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#SHEFFIELD2021 | Diario de Sheffield (4)

#SHEFFIELD2021 | Diario de Sheffield (4)

7 de junio

El viernes, cuando todavía no funcionaba el sistema para mirar las películas online y estaba absolutamente ansioso, me puse a ver dos películas que me mandaron los productores. Una fue el cortometraje inglés Rip Seni, de Daisy Ifama. Pero no pude escribir de ella ese día porque todavía no se había proyectado (era una premiere mundial). Es uno de los tantos films de denuncia que hay en Sheffield, es decir, un film que tiene el propósito de contribuir a una causa y se pone al servicio de la reparación de una injusticia. Este podría ser el comienzo de una discusión sobre el arte comprometido, un tema que ahora vuelve bajo un formato distinto. Ya nadie cree que un mamarracho estético se justifique solo porque defiende una idea noble, pero no pocos siguen pensando que el arte será revolucionario o no será nada. 

Vuelvo al corto. En 2010, Seni Lewis, un ciudadano negro de 23 años, murió a manos de la policía en el hospital psiquiátrico de Bethlem, en Londres. Seni era un estudiante universitario y tenía una vida normal hasta que un día tuvo un brote psicótico que llevó a su internación y a su muerte en circunstancias oscuras. Las autoridades hicieron lo posible para que no se supiera lo ocurrido, pero la familia llevó adelante una protesta que llevó al esclarecimiento de los hechos y a que la  justicia dictaminara que la intervención policial había sido brutal y desproporcionada. En 2019 Mark Tichner, un artista plástico, hizo una intervención alrededor de Bethlem: instaló ocho carteles con preguntas sobre el control social, tales como: “¿Usted cree su vida está gobernada por sus propios principios?”. Un año más tarde, los carteles aparecieron a su vez intervenidos: alguien había pintado una letra en rojo en cada uno (dejando un espacio) de tal modo que en la secuencia se leía “RIP SENI”. El anónimo grafitero sabía de lo que hablaba y provocó una reacción entre los deudos así como entre los artistas y en el personal del hospital. La película cuenta en veinte minutos esta historia con elegancia y sin alzar la voz. Empieza mostrando los árboles en el exterior del predio y, a partir de los carteles intervenidos, convoca a la madre de Seni y a otras mujeres que perdieron sus hijos a manos de la policía, a las que se ve en la reunión de una ONG fundada para combatir los abusos policiales. Rip Seni es honesta, armoniosa y elude la truculencia gratuita. 

No tengo nada contra Rip Seni, transparente en su objetivo y aireada en su forma. Pero las cosas se complican frente a la otra película que vi ese día: The Return: Life after ISIS, producción hispano-británica dirigida por la española Alba Sotorra, que tuvo su premiere mundial en Sheffield ayer. El tema es sensacional: la historia de un grupo de adolescentes occidentales reclutadas por ISIS, el Estado Islámico, a través de las redes sociales. Solitarias, insatisfechas con su situación social, algunas ni siquiera eran musulmanas practicantes, la propaganda las convenció de que en el Califato encontrarían el paraíso en la tierra y así se alistaron para luchar por la supremacía de Alá y la destrucción de Occidente. ISIS fue un fenómeno muy particular. De origen incierto, más radicalizado que otros grupos terroristas, en algún momento dispuso de muchísimo dinero (de origen muy oscuro) y de gran capacidad para las intervenciones mediáticas (se recuerdan particularmente los videos de las ejecuciones sangrientas y masivas, filmadas con sofisticación y recursos) así como en sus redes de propaganda. El ejército de ISIS, enemistado incluso con milicias del mismo signo, llegó a controlar buena parte de Irak y de Siria, donde impuso la versión más severa de la ley islámica, hasta que fue derrotado mediante los ataques por mar y tierra de iraquíes, sirios, kurdos, americanos, rusos, turcos y europeos. 

