por una emoción enorme y una tímida tristeza. Emoción porque fue un viaje a través de mi vida toda y por la de la generación de mis padres, esa vida que nos dio la vida. Un intenso repaso por la existencia que me obligó a pensar en la existencia, y de ahí la tristeza. Es la segunda vez que repaso mi existencia en los últimos meses. La anterior fue con la serie de Fito y me da la sensación de que estos repasitos, que se están tornando habituales, tienen que ver con una cuestión etaria: es muy factible que el camino recorrido sea más largo que el camino por recorrer y que pensar el pasado sea un ejercicio cada vez más natural. Esto que acabo de decir no puede ser más triste. Lo borraría sin duda, pero me voy a hacer cargo de mis patologías. Sin embargo, la tímida tristeza que me dejó la serie no tiene que ver con mi incipiente vejez, sino con los resultados finales de la evaluación existencial que me obligó a hacer. Es decir que no me entristeció por ser un viejo incipiente, sino por el mundo en que me toca ser viejo y padecer mis dolores de espalda. La negación funciona hasta que deja de hacerlo, como todo, y una vez que volvemos a Mafalda, y volvemos a verla hablando con su amigo el mundo, ese globo terráqueo que habitualmente está postrado en una cama, todo vendado, no nos queda más que asumir el fracaso y pensar un poco en él.

Mafalda se acabó porque la dictadura argentina del 76 evitó que continuara y años después, una vez terminadas las dictaduras, llegaron unas democracias que son una verdadera calamidad. Releyendo a Mafalda de Lorena Muñóz, nos obliga a pensar de dónde venimos y a dónde vamos, y por lo mismo, cuál es el lugar en el mundo en que nos toca estar parados.

Releyendo a Mafalda es como esos pensamientos epifánicos que nos muestran toda nuestra vida en una secuencia de imágenes en esas milésimas de segundo previas a un momento decisivo como la muerte, un choque, un primer beso o un gol en la final. Son cuatro capítulos donde está todo. Si Mafalda nos cuenta el fragmento de la historia que más nos pertenecen (años 60 y 70, mayo francés, revoluciones y dictaduras en América Latina), Releyendo a Mafalda nos hace contarnos nuestra vida de nuevo y pensar dónde estábamos y qué edad teníamos cuando leíamos las tiras, pero sobretodo, quiénes somos. Me pasa que a veces doy por asumido quién soy hasta que algo me hace pensarme. Hoy, ahora, pienso que soy hijo de la izquierda latinoamericana, esa que realmente creyó que iba a cambiar el mundo y que arriesgó su vida por ello. Pienso que soy hijo de una generación diezmada, en la que miles murieron, miles se exiliaron y miles se refugiaron en el infierno. Pienso que soy de una generación de hijos extremadamente politizados, esencialmente politizados diría, y que hoy lo seguimos siendo, aunque ciertamente no resulta fácil serlo. Pienso que formo parte de una generación que creció creyendo en aquellas grandes verdades que nos contaban en la casa, hasta que por la ventana de nuestro cuarto vimos caer el muro de Berlín, congelarse la Guerra Fría, acabarse las ilusiones y desintegrarse los sueños de nuestros padres, que pasaron de creer en la revolución para creer en las democracias liberales. Vimos una tragedia por la ventana y un panorama desolador en el seno de nuestras familias. Criticábamos a Fukuyama porque promulgaba el fin de la historia, pero la verdad es que nos tocó ver el final de la historia, o de una historia, al menos. La historia siguiente la estamos viviendo y es malísima. Y ahora entiendo, escribiendo y sobretodo, hablando con la Negra que lo sabe todo, por qué me dejó tan emocionado la serie: porque Mafalda es mi hogar. Porque mientras vemos la serie vivimos la calma del seno materno, flotamos en la paz del líquido amniótico que nos contiene, y obviamente no queremos despertar. Porque claro, a lo largo de la vida nos educa la familia, la escuela, la tele, pero sobre todo Mafalda. Mafalda es la infancia. Mafalda es ese hogar que no tiene un lugar físico, material. Es un hogar ideológico. Dicen que la patria es la infancia, y es cierto, pero a mí las patrias me molestan tanto, que prefiero pensar que la infancia es un hogar, no patriota sino universal, y que en este momento, ese hogar, es Mafalda.

