“Yo creo que en la nostalgia confluyen el lenguaje y el tiempo. (…) Lo cierto es que ambos nos constituyen, y sucedemos entre el uno y el otro. Necesitamos entender el tiempo y aceptarlo. Para eso pensamos en esferas y cuadrantes, definimos siglo, año y día… cronometramos, tic-tac, cronometramos…
Pero, al fin, lo único eficaz para convivir sabiamente con el tiempo
es un susurro poético”.
Liliana Bodoc, en su ponencia “El tiempo y el lenguaje: diálogo de titanes”.
A pesar del clásico barullo infantil, la niñez es silenciosa. El niño o la niña que lleva su infancia adelante suele hacerse notar y, con mayor o menor ruido, siempre lo consigue. A su niñez, en cambio, eso no le interesa. Ella se pasea entre los mayores como un fantasma silencioso e invisible generando a la vez admiración y miedo, siempre sin querer. Y es que la infancia -además de una condición o de un estado o de todo eso que pueda ser para cada uno- es tiempo. Y es un tiempo: el de observar sin ser notado, el de admirar lo que se descubre a diario y mientras uno acontece, el de llorar por golpes, el de llorar por sueño, el de llorar por hambre; el de buscar, de romper, de tirar… el de hablar porque sí; el de pedir y pedir y pedir; el de las injusticias eternas y desoídas; el tiempo de soñar, de creer, de regocijarse en no saber; el de confiar y no confiar; el de mirar y mirar y mirar, y volver a mirar… los niños hacen todo ese ruido mientras su niñez los habita en un mutismo inquebrantable, que exaspera porque nunca avisa nada, y menos avisa cuándo va a marcharse. De pronto se va, de pronto se fue. Y jamás volveremos a verla a pesar de que los constituye, en silencio, para siempre. Como el tiempo. Como el lenguaje.
Y a esta película, que es algo nostálgica, le importan considerablemente el tiempo y el lenguaje: el tiempo, porque esto es cine; el lenguaje, porque esto es cine pero también por la importante y notoria decisión de que el relato esté íntegramente hablado en gaeilge o irlandés, un idioma cuyo uso es tan poco frecuente que -se dice- hoy solo pueden hablarlo alrededor de 30.000 personas en el mundo. Y a pesar de que en Irlanda predomina el uso del inglés, es el gaeilge el idioma oficial de ese país (y ni hablar de en la parte rural de ese país) donde acontece esta historia, basada en la novela Foster, escrita por la irlandesa Claire Keegan originalmente en inglés. El idioma es una de las militancias de esta película cuya protagonista se llama Cáit (la debutante actriz Catherine Clinch, hermosa y perfecta en su papel). Ella tiene 10 años, varios hermanos y, al empezar este relato, su madre -además de triste y apática- está de nuevo embarazada. Su padre (el de Cáit) seguramente está borracho y sus hermanas (las de Cáit) seguramente están riéndose de ella, la pequeña ambulante y rara. Los padres de Cáit casi no se hablan y, peor, casi no le hablan a ella. La niña es prácticamente invisible en su casa e intenta serlo también en su vida: merodea por doquier pero no está en ningún lado, se escapa de la escuela, se esconde entre los pastos altos y pocas, muy pocas veces emite sonido.
En esta película, entonces, Cáit es una niña pero también es la infancia (su infancia) que -a través de las decisiones de Colm Bairéad y del impecable trabajo en fotografía de Kate McCullough- impregna detalles en nuestra retina: cigarrillos rotos, el reflejo de la niña en el agua, algunas nubes observadas desde el asiento trasero de un auto, la nuca de quien conduce, el perfil de quien la lleva de la mano, la espalda de una madre llorando a escondidas, la sombra de algún desconocido (que sabemos, no es cualquier desconocido)… Puntualmente, en The Quiet Girl hay una escena en la que Cáit mira (y nosotros miramos) el aro que pende de la oreja de una mujer que se ha subido al auto conducido por su padre. Esa mujer que, entenderemos, es la amante de su padre, mira medio de reojo a la niña que viaja en el asiento trasero pero nunca la saluda. Cáit observa su perfil, lo contempla y se detiene en ese aro. Es naranja, pequeño y se balancea con el traqueteo del coche. Esa imagen dura pocos segundos, pero permanece: ahí está la niña registrando algún dolor, entendiendo esa conversación entre dos adultos que la creen invisible, inexistente o hasta incapaz de entender. Ahí está la infancia, en el tiempo silencioso y breve de un plano que la multiplica al infinito. Esta película trabaja constantemente con eso. No solo porque está contada y filmada desde la perspectiva de la niña, sino porque además logra transmitir su mundo construyéndolo con detalles y planos que pasan como desapercibidos pero que, como la niñez, luego edifican algo gigante.
La historia, entonces, continúa y parece que a Cáit ya no saben cómo tratarla. Entonces llegan las vacaciones y deciden enviarla por ese tiempo a la casa de la prima de su madre, una mujer a quien la niña nunca ha visto y no conoce. Así llega Cáit a la finca en que vive Eibhlín con su marido Sean. La niña y su mirada al piso bajan del auto de su padre casi sin saber por qué razón están ahí o cuánto tiempo permanecerán en esa casa. En una escena anterior, su madre le ha explicado algo pero esa charla quedó en una sabia elipsis que nos deja a nosotros, como a la niña, sin entender demasiado. En medio de toda esa incertidumbre, su “amoroso” padre (quien ha llevado a Cáit hasta allí), se retira sin mediar palabra ni esbozar una despedida. La chica lo ve marcharse y atina a correr el auto… solo porque su bolso ha quedado en el baúl. Pero él ya se ha marchado y, la verdad, es que a ella tanto no le importa. Entonces, con el miedo (el nuestro y el de ella) siempre a flor de piel, la nena se entrega a lo que viene como quien no tiene nada que perder. Entonces Bairéad nos regala otra vez su mirada (la de Cáit) pero ya la vuelve completamente nuestra. El miedo, el aburrimiento, la angustia son de esta chica y, sin que nos demos cuenta, empiezan a ser nuestros… eso logra esta película, colonizar nuestra emoción desde la mirada atenta, sutil e insegura de una niña que no hace mucho más que eso: ser niña. Pero al final de este relato descubrimos que, todo ese tiempo, Cáit también ha sido infancia. Y eso es deslumbrante.
Porque The Quiet Girl va paseando entre nosotros de manera imperceptible. La miramos sin que nos vean, claro, y sin darnos cuenta de que esta película fue sigilosamente alterando algo en nosotros. Porque no es hasta el mismísimo plano final que descubrimos que este relato paseó entre nosotros casi desapercibido, como aquel fantasma invisible, como la infancia a los ojos de gran parte del mundo. Esta película pasa, de a ratos lenta, aburrida y monótona pero pasa y pisa. Y, en silencio (y en irish), se engrandece, nos va constituyendo y conquistando, hasta afectarnos por completo. Como el lenguaje y el tiempo. Como la infancia, con su susurro poético.
(Irlanda, 2022)
Guion, dirección: Colm Bairéad. Elenco: Carrie Crowley, Andrew Bennett, Catherine Clinch, Michael Patric. Producción: Cleona Ni Chrualaoí. Duración: 95 minutos.
1 comentario en “The Quiet Girl”
Josefina, tu crítica es tan maravillosa, que, con ella, vuelvo a ver el film, a sentirlo, a lograr que se adentre en mis huesos, tal la película y tu increíble y bellamente escrita esta crítica. Gracias. Siempre un placer leerte. Abrazo. Mona