Cuando estas jóvenes mujeres llegaron a su destino tras dejar atrás sus países, se encontraron con algo distinto a lo que esperaban: iban a servir de esclavas domésticas y sexuales, de policías de las costumbres y hasta de escudos humanos. Algunas lo hicieron convencidas, otras no, la participación de cada una fue distinta, pero al terminar la guerra un buen número de ellas, algunas con sus hijos a cuestas, fue a parar a los campos de refugiados. La película transcurre en uno de ellos, controlado por los kurdos en el noreste de Siria, bajo supervisión de las Naciones Unidas. Al parecer, hay unas cincuenta mil mujeres en esas condiciones, pero The Return se ocupa de algunas y, especialmente, de dos: una británica y una estadounidense. A todas ellas, los países de origen les retiraron la ciudadanía acusadas de haber incitado al crimen y no las admiten de vuelta aunque declaren que están arrepentidas. La película muestra como el lavado de cerebro que sufrieron está siendo contrarrestado mediante una especie de desprogramación. Una de las responsables de esta tarea es Sevinaz, una mujer kurda que perdió familiares y amigos a manos de ISIS y que, en el momento más efectista del film, le pregunta a su padre qué debe hacer, si es justo que siga ayudando a sus enemigas. El padre le contest, que aunque esa gente hizo sufrir a los suyos, la misericordia obliga a ayudar a todos los seres humanos y ella debe cumplir con la tarea que le ha tocado. Mientras tanto, el caso fue tomando exposición mediática en Inglaterra y en otros países.  

La idea de que los Estados europeos no acepten de vuelta a estas chicas me resulta insostenible: más allá de los argumentos judiciales es de una aberrante inhumanidad. Pero en The Return todo parece amañado, vestido y maquillado para defender una versión simplificada y unilateral de los hechos. Tan vestido y maquillado como Shamima Begum, la chica inglesa que perdió tres hijos pero hoy parece una actriz. En nombre de la justicia, la película se desinteresa por la verdad. No hay un testimonio que no respalde un relato esquemático, construido para el alegato en un tribunal. La película no demuestra ningún interés en el contexto histórico ni político, no hay la menor la intención de meterse a fondo con un fenómeno semejante. Todo parece ensayado, preparado, diseñado. La película enseña que todo fue un error que culminó en una injusticia, cuya historia es lineal y cuyo rostro más conocido es humano y conmovedor. Como la propaganda de ISIS. 

Si The Return me puso un poco nervioso, me irrité más con One Image, Two Acts, de la realizadora iraní Sanaz Sohrabi. Esta no es una película torpe. Al contrario, tiene imágenes muy cuidadas, virtuosas incluso y la directora, que trabaja en Canadá, sabe cómo crearlas. Pero también sabe cómo habitar el circuito del cine, de la academia y de las artes visuales contemporáneas a partir de la ideología. One Image, Two Acts opera también sobre la denuncia, en este caso del papel del colonialismo / imperialismo británico en la explotación del petróleo en Medio Oriente. El film de Sohrabi opera a partir de la acumulación de elementos heterogéneos unidos mediante la contigüidad y le hace decir a las imágenes lo que la voz en off les dicta. One Image tiene tres partes, que solo parecen relacionadas por la voluntad de la artista de juxtaponerlas y de atribuirles un mismo sentido. La primera parte habla de un tal James W. Menhall, emprendedor americano al que el gobierno sirio le otorgó la explotación de petróleo en su país durante los años treinta, pero se la retiró poco tiempo después. Lo raro es que Menhall, que murió en 1974 en Benton, Illinois, se hizo construir una lápida en la que se ve un mapa de Siria en blanco salvo por una torre de petróleo ubicada aproximadamente donde estaban sus pozos. La voz en off de Sohrabi afirma que es una de las imágenes más raras que haya visto pero hace algo más misterioso aun: filma un plano en el que se ve la tumba de Menhall mientras una mano acaricia lentamente la fronteras de Siria. No hay ningún intento de esclarecer el misterio.