Los diez números de la tira, porque creo que eran diez, tenían un alto nivel de coyuntura, pero a la vez de universalidad, y ahí radica un poco la genialidad de Quino, entre varias otras cosas. Tenía coyuntura porque nació siendo una tira de una revista que publicitaba refrigeradores, pero después se fue independizando. Después fue una tira que iba conviviendo con los diferentes momentos históricos del país y del mundo. Esos políticos y esos militares de dudosa moral que aparecían, no siempre eran los mismos. Eran los de turno. Para mí eran una generalización, un modelo eterno, de los malos, los demagogos, los criminales. Y lo eran, pero también eran representaciones de personajes concretos. Y los dibujos no eran de cualquier lugar, eran de San Telmo, el barrio de Quino. Pero esos políticos, esos militares, esos lugares, esas plazas, representaban todos los lugares. La coyuntura no afectaba la universalidad. Por eso Mafalda es eterna, porque Quino se encargó de que fuera rebelde pero no partidista. Quino se encargó, y ahí su genialidad, de que Mafalda encarnara el pensamiento de izquierda sin la gran carga de estupidez que a veces tiene la izquierda y lo hizo a través del humor, la única herramienta que nos permite ser críticos sin caer en la solemnidad. La solemnidad nos convierte en la caricatura de nosotros mismos, las caricaturas de Quino nos liberan de nosotros mismos y nuestros vicios. El humor de Quino lo salva de los innumerables ismos. Esos ismos que convierten a cualquier ideología en un fundamentalismo infranqueable, irreal, sin fisuras. Los comunismos, socialismos, nacionalismos, indigenismos, populismos, etc. La posibilidad de que Mafalda pueda ser amiga de Susanita, paradigma del patriarcado, es la posibilidad de entablar un diálogo con lo diferente, cosa que las izquierdas no saben hacer, ni las pasadas ni las actuales. El humor nos salva de la prepotencia de sabernos dueños de la verdad. Por eso Mafalda es universal y eterna. Por eso es un clásico. Porque anuló el sectarismo de la izquierda, de esos militantes que se toman a sí mismos tan en serio y a los que los demás ven cara de chiste.

Y ahora, años después, volvemos a la infancia y volvemos a ser hijos de esa generación que a los cinco años nos dio una Mafalda en vez de un Archie, por ejemplo, y no queda más que agradecer y sentir cierto orgullo de ser quien somos. Y aunque nunca dejaremos de ser hijos, ahora también somos padres. Y enfrentarnos a nuestros hijos, nos obliga cada día a pensar en nuestros padres cuando se enfrentaban a nosotros. Solo valoramos a nuestros padres cuando nos convertimos en uno. Y en medio de este huracán de sensaciones que encierran la existencia en un diminuto instante, pienso en cuándo fue la última vez que leí Mafalda y no logro recordar. ¿Diez años, veinte, quizás? Y siento culpa, culpa de abandonar mi origen. De soltarle la mano a mi pasado. Me siento un mal agradecido. Como si hubiera tenido que cambiar de símbolos, o de abandonarlos todos. Como si el último símbolo de izquierda que pude dejar en la pared fuera el Subcomandandante Marcos, pero hubiera sacado el del Che, el de Maradona, el de Victor Jara, el de Galeano. Después creo que también lo bajé a Sub y la pared quedó vacía. Aparecieron en mi vida nuevos amores como Berger, Lemebel o Panzeri, pero ellos eran unos iconoclastas marginales y no estaban colgados en las paredes. Como si la vida me hubiera pedido deshacerme de todos los símbolos y en el afán de volverme también iconoclasta y quemar los trapos, hubiese arrasado con todo, incluida Mafalda. Y siento culpa de nuevo, pero es que, seamos sinceros, es tan difícil hoy en día mantener la tradición y nombrarse de izquierda. Suena tan absurdo. Y eso que lo digo todo el tiempo porque creo que es necesario. Tanto como decirle a la Negra que la amo aunque lo sepa. Pero suena absurdo, ridículo incluso. No que amo a la Negra, sino ser de izquierda. Digo que soy de izquierda cada día y en voz alta incluso sabiendo que las categorías se desdibujan y pierden sentido, pero lo digo, aun cuando llamarse de izquierda sea como seguir formando parte de un club donde la mayoría de los socios son unos fracasados y unos frustrados, que han pecado de ilusos, hipócritas, autoritarios, violentos, demagogos, intolerantes, solemnes, soberbios, vendidos, elitistas, acomodaticios, mafiosos, mentirosos, en fin, de todo un poco. Y después de todo eso, aun así, decido deliberadamente ser necio y seguir pagando la cuota del club y yendo todos los días a nadar en la pileta de las desgracias.

