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DOSSIER

Tomatazos al canon: un comentario sobre el elogio automático

Parece ser que todo nace en Truffaut. Aunque el cine vio la luz más de medio siglo antes de que Truffaut comenzara a escribir en los primeros años de la década del cincuenta con apenas poco más de veinte años de edad, ya desde joven el parisino comenzó a producir notas de ruptura y a utilizar la crítica de cine como espada. Su artículo definitivo en cuanto a toma de posición fue escrito en Cahiers du Cinéma, titulado “Una cierta tendencia del cine francés”. Ahí Truffaut señalaba lo dañinas que resultaban para el cine esas películas francesas que eran adaptaciones de grandes literatos, acartonadas, sin vida y escritas por “guionistas burgueses que hacen cine burgués para burgueses”.

Los top ten del año 2011 me han dejado pasmado. Muchos críticos deberían leer de nuevo este artículo de Truffaut. En realidad muchos críticos deberían leer crítica de cine o la historia de la crítica de cine. Porque hoy Ford y Hawks son paradigmas de la máquina de narrar cinética pero antes de la Nouvelle Vague eran considerados mediocres cineastas. Y había falsos ídolos que fueron derrumbados.

Hoy se cree en nombres y se cae en el peor error que el crítico puede tener: el elogio automático. Algunos se obnubilan con nombres “importantes” como Terrence Malick y parece que el espíritu crítico se detiene, se paraliza, se ciega. Sí, Malick es un gran cineasta que hizo grandes películas, obras maestras. Un obsesivo del cine que solo filmaba media hora a la tarde y media hora a la mañana porque en esos horarios conseguía la única luz que le servía para regar el lente. Ahora, con filmar en la hora mágica no alcanza; el cine tiene que tener una estructura, una historicidad, se tiene que sostener en algo. El árbol de la vida es una película absolutamente fallida. Toma lo peor de 2001: Odisea del espacio, quizás el Kubrick mas solemne de su filmografía, pero deja afuera lo mejor. Solo queda el cálculo, la frialdad y la fealdad. Debemos ser enemigos de este cine calculado, pretencioso y solemne.  Sí, claro, Emmanuel Lubezki es un genio y cada plano en exteriores es una maravilla y uno aprecia la belleza ante cada lens flare que pega en el lente. Pero la fealdad aparece ante la incomprensible cámara al hombro en interiores, ante la ausencia de secuencias (alguien también podrá acusar a La delgada línea roja de calculada y solemne, pero en ella encontrábamos perfectas secuencias que descansaban en el cine de género bélico) y ante el exceso desorbitado de discurso de Malick a través de esa voz en off pomposa que hace reflexiones “importantes” sobre el mundo. Sí, en El árbol de la vida el academicismo esta fuera de control. Malick y su reclusión del mundo le juegan una mala pasada y su ataque de megalomanía le abre una herida irreparable que será motivo de escarnio eterno. La pretensión es tal que, entre otras cosas, hay piedad entre dinosaurios y una playa con una puerta (el monolito de 2001 era mas simpático como ícono) donde todos caminan en una reflexión religiosa digna de Catequesis 1, esa que se cursa en jardín de infantes.

Si el cine fuera un plano sin sangre que se dibuja en una pantalla estaríamos perdidos. Truffaut dijo sobre La comezón del séptimo año de Billy Wilder: “En la película, el centro de interés se desplaza hacia Marilyn Monroe, por la excelente razón de que cuando ella está en la pantalla no hay otra parte donde mirar excepto a su cuerpo, de la cabeza a los pies, con mil paradas a lo largo del camino. Su cuerpo nos endereza en las butacas y nos hace mirar la pantalla como un imán que atrae un pedazo de metal. En la pantalla no hay oportunidad de reflexionar. Caderas, nuca, rodillas, oídos, codos, labios, palmas y perfiles, se imponen sobre tracking shots, enfoques, panoramas sostenidos y fundidos”. Para Truffaut, Marilyn Monroe era el cine hecho carne de pura pasión cinética, la verdad revelada como máquina cinematográfica. A El árbol de la vida le falta esa pulsión cárnica y le sobra cálculo, es cine molido en una planilla de Excel.

Volviendo al concepto de elogio automático, ya casi ningún crítico discute a Aronofsky. Con el devenir de su carrera se convirtió en un director que marca agenda, que está en (casi) todos los top ten, que conforma parte del nuevo canon. Durante el año ya comenté suficiente sobre El cisne negro, una película molesta, repetitiva y agotadora. Lo inquietante es que se alabe El cisne negro con todos sus psicologismos y su tendencia a repetir en palabras lo que ya estamos viendo en imágenes, y que casi nadie mencione en sus top ten a un film como Imparable de Tony Scott, quizás la pequeña enorme película del año con noventa implacables minutos de acción y distintas capas de lectura entre líneas sobre la realidad social americana. Claro, seguramente los defensores de películas como la de Aronofsky creen ver en Scott un director grasa sin la sofisticación y la “intelectualidad” que los mismos pretenden encontrar en el cine del director de La fuente de la vida.

Último capítulo del affaire de la crítica con el elogio automático: parece que todo lo que hace Woody Allen en Europa es maravilloso. El círculo cierra a la perfección, desde las loas ante la operística inglesa de Match Point hasta la más inofensiva pero pavada remanida al fin que es Medianoche en Paris. Si en Match Point Allen aplicaba una bomba manierista a su propio clasicismo neoyorkino haciendo una relectura en clave barroca de Crímenes y pecados, suprimiendo el buen jazz en pro de la mala opera, en otras películas de la gira como Vicky Cristina Barcelona o Medianoche en Paris ejerce de guía turístico obvio y soso. En Barcelona nos muestra un lugar romántico con guitarristas flamencos que enamoran a las mujeres; en Paris elige comenzar por una secuencia obvia de fotografías fijas con los habituales lugares turísticos de la ciudad que hablan de la falta de inventiva de Allen en territorio desconocido. Su intento por jugar por las grandes personalidades de la historia de la cultura parisina para concluir que no todo tiempo pasado fue mejor es simpático, y Owen Wilson también es simpático, pero el experimento de ir dando saltos temporales en la historia de la ciudad es predecible y se vuelve agobiante. Lejos de esto está Que la cosa funcione, bocanada de aire fresco del viejo Woody de los últimos años (lo opuesto sería esa película inclasificable llamada Conocerás al hombre de tus sueños, de lo peor que Allen realizó en Europa) y filmada, claramente, en terreno conocido. La vuelta de Allen a New York fue para que Larry David haga de Woody Allen con el mismo cinismo y las mismas ganas de siempre de acostarse con una chica cuarenta años menor que él. Un Allen autentico, reconocible, seguro. “Run for cover”, diría Hitchcock. Queremos que Allen haga una despedida por New York con toda su locura de siempre, a puro jazz, a pura orquesta.

Para finalizar una vez más tengo el deber de elogiar (automáticamente) a Más allá de la vida de Clint Eastwood, y lamentar su ausencia en varios de los rankings de los críticos. Otro bello testamento fílmico, otro ejemplar de su continua revisión del clasicismo fordiano, allí donde muchos creyeron ver (erróneamente) una película sobre la vida después de la muerte. De hecho, lo único que importa es lo que sucede aquí y ahora; el tiempo que tenemos es corto. Deberíamos pensar dos veces antes de elogiar automáticamente El árbol de la vida, El cisne negro o cualquier película de Allen filmada en Europa.

© Carlos Federico Rey, 2019 | @CarlosFedeRey

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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