9 de junio
La película argentina en competencia resultó una agradable sorpresa. Rancho, de Pedro Speroni, transcurre íntegramente en la cárcel de Dolores pero no es una típica película de prisiones. Su origen es bastante curioso: Speroni había hecho un corto sobre las mujeres de los presos y, a partir de allí, conoció al director de la cárcel, del que se hizo muy amigo. Tanto que este lo autorizó a entrar en ella con la cámara. Pero primero, estuvo dos años visitando a los presos de un pabellón, conviviendo con ellos y hasta llegó a dormir allí. Por eso la película parece más bien el registro de la vida cotidiana de una familia acostumbrada a que haya una cámara prendida que registra sus charlas y sus interacciones. Todo fluye, nada resulta violento ni forzado, no hay una dramaturgia puesta en función del sensacionalismo ni de la moraleja.
El proyecto de Speroni, según contó en el Q&A, proviene de su infancia. Un tío suyo estuvo preso por participar de un gran fraude bancario y, huyendo de la Interpol, se refugió en la casa paterna de Speroni. Uno de los logros de Rancho es mostrar que no hay una línea que separe a la gente pobre común (es decir, gente con problemas económicos, familiares, psicológicos) de los pobres que transgreden la ley, ya sea ocasionalmente, como el interno condenado por matar a su padrastro con la complicidad de su madre, como sistemáticamente, como el personaje que dice que si dejara de robar estaría mal con su conciencia, porque desde chico se prometió hacerse rico robando. Pero queda claro que la rehabilitación, el abandono de la vida delictiva, es para casi todos una imposibilidad de índole práctica: los delincuentes no pueden sobrevivir de otro modo ni evitar volver a caer presos. La mayoría tampoco hace de ello un motivo de orgullo. Viene a ser lo que les tocó, como a otros les tocó trabajar en una fábrica o ser policía.
Que la realidad misma de la cárcel sirva para desmentir tanto los discursos estigmatizantes como los justificatorios es un mérito de Speroni, pero también de los participantes dentro y fuera de campo. Por un lado, ese misterioso director de la prisión y sus colaboradores parecen saber cómo hacer su trabajo sin excederse en la represión ni la demagogia. Por el otro, los internos tienen una conducta que tiende a no empeorar su estadía tras las rejas y a manifestar su humanidad. En ese sentido, la película tiene un protagonista principal, casi un héroe, que es Artaza, el capo del pabellón, un tipo que lleva más de treinta años preso, que se adaptó a una vida marcada por el hacinamiento y la estrechez pero trata de que a la pérdida de la libertad no se agreguen otros padecimientos. Artaza mantiene la cordura, pone límites, contiene, alienta, estimula a sus compañeros. Es un curioso líder positivo, del que los otros presos se burlan diciéndole que le gusta estar ahí, pero a quien le reconocen que, inexplicablemente, logra imponer su lógica pacifista con un par de palabras que los otros (especialmente los más jóvenes y menos propensos a razonar) no tendrían por qué respetar y sin embargo lo hacen. El grado de reincidencia parece indicar que no solo a Artaza le gusta la cárcel en algún sentido, sino a los otros también: la indefensión, la violencia y la tensión permanente de la vida en el exterior son más duras que en el interior. La cárcel es incluso un refugio del que se quiere salir pero al que puede ser un alivio volver. Rancho tiene, además, grandes momentos: la visita de las familias, la llegada del nuevo al pabellón, la salida de Iván el boxeador, en un largo y memorable plano final que termina con el personaje perdiéndose en la bruma de las calles y en su futuro incierto. El interés de Speroni por su tema, su paciencia para mantener la calma en un mundo tan enrarecido, demuestran que las películas solo necesitan que alguien quiera hacerlas de verdad.
Si Rancho es una película hecha con pocos recursos, The Witches of Orient, del francés Julien Faraut es lo contrario. Faraut (que viene de hacer Buscando la perfección, el documental sobre McEnroe) parte de imágenes y sonidos de archivo extraordinarios y les agrega escenas del presente, animación, música y todo lo que pueda hacer más poderosa la narración. Estrenada en Rotterdam, se trata del gran crowd-pleaser del festival. Y hay que decir que, si bien se le podría pedir a Faraut que sea un poco menos ampuloso y piense menos en el impacto, sabe lo que hace (como lo sabía Leni Riefehnstal, a la que me pareció que homenajeaba mediante largas y un poco inexplicables imágenes de los Juegos Olímpicos de 1936).
