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DOSSIER

Scorsese: el hombre inquieto

Hace unos días tuve una discusión respecto de una escena de El Lobo de Wall Street. Se trata de un momento, llegado hacia el final, en el que el agente del FBI viaja en subte, se siente parte de la clase media y piensa en la vida lujosa que tiene Jordan Belfort. Para algunos esta escena sería la confirmación de una mirada sobradora de Scorsese hacia cualquier otra persona que no sea la millonaria, una apología absoluta de los agentes de Bolsa ventajeros como Belfort que tienen una vida ilegal pero lujosa. Sin embargo creo que interpretar esto sería un error: lo que el agente del FBI ve ahí no es otra cosa que lo que Belfort (un manipulador nato y una persona dañina) le induce a que vea en aquella charla del yate que Jordan y el agente tienen por primera vez.

Por otro lado, ese agente del FBI quiso ser un agente de bolsa, por lo que en algún punto Wall Street está metido en su cabeza desde hace mucho, “infectando” sus pensamientos de ser millonario por décadas. De hecho, se ha cometido el error de pensar que en El Lobo de Wall Street es el agente el que tiene la mirada moral dada desde una perspectiva de la clase media cuando en verdad es el padre de Belfort (Rob Reiner) quien la posee. Es este el que califica la vida de su hijo de “obscena”, es este el que le dice a Belfort que se retire cuando tiene montones de dinero como para vivir bien hasta el final de sus días sin ir preso y es él el que le dice que tarde o temprano terminará pagando los platos rotos que fue dejando.

Pero Scorsese sabe que ir demasiado sobre Reiner es plantear una mirada eminentemente social y moral sobre El Lobo de Wall Street, mirar desde afuera a Belfort para que prime un enfoque social. Lo que más le interesa a Scorsese es la mirada y la versión de los hechos de su protagonista. Dicha mirada, por supuesto, es engañosa. El largometraje arranca con el protagonista hablándonos maravillas de su vida, de su casa, sus lujos, su mujer (presentada tal y como dice su narrador, como una modelo de cerveza Miller) y sus hijos. Además habla de su consumo de diferentes drogas con total liviandad y termina asegurando que el dinero lo hace mejor persona. Sin embargo, la propia narración (paradójicamente, a cargo del propio Belfort) nos va mostrando todas las fisuras de esa presentación: su mujer lo abandona ni bien las cosas le empiezan ir mal, a Belfort se lo nota como un padre descuidado (o completamente ausente) y vamos viendo como su consumo de drogas lo afectan fuertemente y su ambición monetaria lleva a decenas de personas a un pozo. Y si no véase la escena en la que señala que las drogas lo hacen temblar en el parque, o más aún el golpe en el estómago que le da a su mujer en un ataque de furia porque ella quiere quedarse con los hijos que durante toda la película él nunca se molestó en criar. Por supuesto, todo esto sucede de manera veloz, como algo que Belfort tiene que contar a las apuradas porque es parte de su vida y después sigue la fiesta y el hedonismo, aún cuando ya sea imposible saber si esas drogas y ese sexo desenfrenado es más un goce que una necesidad de mantenerse en pie por la presión (básicamente lo que le dice el personaje de McConaughey a Belfort al principio cuando le habla de la cocaína y la masturbación como los secretos para vivir en Wall Street). Nada es confiable después de todo ya que el que nos cuenta la historia es una persona cuyo verdadero vicio final es la venta, su necesidad de disfrazar la realidad y crear necesidades. El relato de Belfort mostrando su vida, haciéndonos pensar en la necesidad de llevar una existencia como la suya es un devenir atravesado por la mentalidad de alguien que se sabe trucos hasta para vender una lapicera que ni se necesita, un engañador nato que posiblemente de tanto hacerlo se haya tenido que engañar a sí mismo.

Esta no es -por supuesto- la primera vez que Scorsese hace esto: su cine está nutrido de relatos atravesados por la subjetividad de un personaje y por ende de un punto de vista siempre parcial y a su modo misterioso. El biopic de Toro Salvaje, narrado por Jake La Motta, se encarga apenas de un pedazo de la vida del personaje y se saltea de manera ostensible su niñez y crianza; en Buenos Muchachos la narración del personaje de Ray Liotta puede contradecirse con los hechos; en Taxi Driver es imposible saber si ese final es real o es una alucinación de Travis Bickle; e incluso en sus excelentes documentales sobre Harrison y Dylan, a Scorsese le interesa no sólo narrar los hechos de sus músicos protagonistas sino sus comportamientos arbitrarios, inexplicables, guardados en la cabeza de personajes brillantes y contradictorios.