Luego, la película atraviesa la frontera y se ocupa de Irán. La tesis, repetida varias veces y ratificada al final, es que la British Petroleum ocultó la verdad sobre la producción colonialista de petróleo en ese país, que las imágenes están secuestradas  por la empresa con la complicidad de los gobiernos, salvo el de Mossadegh (1951-1953, derrocado por la CIA) y luego el de la Revolución Islámica, que nacionalizaron el petróleo. Esa segunda parte de la película es muy curiosa. Muestra fotos de los campos de petróleo de la época de los ingleses y, especialmente, de la ciudad petrolera de Abadan, donde se construyó en su momento la mayor refinería del mundo. Como en el caso de la mano en la tumba, Sohrabi utiliza un artificio arty: las fotos no son imágenes fijas sino que parecen telones cortados en tiras verticales que se mueven levemente. Son fotos de las instalaciones, de los trabajadores, de la vida urbana en Abadan. Con una voz implacable, que parece custodiar la pureza ideológica del discurso, Sohrabi afirma una y otra vez que los ingleses ocultaron lo que en verdad ocurría en lo más profundo de sus archivos secretos (aunque las imágenes provengan de ellos). Como prueba de lo que afirma muestra unos cuadernos en los que se separaba a los trabajadores por nacionalidades y un relato familiar según el cual su abuelo, jefe de carpinteros, fue despedido por negarse a construir los ataúdes de los soldados indios muertos en la segunda guerra (no parece el mayor abuso laboral del que se tenga memoria). 

Sería absurdo negar que la BP se apropió de la riqueza iraní y también que los gobiernos inglés y americano, sobre todo en el contexto de la Guerra Fría, manipularon la realidad política. Pero Sohrabi no agrega evidencias empíricas y construye la película en base a lo que falta en ella, a un vacío que solo le interesa llenar mediante imágenes elegantes y un discurso cargado de ideología. Así avanza en abstracciones como que los ingleses usaban el cine para “organizar los cuerpos” y describe como un crimen que la BP construyera salas en Abadan, como si no las hubiera en el resto del mundo. Según Sohrabi, esas salas servían para adoctrinar a los obreros mediante las películas producidas por la propia compañía, aunque la única imagen que se ve de una cartelera muestra películas de varias partes del mundo. No solo eso, el razonamiento por contigüidad y acumulación de la directora la lleva a consignar que una de esas salas sirvió como punto de reunión para una revuelta. Pero Sohrabi no se inmuta: les atribuye a esas películas de propaganda de la BP (las típicas películas aburridas y oficiales todas las empresas hicieron y hacen) el diabólico poder de “circular por los festivales europeos” y dar así una imagen adulterada de lo que ocurría en Irán. En particular, se refiere al año 1953, cuando los festivales eran muy pocos y nadie registró el paso de esas películas. 

Cuando la idea ha quedado clara a fuerza de repetirla, la película entra en una tercera parte, dedicada a Runners, un film de Amir Naderi en la que aparece el incendio de la refinería de Abadan durante la guerra con Irak. También hay una entrevista con Naderi, que hoy reside en Japón y enseña a John Ford, pero este nada dice del colonialismo británico. Sin embargo, Sohrabi justifica la inclusión de esta tercera parte diciendo que las imágenes de la historia del petróleo en Irán son fantasmas y de ella solo quedan fragmentos: la tumba de Menhall, las fotos y películas de la BP, la ficción de Naderi, en las que no le interesa profundizar. Llego al final de esta larga crónica y me doy cuenta de que Shohrabi me ganó por cansancio. Hasta yo estoy convencido de que dice la verdad, aunque la lógica no respalde su discurso ni haya pruebas de su coherencia. A veces, el cine es un testimonio de la voluntad y la determinación de sus realizadores. Los festivales tienen ese problema. Las películas pasan de largo.

© Quintin, 2021 | @quintinLLP

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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