6 de junio
Ayer a la noche veía un Q&A de Sheffield en el que una directora francesa de apellido vietnamita que hizo una película en España dialogaba con un presentador del festival. La directora se disculpaba por su inglés y el anfitrión se disculpaba a su vez por tener un acento del norte de Inglaterra que a los extranjeros les resulta difícil. La película se llama Barataria y la directora Julie Nguyen Van Qui (no sé el nombre del presentador). En un momento, uno de los personajes discute con su hermana de política (lo harán varias veces porque se acercan las elecciones, él vota a la derecha y ella a la izquierda) y usa el viejo argumento de que los inmigrantes ilegales les sacan el trabajo a los locales. La mujer le replica que los culpables de no legalizarlos son los empresarios y que, si lo hicieran, los trabajadores aportarían a la seguridad social y contribuirían a pagarle la jubilación a su hermano. En fin, una discusión de todos los días. Pero el presentador preguntó por qué había incluido en la película un personaje reaccionario, que estaba contra los inmigrantes. No lo hizo de un modo agresivo o inquisitorial, ya que aclaró que el tipo era un personaje simpático, sino que era como si le diera a la directora la oportunidad de defenderse. Ella se sorprendió con la pregunta, aclaró que era un tipo muy agradable, que le había resultado un buen personaje y que la discusión era parte de la cotidianeidad familiar. Pero me quedé pensando cuán ajena era esa vida cotidiana a la atmósfera del festival de Sheffield. Y cuán sesgada puede ser la mirada sobre el mundo que se desprende de ese tipo de restricciones implícitas o explícitas para los cineastas.
Barataria es una película rara, como raro es el lugar en el que transcurre: El Quiñón (provincia de Toledo), un emprendimiento inmobiliario situado en el medio de la nada, en el que la mayoría de los departamentos quedaron sin construir y durante muchos años fue ejemplo de la desolación provocada por el desastre de la burbuja española. En el último tiempo, el lugar empezó a poblarse y a tener un funcionamiento más normal. Van Qui lo filmó en un interregno curioso, porque los habitantes viven en casas de buena calidad y servicios propios de una clase que no era la suya, ya que los alquileres eran muy baratos. Pero ese vacío les provocaba angustia y aburrimiento. La mirada de la directora (llamémosla Julie, porque no sé si Nguyen es nombre o parte del apellido) es inteligente, curiosa, amable y se da cuenta de que está frente a un cuadro geográfica y existencialmente interesante, original, un lugar al que los conflictos del mundo llegan atenuados, como si fuera un núcleo campesino en un hábitat urbano al que los protagonistas deben adaptarse. La película se va trasladando de los viejos hacia los más jóvenes, que se parecen más a sus coetáneos de otras partes, con sus celulares y sus aspiraciones artísticas, los talleres en los que aprenden que es necesario hacer una música nueva que sea recordada y no recordar la música vieja aunque sea buena. Julie no pierde nunca su doble perspectiva, la intersección de tiempos y espacios, la particularidad de la demografía y utiliza en favor de la película la extrañeza que nunca se deja de sentir en El Quiñón.
Una casualidad quiso que la primera película que vi hoy, la segunda de la competencia internacional, transcurriera también en medio de la nada, aunque de una nada oficial, por así decirlo, ya que White on White, de la realizadora Viera Čákanyová tiene lugar en la Antártida. Más precisamente, en una base científica polaca, lo que me llevó a una divertida confusión. Ya que ese dato se menciona al principio, supuse todo el tiempo que Čákanyová era polaca y hablaba en polaco. Es decir, lo mismo que le pasó al protagonista de un cuento que me contaron hace cuarenta años, la del extranjero que llega a Varsovia y decide aprender el idioma con una mujer que conoce en el aeropuerto y con la que se encierra en un hotel durante una semana (le habían contado que el sexo es una excelente escuela de lenguas). Al salir del hotel por primera vez, intenta practicar el polaco con la gente que encuentra en la calle, pero nadie le entiende. Indignado, le reclama por lo ocurrido a la mujer y ella le responde: “No te entienden porque yo soy checa”. El cuento viene a cuento, porque hoy estamos bajo el signo de Babel y porque resultó que Čákanyová no era polaca. Aunque tampoco checa sino eslovaca. Pero sigamos adelante. La historia de la película es curiosa. Čákanyová fue a la Antártida en 2017 a filmar el largo Frem, cuyo protagonista es una red neuronal artificial, sea eso lo que fuere y que, al parecer, está representado por un dron. White on White es un diario filmado durante el rodaje de la otra película, que obligó a Čákanyová a pasar 54 días en la base (no sé si se entendía con los otros habitantes, los empleados de mantenimiento del lugar, que sí eran en general polacos). Čákanyová, ahora como protagonista de su film, empieza hablando por internet con Ann_w, una inteligencia artificial. Los chats se transcriben en la pantalla sobre imágenes del paisaje antártico, con sus hielos, su mar y sus pingüinos. El robot es muy articulado y le dice que el cine no sirve más que para gastar energía y cumplir así con la segunda ley de la termodinámica. Como me imaginaba que Čákanyová era polaca, la imaginé también lectora de Stanislav Lem, aunque por algunas conversaciones con Ann_w alrededor del sentido, la convertí mentalmente en discípula de Wittgenstein. Hubo un punto en el que empecé a pensar que no había diferencia entre la inteligencia artificial y la humana (soy incapaz de decidir si las respuestas del robot son reales o inventadas), entre el documental y la ficción, entre una película y una película sobre esa película. Es decir, que en algún momento el cine se libera de ciertas ataduras con la historia, con el tema y hasta con su propio dispositivo. Adquiere así una libertad contagiosa que el espectador experimenta y lo hace entregarse a lo que está viendo sin hacerle demasiadas preguntas.
Entre tanto, nuestra heroína se pregunta por la disparatada cantidad de comida, ropa, combustible, instrumentos, herramientas y objetos varios que hay que transportar a la Antártida para permitir la vida en esas condiciones. El absurdo empieza a adueñarse de la escena, así como una cierta dimensión mística, bastante inevitable en esas latitudes. Por otra parte, y esa es otra de los hallazgos de la película, la estadía empieza a cobrar una dimensión física, corporal y se aleja de la pura inteligencia, artificial o no. Durante el Q&A, Čákanyová (simpática la polaca) contó que le costaba mucho aparecer en cámara y que nunca lo había hecho en sus películas anteriores. De hecho, la película dura 74 minutos y ella muestra la cara recién a los 42. Pero tres días antes de la partida, decide bañarse desnuda en las heladas aguas antárticas. Vemos como se saca la ropa pero la cámara es pudorosa y solo la muestra de espaldas y de la cintura para arriba. Si hubiese visto la película de Lydia Lunch, seguro que se animaba a más. A esa altura, Čákanyová se sentía una sola materia con los icebergs y las focas.
Hoy dieron en Sheffield otra película de la competencia, Mis queridos espías, de Vladimir Léon, que estuvo en Mar del Plata y ganó un premio. En ese momento escribí lo siguiente: “Mis queridos espías pone en escena una historia familiar entre Francia y la Unión Soviética ubicada en el corazón de la historia del siglo XX. Difícil encontrar un tratamiento del tema más placentero, más divertido y, al mismo tiempo, más respetuoso de la verdad y del sentido de la tragedia.” Me hubiera gustado rever la película y escribir algo más. Me prometo hacerlo algún día. Pero en esas líneas están reflejadas las ideas sobre cine que rondan este diario.
© Quintin, 2021 | @quintinLLP
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