Señalo esto un poco para desestimar una frase hecha, que el territorio de Scorsese es la calle. En verdad a Scorsese sólo le ha interesado filmar las calles de una ciudad (Nueva York en la mayoría de los casos) cuando ésta estaba mirada en la perspectiva de otro, son los micromundos en verdad lo que le interesan a Scorsese, meterse en la cabeza de una persona (usualmente algún sociópata) y/o concentrarse en subculturas con códigos propios (mafias de diferentes niveles, el mundos televisivo, el mundo de un barrio de clase baja de Nueva York, las pandillas neoyorquinas del siglo XIX, un mesías y sus apóstoles, o una banda de rock que se despide en The Last Waltz -acaso su mejor película-). En la mayoría de los casos lo que más impresiona de estas subculturas y estas mentes encerradas en sí mismas es que aún cuando manejan códigos completamente diferentes terminan siendo altamente influyentes en la sociedad, o convertidas en estrellas de una comunidad que ha decidido adaptarse a su demencia.

Cosa curiosa, esto tiene una conexión con el propio Scorsese: el realizador huraño, encerrado muchas veces en su sala personal de cine, que sin embargo se terminó transformando en uno de los cineastas más influyentes de la posguerra.

Sin embargo, pese a todas sus influencias, pese a los premios obtenidos, su amplia erudición en cine americano clásico y su extensa trayectoria, hay algo que Scorsese ha sabido eludir: la reverencia acrítica. Cada película que sale de MS es un objeto a discutir. Así es como los que hoy hablan maravillas de El Lobo de Wall Street pueden ser los mismos que despreciaron Hugo, que pueden ser los mismos que ven bondades en La Isla Siniestra.

Pienso que el gran secreto para lograr esto es que el cine de Scorsese aún quiere permanecer vivo, no porque sus personajes tengan vidas aceleradas o haya mucho rock en su cine, sino por la propia actitud que está teniendo como cineasta. Aún con una trayectoria que parece estar llegando a sus últimas obras (algo que el mismo cineasta admitió), Scorsese se ha negado a hacer películas  que recurran al autohomenaje o al tono crepuscular. Friedkin ha optado por hacer películas breves, oscuras y brillantes, Coppola se ha encerrado en producciones independientes (y pésimas), De Palma en Pasión ofrece un ejercicio de estilo que remite a su cine, Carpenter está prácticamente retirado y su último film está hecho en piloto automático y la última película de Lynch es una suma autoconsciente de su propio universo. Scorsese en cambio ha optado por producciones excesivas y arriesgadas, varias de las cuales yendo por caminos al que el realizador no nos tenía acostumbrados. El cine de terror en La Isla Siniestra, su documental de Harrison de más de cuatro horas (su mejor película en lo que va del siglo XXI) y el cine familiar con técnicas de 3D en Hugo. Incluso en una película altamente hermanada con Buenos Muchachos y Casino como El Lobo de Wall Street, se atrevió a hacer una comedia más directa con una escena slapstick en clave completamente drogada. Lo más impresionante de los últimos Scorsese no está en la calidad de su cine sino que en tiempos donde cineastas se vuelven autocomplacientes y autoreferenciales a la cuarta película, Scorsese parece estar filmando ahora como si no hubiera una trayectoria atrás y menos preocupado por conservar un universo que por ver las posibilidades que le ofrece el cine en los últimos años que le quedan de oficio. Una carrera que entra en un momento crepuscular que se niega a ver el crepúsculo puede no producir las mejores obras póstumas pero si puede ofrecer una energía insospechada, una vitalidad y sobre todo un optimismo por ver que hay más ganas de sacarle todo el jugo posible al oficio que en contemplar el propio final.  Sería paradójico y brillante que el cine de una persona que construyó tantos infiernos personales, tantas historias de tragedias circulares, termine en esa línea eufórica y optimista, sería una de esas ironías felices que el cine nos regala de vez en cuando.

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