A Sala Llena

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Sábados musicales…

Sábados musicales…

Lunes 23 de
septiembre: cumpleaños del señor Bruce Springsteen. Y el sábado 14, yo fui una
de las 20.000 almas que fueron a verlo. Tenía toda la intención de escribir una
columna sobre el recital, ni bien puse un pie fuera de GEBA, pero por alguna
razón, las ideas en mi mente necesitaban decantar. Mi cabeza estaba
completamente inflamada por todo el asunto y, de alguna forma, me sentía
demasiado conmovida, demasiado emocionada, shockeada, abochornada… Después de
todo, el show que esta leyenda del rock dio el sábado 14, fue el mejor de mi
vida hasta ahora.

Compré las entradas
ni bien salieron a la venta, apenas, apenitas las soltaron al mundo. Creo que
todavía estaban calientes cuando las sostuve por fin en mis manos, momento que
documenté y subí a Facebook como cualquier fanático que se precie. Estaría allí,
bien adelante, bien cerquita del escenario y cumpliría por fin, el sueño que en
el 88 no pudo ser, porque era una borrega que no había terminado ni la primaria
y mis padres consideraron que era peligroso. 
Ahora ya soy grande, ya hago lo que quiero, y puedo ver al Boss menear
su trasero tanto como me dé la gana, mientras grito al tope de la potencia de
mis pulmones y hago monumentalmente el ridículo, junto con otros desaforados como
yo.  Y puedo atender a una experiencia
casi trascendente, mientras las lágrimas y la euforia me arden en el rostro con
la misma intensidad.

Ya han corrido ríos
de tinta acerca de lo que fue la vuelta del muchacho a Buenos Aires. Y la gente
ha manifestado tanto su embelesamiento como su gratitud de casi todas las
maneras posibles. Algunos seguimos llorando todavía con la versión de The River que dio aquella noche, o
continuamos enloquecidos, cantando Because
the Night
o Downbound Train. Tal
vez nos permitamos seguir bailando al son de Dancing in the Dark o Glory
Days…
Y quizás todavía tengamos nuestra cabeza gacha, igual que en un rezo,
mientras repetimos los 41 Shots de American Skin… De una u otra manera,
seguimos adheridos, enganchados, pegados, incrustados a la experiencia de haber
visto a este hombre, a este símbolo, a este monstruo, a este genio de la
lámpara, tocar, cantar y bailar durante tres horas y media seguidas, sin darnos
ni darse un solo momento de respiro.

Es difícil dejar la
vivencia atrás. Al principio no sabía bien por qué. En el comienzo, no entendía
del todo esta emoción testaruda que me atraviesa.  Pero con el correr de los días, la fui
mensurando y comprendiendo, y ella se dejó palear un poco, para darme algo de aire
y permitirme escribir esta columna.

Como todos ustedes
saben, me obsesiona la idea de la pérdida de la juventud. Los que me han leído,
saben que esta obsesión no tiene absolutamente nada que ver con la decrepitud
del cuerpo, ni con la idiotez del fitness, ni con la aventura tan absurda como
inconducente de la cirugía plástica. Mi obsesión no se fija en la pérdida de la
belleza, o de la capacidad reproductiva, o en el tamaño y distancia que tiene
el culo con la tierra; no, mi obsesión se centra en la pérdida desoladora de
una emoción, de un estado de conciencia, de una vibración interior que modifica
toda nuestra percepción. Por supuesto, la cercanía de la muerte también tiene
alguito que ver con todo el asunto. Después de todo, nada hace más emocionante
una ecuación, que tener que resolverla sabiendo que hay un punto final que,
tarde o temprano, nos caerá encima inexorablemente.  Tic-tac-tic-tac…

Todavía soy joven”, me digo cada vez que me miro en el espejo. Mi
piel se ver tersa, mis ojos viven, mi cuerpo sigue siendo dulce y apetecible.
Pero las preguntas subyacen siempre, allí, agazapadas: ¿por qué ya no me siento
como antes?, ¿qué ha cambiado de mí?, ¿finalmente el mundo ha logrado
modificarme, domarme, fustigarme, hasta convertirme en alguien en estado de
total domesticación?.. Y si es así, ¿hay alguna esperanza de redención?

Cuando era más joven,
solía creer que nada podría conmigo. Que nada podría con mi capacidad de
asombro, de sueño, de ilusión… Hoy empiezo a notar las primeras líneas de
expresión en mi alma y eso me asusta soberanamente. Me deja acobardada,
estúpida y débil frente al deseo. ¿En qué momento perdí de vista mi suprema
capacidad de desear, de anhelar con cada fibra de mi ser? ¿Cuándo cambié? A
veces, cuando soy optimista, confío en la idea de que me he vuelto un poco más
sabia, más reflexiva, menos impulsiva e ingenua. Pero otras, tiendo a creer que
solo estoy más vieja. Cuando entro en ese estado, es el cine el que suele
rescatarme.

Pero parece que esta
vuelta,  fue la música la que vino en
socorro…

Si amigos, la emoción
que reinó aquella noche mística, fue lisa y llanamente, la emoción
inconfundible de la juventud. Todos los que estábamos allí, fuimos abducidos
por la total y absoluta salvajada, de volver a estar en contacto con ese
maravilloso estado de conciencia que es la juventud. Ese hombre ungido en
belleza, de 64 pirulos, nos devolvió a todos, a la edad de los sueños
invencibles.  Y lo hizo de la manera más
dulce: entregándose por entero para que pudiéramos ser sus dueños
inequívocamente.  La noche estalló de
amor y muchas promesas fueron rescatadas del olvido, con renovado y brillante
poderío. Y lo bueno de ser un poco más grande, es que uno es capaz de ponderar
el prodigio y ponerlo en valor en su justa y soberana medida.  Es como tener la fila del centro y la butaca
del medio, para ver la mejor película de la temporada.

Bruce cantó, saltó,
gritó, caminó entre nosotros y nos acarició con su talento inacabable. Nos
susurraban al oído espíritus ancestrales, que nos incitaban a perder el
control.  Cuántos besos se habrán dado
esa noche, cuántos juramentos imprudentes se habrán pronunciado, cuántos deseos
se habrán pedido a la noche, mientras el tren pasaba una y otra vez por encima
de nuestras cabezas afiebradas. Fue inolvidable.

Sonaron todas las
canciones añoradas y muchas, pero muchas más. Hacía rato que no veía tanta
devoción en la gente que, unos minutos antes de que arrancara el show, estaba
adormecida por el frío y la espera. Pero él nos despertó a todos, nos levantó
del letargo, nos calentó las venas y nos lanzó al espacio infinito, gritando
como enajenados, recuperando eso mismo que más de una vez sentimos perdidos.
Springsteen se movía entre nosotros como un chamán y nos hacía presentir ese
canal directo con la divinidad, que parece siempre abierto de par en par para
él.

El ganador del Oscar,
se paseaba de la mano del mismísimo Steve van Zandt, el mítico guitarrista que
fue, nada más y nada menos, que el compañero ancestral, el brazo derecho de
Tony Soprano: Silvio Dante. ¿Había acaso algo más que esta columnista pudiera
pedir? No lo creo… Exigir alguna otra cosa, hubiera significado despertar la
ira de los dioses.

Fue un recital
legendario, un ritual sagrado,  que
quedará para siempre gravado en la memoria, el espíritu y el corazón de todos
los que tuvimos la buena fortuna de estar allí. 

Gracias Jefe.

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