La película es la historia del Nichibo Kaikuza, un equipo japonés de voleibol femenino de una fábrica textil. Desde fines de los cincuenta a mediados de los sesenta, Nichibo se convirtió en una sensación mundial gracias a una épica basada en el sacrificio y el trabajo duro. También en un símbolo nacional, sobre el que se hicieron innumerables mangas y películas de animé. No quiero contar aquí la historia, porque aunque no creo en el mito de los spoilers, hay películas de las que no conviene saber mucho. Pero déjenme adelantar un par de cosas. Al principio del film, una de las jugadoras sobrevivientes cuenta como empezó a jugar en Nichibo. Hija de campesinos, se destacó como jugadora en la escuela y le ofrecieron jugar para la fábrica. Así, entró en ella como operaria, donde seis días por semana se levantaba a las seis y media, limpiaba la pieza y desayunaba para entrar a trabajar a las ocho. A la una y media almorzaba y se iba al gimnasio a practicar pesas y ejercicios de fuerza. Pero como era una novata, durante tres años también debía limpiar el gimnasio. Cuando llegaban las veteranas del equipo, les dejaba los aparatos para ir a la cancha donde practicaban. Allí también limpiaba, ponía la red e inflaba las pelotas. Venía el momento de la calistenia, con flexiones y todo lo demás. Cuando llegaba la capitana (siempre última), empezaban a practicar algunas rutinas bajo su supervisión hasta que, a las seis, venía el técnico Daimatsu, que recién a esa hora terminaba de trabajar en la fábrica (Daimatsu era un personaje tan exigente como enigmático, que en la segunda guerra había logrado que su batallón saliera indemne de la selva birmana) y empezaba el entrenamiento en serio, que se extendía hasta las doce, la una o las dos de la mañana. Recién entonces cenaba y dormía tres o cuatro horas. No creo que el lector se resista a ver esta película después de lo que le conté. Agrego solo que el final, dedicado a los Juegos Olímpicos de Tokio en el 64, es un momento glorioso a partir de la descripción del contexto y de la calidad de la filmación. Si, además, al lector le interesa medianamente el vóley, va a quedar asombrado de lo bien que jugaban las Brujas.
Después del dulce, termino con una película triste, de las tantas que hay en Sheffield. Pero esta tiene algo que me impresionó particularmente. Equatorial Constellations del realizador Silas Tiny, que es de lengua portuguesa y nació en Timor Oriental, trata sobre la guerra de Biafra. Cualquiera que haya tenido uso de razón a fines de los sesenta (yo siempre la tuve relativamente) recuerda de ella solo unas tremendas fotos de niños desnutridos, con los vientres abultados. No sabemos nada de Africa: le sugiero al lector que haga un acto de sinceramiento. Dado que es probable que el nombre de Biafra le suene, pregúntese dónde queda. Si lo sabe, merece ser condecorado. Por supuesto, basta el Google para salir de dudas, pero no tener en la cabeza el mapa de un continente es un verdadero pecado geográfico y cultural.
En 1967, una región de Nigeria, de religión católica y mayoría étnica Igbo, con una población cercana a los quince millones de habitantes, se proclamó independiente. El gobierno nigeriano no aceptó la decisión e invadió Biafra, desatando una guerra en la que los rusos apoyaron (decididamente) a los nigerianos y los europeos (tibiamente) a los biafranos. Estos se fueron quedando cada vez con menos territorio y sin costa hasta quedar aislados en una pequeña extensión de tierra sin suministros bélicos pero también sin comida y sin medicinas. La masacre resultante fue apenas mitigada por la ayuda humanitaria internacional, que extrajo varios miles de chicos del país y los llevó a Santo Tomé y Príncipe, unas islas cercanas que entonces eran todavía una colonia portuguesa. La película cuenta la historia de esos chicos, que llegaron a Santo Tomé en condiciones espantosas, fueron cuidados por los médicos de la Cruz Roja y la ayuda ecuménica, además de las enfermeras locales, en un hospital aislado del resto de la población. Un día, terminada la guerra, los chicos se volvieron a su país y de ellos no hay otro testimonio que las fichas del hospital y el recuerdo de una mujer que los atendía y se encariñó con ellos. La película entrevista además a un soldado biafrano y a un par de pilotos portugueses que participaron de la guerra. En la tradición del cine portugués, Equatorial Constellations tiene paciencia, en este caso una paciencia notable para mostrar un vacío del que solo quedan unos aviones abandonados y un vago recuerdo. La historia parece haberse reducido a unas fotos, de las que Tiny tiene la delicadeza de no abusar.
Hasta mañana.
© Quintin, 2021 | @quintinLLP
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