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CRÍTICAS - STREAMING

The Humans

LAS FUERZAS EXTRAÑAS

Hacemos bien en desconfiar de las películas que llegan con el prestigio prestado del teatro o la literatura: la mayoría de las veces se trata de artefactos pretenciosos que se proponen conquistar al público del cine con los mismos recursos efectistas que les granjearon alguna cuota de éxito en la obra o el libro. En esas condiciones llega también The Humans, con el peso de los premios y de la adaptación, ese ruido que, creemos, debe interesarle a la gente que no le interesa el cine sino otra cosa. Y, sin embargo, haríamos bien en bajar un poco la guardia, o eso nos dice Stephen Karam, autor de la obra original, que debuta como director pero que igual se muestra desenvuelto y a gusto, como si el paso del teatro al cine no le trajera problemas y se hubiera movido en ese lenguaje desde siempre.

La historia es simple: una familia se reúne para celebrar el Día de Acción de Gracias en el nuevo departamento que la hija menor alquila con su novio. Nada del otro mundo: la cosa podría ser un grotesco francés, con gritos y gestos exagerados, o un drama seco a la rumana, con silencios incómodos y revelaciones sobre la era de Ceaucescu. Pero Karam tiene otro plan, un gimmick que revela ya en la primera escena. Mientras los padres recorren la casa de la hija, la cámara muestra un espacio amplio y vacío, ligeramente amenazante; los pasos ruidosos de la vecina de arriba terminan de sugerir vagamente alguna forma de peligro, de acecho. Esta aleación extraña es el corazón de la película: a Karam se le ocurre mezclar dos géneros como el drama familiar y el thriller psicológico, que rara vez van juntos, y sazona la mezcla con unas gotas de terror. Resulta que la fórmula tiene su encanto: la presentación sucesiva de los personajes y de sus pequeñas miserias aparece tensada por un mal invisible pero presente, que colma las escenas y acompaña a los protagonistas como si fuera uno de ellos. Los insistentes planos detalle de las imperfecciones de la casa subrayan la idea: se ve que en el paso de un medio a otro a Karam se le dio por jugar con los recursos del cine y se entusiasmó de más con la magnificación visual y el fragmento, algo que el teatro no puede dar (dijimos que Karam estaba cómodo con el cambio de lenguaje, no que fuera un exquisito). Se entiende enseguida que la economía de secretos que alimenta el intercambio familiar esconde cosas terribles, y que las manchas de humedad, los goteos y los descascaramientos de los malditos planos detalle comunican el estado de las relaciones entre los personajes y que, sobre todo, hablan del padre, Erik, que es el que más se fija en todo eso. El lugar como metáfora de la interioridad humana: la pomposidad de la comparación indica por sí sola su origen teatral.

Pero el caso es que el thriller hace lo suyo, y el drama familiar, del que solo podemos esperar lo peor, se intensifica, como si el nervio de un género pudiera transmitirse sin pérdidas al otro. La cena familiar y el repertorio previsible de peleas y rencores sucede, entonces, en un territorio ajeno, con las coordenadas de El bebé de Rosemary. No sabemos qué fue primero, si esta cruza o la dirección de actores, pero las interpretaciones son en general de una precisión notable, como si la yunta de géneros contuviera los estallidos del drama y los encauzara. No importa si se trata de una confesión, una reconciliación o una cavilación, siempre se tiene la impresión de que hay algo más que observa, desde algún rincón del departamento, aguardando el momento justo, esperando a que los miembros de la familia se dispersen, como un depredador desconocido. Este temor, este acecho permanente, transforma el drama más bien soso de los personajes en la ocasión para filmar miradas perdidas, pasillos estrechos y grandes habitaciones vacías. Resulta que Karam viene del teatro pero vio mucho cine, y no se quedó solamente con los guiones o los temas, con la caractereología o la construcción del conflicto, sino que prestó atención a las formas en las que se puede filmar un cuerpo en el espacio o una casa semivacía durante una noche lluviosa. 

Cerca del final el director da su golpe de gracia e invoca de golpe las fuerzas del terror: la escena funciona (en un sentido sumario, administrativo) pero refuerza una vez más la idea que ya había machado muchas veces antes. Es que el clima de amenaza se reduce, a fin de cuentas, al malestar un personaje que, movido por la culpa, proyecta en el entorno la precariedad de su propia psiquis. Esa insistencia lleva la ambigüedad del thriller hacia la seguridad tranquilizadora de la metáfora y busca producir un efecto de inteligencia, como si la película pensara y, a su vez, quisiera crear en el espectador esa misma impresión. Menos mal que está Richard Jenkins, que hace maravillas con un personaje más bien chato, dándole una tridimensionalidad que se nota sobre todo en el nerviosismo disimulado con el que Erik regula las mentiras y sus culpas frente a la familia. 

(Estados Unidos, 2021)

Guion, dirección: Stephen Karam. Elenco: Richard Jenkins, Jayne Houdyshell, Amy Schumer, Steven Yeun. Producción: Stephen Karam, Louise Lovegrove. Duración: 108 minutos.

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