A Sala Llena

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Super Cagazo…

Super Cagazo…

La noche de anoche la pasé sola. Mi susodicho estaba en Chile de viaje relámpago así que, desde la tarde, supe que tendría que apechugar solita las horas de sueño.

Por suerte, mis amigas se vinieron de comilona y me hicieron compañía un buen rato pero, la verdad es que desde la hora del crepúsculo, tenía como un chucho en la espalda, como un frío extraño en los huesos y la sola idea de quedarme sola en la casa me paraba los pelitos de la nuca.

Había ido al supermercado y comprado las cosas para la cena temprano, por lo que me puse a cocinar un rato largo antes de que llegaran mis invitadas, mientras discutía un proyecto de cortometraje con uno de mis primos. Se trataba de una historia de vampiros, bastante misteriosa, que abrevaba un poco en Carretera Perdida de David Lynch, un poco en Twin Peaks, algo en Drácula y una pizca mas en Nosferatu de Murnau. Una cosa complicada, difícil, pero que hacía que me resultara irresistible el solo hecho de pensar en rodarla. Estaba tratando de convencerlo de que hiciera el protagónico y, en mi afán, le contaba una y otra vez la historia, desmenuzándola, usando ejemplos de otras películas, citando escenas puntuales que, sin que me diera cuenta, quedaron flotando en mi mente, espesando el caldo de cultivo para terroríficas fantasías nocturnas.

A eso de las ocho y media, mis amigas empezaron a llegar. Para ese entonces e irremediablemente, yo me había dado cuenta de que se venía la noche y estaba más que sugestionada. Ya las patas medio que me temblaban de pensar en la madrugada, con la casa a oscuras y los gatos dando vueltas. Si era por mí, le hubiera pedido a mi primo que se quedara a dormir, pero no era justo para él bancarse una cena de mujeres, más grandes, mas chifladas todas (jaja) y que, para rematarla,  a las once se clavan frente al televisor como si la Tierra dejara de girar, para ver la telenovela de Echarri. Ese plan que para nosotras era casi la panacea (la tira es una porquería, pero que engancha, engancha), para él era seguramente poco más atractivo que un tratamiento de conducto, por lo que no tuve corazón para pedirle que se quedara a rescatarme del super-cagazo que se estaba apoderando de mi.

 

Comimos, charlamos, vimos la novela, tomamos té, desbaratamos barras y barras de chocolate y, finalmente a eso de las doce y media, las chicas se fueron. Traté de enojarme con Echarri, con la Krum o incluso con la Brédice y con los autores, por la sarta de verdura que tiran y como mecanismo de defensa para alejarme un poco de los pensamientos macabros, pero no pude.  La cosa no daba para tanto, después de todo, sarna con gusto… Así que me puse a hacer la limpieza

Levantar la mesa, guardar algunas cosas, barrer y dejar los platos para el día siguiente me debe haber tomado una buena media hora, por lo que, a eso de la una de la mañana, me fui a la cama con los ojos cansados, pero sin un ápice de sueño.

Para mitigar el julepe, prendí la radio y puse a Dolina. Quedaba una hora de programa que debía si o si, servir para sacudirme el jabón y para remontar pensamientos nuevos, más positivos y que, con algo de suerte, le abrirían las puertas al sueño reparador y condensador del tiempo.

Abrí la cama y casi con toda la ropa puesta, me acurruqué dentro. Cuando mi esposo no está, no desarmo su lado y pongo todos los almohadones allí, para que hagan las veces de espejismo de su cuerpo a la hora de abrazar algo o de esconderme detrás.

A penas me acomodé un poco y me dispuse a escuchar la radio, mi gata siamesa, Cocó, se apareció en el cuarto y se echó a mi lado dándome calorcito. Pensé que si la noche seguía así, la iba a pilotear bastante bien.

Cocó se quedó “gallinita”, como empollando con sus patitas replegadas, un largo rato a mi lado. Pero, por alguna extraña razón, en un momento se me subió al pecho y, paradita ahí, me entró a mirar fijo con sus ojos azules, tan exóticos y enormes que parecen bizcos y medio perversos tipo John Malcovich.

La acaricié un poco, masajeándole la cabeza y las orejas, pero Cocó seguía en la misma posición y, para hacerlo todo peor, se había puesto a maullar muy raro. Su vocecita estaba baja, como hablándome en secreto y no me sacaba los ojos de encima.