Siento culpa y voy por una Mafalda, para volver a leerla, besarla, abrazarla y decirle que la amo, como a la Negra, pero no tengo. ¡No tengo Mafaldas en mi casa! ¿Qué tuvo que pasar para que no hayan Mafaldas en mi casa? Bueno, en mi caso, justamente, pasó que migré, que me fui mil veces, que siempre me estoy yendo y que no sé en cuál de las exactamente 28 casas habrán quedado las Mafaldas. Quizás en casa de mis viejos, quizás las tanga Claudio en Madrid, quizás las tenga el Laucha en Buenos Aires, quizás. No sé. Solo sé que todos los libros que una vez dejé, los dejé para siempre. No hay posibilidad de volver a buscarlos y que el día que me vaya de mi casa actual quedarán ahí los libros para que vivan su vida. El hogar material no existe, no se compone de cosas, se compone de la Negra, de Ale y Martina. Son las consecuencias del exilio: ser un desarraigado crónico y desprendido de todo. Quizás por eso me emociona tanto Releyendo a Mafalda, porque me hace sentir que aunque no tenga casa y no tenga libros, tengo un hogar, un hogar que irá con nosotros aunque viajemos sin equipaje.

En la mañana siguiente, me desperté con la necesidad de leer Mafalda y desazón de saber que no podía. Salí de la habitación y cuando entré al salón, el milagro: la Negra estaba sentada plácida en el sillón, leyendo Mafalda. Ella sí lo tenía. La autóctona del hogar, más  mexicana de un águila en un nopal, se había despertado temprano a buscar su Mafalda, lo cual demuestra, nuevamente, la universalidad de Quino y sus amigos.

Me acuerdo cuando leía Mafalda a los 6 años, en México. Me acuerdo que no entendía casi nada, pero seguía leyendo. Había algo ahí, en ese no entender, que me unía al mundo de mis padres. Entender cada día más chistes era como ir sumando puntitos para formar parte de manera autónoma del mundo absolutamente politizado en el cual fui criado. Entender a Mafalda era para mí, lo que para el hijo de un matemático, entender la fórmula cuadrática.  Sabía, además, que esos chistes sucedían en la tierra de mi padre, en esa cosa llamada Argentina que tenía forma de milanesa y que quizás, solo quizás, algún día, me tocaría conocer. Así como el afiche de Allende en la pared significaba la tierra de mi madre. Me acuerdo que me gustaba Guille, supongo que por empatía. Y ahora, pasado el tiempo, siempre tan autoritario en su andar, ya no me siento solo Guille sino también el papa de Guille, y mientras escribo estas letras veo pasar a Martina, mi hija de 4 años por al lado mío que me mira y me pregunta “qué haces papá”, “trabajando”, le digo, “¿otra vez?”, “si, otra vez, y ahora cuando termine te vas a ir bañar porque ayer no te bañaste y estás asquerosa”. Me mira y me grita, “¡zí me bañé y no me voy a bañad!”. Es tan evidente que no se bañó, como que habrán y seguirán habiendo Guilles por el resto de la eternidad. No puedo más que sonreír. Te queremos Mafalda, te queremos Quino. Eternamente agradecidos.

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