Tratando de controlar el escozor que me causaba una de mis propias y amadísimas mascotas, me la saqué del pecho con un beso y me fui para la cocina, hablando con ella, haciendo esfuerzos por parecer relajada, preguntándole si tenían comida o si me estaba avisando que algo pasaba con uno de los demás gatos. Mientras caminaba, Cocó iba a mi lado, mirándome permanentemente, mientras yo prendía todas las luces que tenía en el camino y revisaba el baño y el cuarto de huéspedes.  Para mi sorpresa, cuando llegué al living, los otros tres gatos dormían a pata ancha, enroscados en el sofá, de lo más panchos y calentitos.

Di dos pasos hacia ellos y recordé que, antes de irme a dormir, les había dado de comer. No era necesario (gracias a Dios) caminar hasta la cocina, así que, me dispuse a volver a la cama. A penas había dado media vuelta, cuando Cocó volvió a hablar (maullar, no estoy taaannn del bonete). Se había quedado petrificada, mirando hacia la cocina.

_ ¿Qué pasa Coqui?_ le pregunté con un nudo en la garganta y, con terror de que me pudiera contestar, redoblé la apuesta_ ¿Qué ves?

En ese momento se me ocurrió que la gata podría decirme algo así como “I see death people” y entonces el terror soberano, el cagazo padre se apoderó de mi de manera incontrolable. Pensé en llamar al sereno o tocarle la puerta a una vecina vieja que tengo, que se queda mirando tele hasta las mil y quinientas, pero me contuve.

Cocó me miró un segundo y, después, volvió a dirigir sus ojos a la cocina y se quedó paradita, sin mover un solo músculo. “La puta madre, voy a tener que ir ” pensé. 

Tomando súbito coraje, caminé rápido hasta la cocina. Por suerte, una de las luces había quedado prendida, así que pude ver sin tener que entrar, que todo estaba bastante en orden y “normal”.

Con Cocó detrás y veloz como una centella asiática (cuac), volví a mi cuarto y me tapé hasta las orejas con las cobijas. La gata me caminaba por la espalda inquieta, iba y venía, se bajaba de la cama, llamaba a los otros, volvía a treparse sobre mí, me olía la cabeza, maullaba como si tratara de que me levantara, me empujaba con el hocico y se movía sin descanso. Era de verdad extraño y estaba logrando sacarme de quicio.

Por fin, a eso de las dos se calmó un poco, arrancando pedazos del somier con sus uñitas filosísimas. Hay un lugar (una de las puntas) que tiene prácticamente destrozado y usa para sacarse los nervios. Eso la terminó de calmar del todo pero, para ese entonces, ya había conseguido que yo no pudiera ni pestañear. Fue ahí, cuando me puse a pensar, en cuantos de mi super-cagazos se debían a imágenes que había visto en el cine. 

Es que, verán, si hay algo que tengo claro sobre mí desde muy chica, es que soy súper-cagona. Nunca fui estoica, ni intrépida, ni muchos menos corajuda. De hecho, una vez incendié una panadería, porque mis amigos habían puesto Pesadilla en lo Profundo de la Noche en la tele, para que yo me asustara. Me tapé los ojos y me paré desesperada. Me encaminé ciega a la puerta y ¡pum!, me choqué una estufa a kerosene. Las llamas se expandieron rápidamente. Una de mis amigas (la dueña de la panadería) salió a la calle desesperada gritando ¡fuego, fuego! Parecía alma que lleva el diablo. Por suerte, yo misma agarré un sifón lleno y lo vacié, sofocando el incendio. Fue de terror, pero si algo aprendimos esa tarde, es que si me meten miedo, yo soy capaz de cualquier estupidez.  Así que, la conclusión a la que llegué anoche, fue tan obvia como irrefutable: Un noventa y nueve por ciento de mis temores, están fundados en imágenes de películas grabadas a fuego (nunca mejor usada la palabra) en mi mente.

 

¿Han pensado alguna vez cuántos temores le deben ustedes al cine? ¿Qué películas los han perturbado tanto, que se les ha hecho imposible olvidarlas? Me gustaría saberlo, escríbanme y compartan sus super-cagazos.

A mí en particular, hay dos que me trastocaron la vida. Una fue Sexto Sentido, el film de 1999 de M. Night Shyamalan, protagonizado por Bruce Willis, Tony Collette y Haley Joel Osment.

Mi esposo y yo, fuimos al cine muy tarde y la vimos. Ya les conté antes, que me di cuenta en seguida de que Bruce Willis estaba muerto. Eso, por supuesto, no sirvió absolutamente para nada a la hora de mitigar el terror. Lo cierto es que, a mi la película me causó semejante impresión, que se volvió casi imposible convivir conmigo en los días subsiguientes.  Es que para mí, el miedo no solo se remonta al momento en que la estoy viendo.  Yo sé a ciencia cierta, que mi vida entera posterior, va a ser un infierno si me quedo mirando algo que me causa temor. Por consiguiente, voy a hacerle la vida miserable a cualquiera que conviva conmigo, por lo menos, una semana o semana y media.

Mi marido de verdad la pasa como el culo cuando yo estoy asustada. No puede irse tranquilo a trabajar porque, a cada rato lo llamo con el corazón en la boca, no puede dormir en paz porque yo sueño muchísimo y transpiro y hablo y pego unos alaridos del carajo en medio de la noche y, lo peor, nuestra vida sexual se ve afectada por el hecho de que mi cabeza está llena de imágines espantosas de las que no me puedo escapar ni siquiera para cumplir como se debe, con mis deberes conyugales. De esa manera, un film que dura hora y media, en mi casa dura siete u ocho días enteros.

El miedo que me persiguió después de Sexto Sentido era algo espantoso, terrible. Caminaba por mi casa segura de que en algún rincón y furtivamente, alguien se me iba a aparecer. No podía ni siquiera mirarme al espejo a la mañana, porque estaba segura de que descubriría un finado parado detrás de mí, pero sobre todo, no podía contemplar de manera natural la realidad. Todo se me deformaba, se me agigantaba, se me salía espantosamente de proporción. ¡Cualquier cosa era percibida como un síntoma inequívoco de que una presencia fantasmagórica estaba en la casa! Es que el cine tiene la exquisita cualidad, el poder singular, de sembrar ideas que crecen y echan ramas en nuestras cabezas volviéndose árboles gigantescos y oscuros, alimentando nuestros terrores de la infancia, nuestros miedos más primitivos y escondidos.  Para las mentes fértiles, el cóctel es prácticamente combustible.

Con este film de Shyamalan, estuvimos al borde de una crisis matrimonial. Por supuesto, la película tal vez es una de las pocas del género, que merece el sacrificio.

El guión es redondamente perfecto. No tiene aristas, no tiene fallas, está pensado y repensado, para ser una estructura indestructible.

¡Hasta Bruce Willis está interesante en el film! Eso es algo tan maravilloso como espeluznante.

 

Hay películas que me han dejado huellas indelebles y todavía me hacen fruncir hasta lo que no tengo cuando pienso en ellas: Los Otros, El Cuervo,  It, Pesadilla en lo Profundo de la Noche, toda la saga televisiva de Cuentos de la Cripta, “Poltergeist. Por alguna razón que se me escapa El Nombre de la Rosa me aterrorizó. De hecho durante toda una noche fantaseé con que algo me poseía y, en un rapto incontrolable de locura, asesinaba a una amiga que había invitado a dormir. Tuve tanto miedo que me pasé toda aquella noche hecha un nudo marinero.  Lo más espantoso de todo era que, esa vez yo no temía ser la víctima, sino el victimario. No me olvido mas, creí que me estaba volviendo loca de verdad. El Amanecer de los Muertos, Tesis, el tráiler de Actividad Paranormal ll (ni en pedo veo la película),  Estigma, La llamada, El Resplandor, Jeepers Creepers…

 

Ya sé qué es lo que están pensando. Yo dije que DOS películas me habían trastocado la vida y quieren saber cuál es la otra…

A esa otra le tengo tanto miedo que no me animo ni a nombrarla. Es una obra de arte mayor, dirigida por William Friedkin, estrenada en 1973 y que trataba la historia de un cura que tenía que salvar a una niña de la cosa más espantosa del universo. El solo hecho de mencionarla ya me está trastornando. Un aire helado se está colando en la estancia. Mejor dejo de tipear. Si. Voy a dejar de escribir ahora, porque detrás de mí, recortado en el umbral de la puerta, está mi gato Oberón, negro como la noche, callado y quieto, clavándome los amarillos ojos en la nuca.

  

Y a ustedes ¿qué los aterroriza?

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