A Sala Llena

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Una con delay…

Una con delay…

Señoras y señores, llegó la
columna. Viene un poco averiada, un poco descangayada y otro poco atrasada. Qué
puedo decir… A veces la vida nos obliga a hacer algunas cosas que agotan el
tiempo, como por ejemplo: laburar. Y eso hace que nos atolondremos, que
entremos en desequilibrio, que perdamos el centro y, por supuesto, los primeros
que sufren son nuestros espacios amados. Lo urgente desplaza a lo importante y
entonces tenemos que capear circunstancias complicadas armados con una
zanahoria y sin brújula.   Yo no soy
precisamente una muchacha organizada. Enseguida se me llena el vaso de agua y
no pasan ni cinco minutos que ya tengo la cabeza adentro.  En fin… Semanas agitadas.

Pero empecemos nuestra
correspondencia, que es verdaderamente estimulante y vale la pena.

Hoy iba a hablarles acerca
de cómo escribir un libro es un acto prácticamente heroico. Iba a peroratear
alrededor del hecho de que el escritor vive y muere detrás de cada palabra. Que
se inmola. Iba a embestir y embestir con el asunto de la adaptación de obras
literarias al lenguaje cinematográfico y si eso es justo o lícito u honesto.
Iba a aburrirlos comentándoles que, a menudo, pienso en ese proceso como una
autopsia o, peor, una vivisección o un descuartizamiento. Que se sube la obra a
la camilla y se la despedaza para, después, unirla nuevamente y hacerla cobrar
vida en la pantalla.  ¡Iba a hacer una
comparación con Frankenstein y todo! E iba a pontificar con respecto a que el
cine es el vampiro de la literatura, y  a
cómo se sirve de ella no siempre de manera elegante para después, por supuesto,
meterme con Gatsby. Pero, la verdad,
no me da el ánimo, o no me da la voluntad o, por qué no decirlo, no me da el
piné.  Que otros se metan con eso. Yo, por
estos días, prefiero dedicarme a comer pochoclos y caramelos de leche.  Así que, en vez de hablarles de FitzGerald,
mejor me quedo en mi cubículo y les chismoteo acerca de The Hangover.

Ayer salimos con mi chuchi
en busca de aventuras. Primero comimos en Le Blé y, después, (salvajes e
incivilizados de nosotros) nos mandamos al cine sin saber horarios ni
funciones.  “¡Qué  demonios, la vida te
despeina”!
pensamos y nos pusimos a hacer la cola en el Multiplex de
Belgrano. Lo único para lo que llegábamos bien, era The Hangover. Así que, sin reflexionar demasiado, sacamos las
entradas y pagamos en efectivo como dos maleantes. Si alguno de los dos fumara,
tal vez hubiera encendido un cigarrillo. En cambio, optamos por tiramos a fondo
con una caja de confites Sugus.

La sala no estaba ni cerca
de estar repleta. Creo que si llegábamos a ocupar la mitad era mucho. Pero, por
suerte, el público asistente era risueño y dicharachero.  La audiencia ideal para ver una película como
esta y carcajearse exageradamente, en busca de reciprocidad y consenso.  Para mí que gusto de iniciar aplausos y
risotadas, era el plan perfecto. No iba a abandonar la sala sin haber
comenzado,  como mínimo, una ola.

Vimos un par de colillas y
comenzamos a echarnos confites al coleto. 
A los diez minutos éramos dos granadas de algarabía y azúcar. No
podíamos estar más a punto caramelo para ver esta película. Así que la
disfrutamos desde el arranque, sin culpas, sin miramientos y sin tomar
prisioneros.  

No exagero cuando digo que
la película se va al carajo de entrada, seteando el tono desde el minuto cero,
para que el espectador sepa con qué bueyes va a estar arando. El primer gag de
la historia es tan desopilante como horroroso y políticamente incorrecto, pero
hace una promesa y esa promesa es cumplida a lo largo de toda la historia.

Si, la manada ha vuelto. Y
esta vez van por todo y están más zarpados que nunca. Y eso está bien porque,
si lo pensamos un momento, ya no les quedaba más por hacer ni destruir. En esta
tercera parte muere gente y eso es exactamente lo que debe pasar. No podría haber
existido una tercera entrega de la franquicia que no fuera exactamente como
esta. Por lo menos, no si querían seguir manteniendo la contundencia de la
historia.

Supongo que, por estos días,
las chicas del mundo desesperan por ver a Bradley Cooper y su quincho de cinco
estrellas. Y las entiendo. Nadie viste mejor un traje que este tipo. ¡Por Dios!
Solo por caminar de saco y corbata tiene bien ganado su exorbitante cachet.  Como verán, el nicho interesado en la cinta,
no se limita a muchachos borrachines, de fácil babeada y sueños de
parranda.  El asunto ha crecido de la
mano de la nueva estrellita y le ha abierto a la saga, todo un nuevo universo
de espectadoras hormonales y de risitas suspiradas. Un acierto. Un gran,
profundo y oneroso acierto, pero no el único. La gran construcción de
personajes desde el guion, es otro y es el más importante de todos. De hecho,
me atrevo a decir, que es allí donde reside todo el quid de la cuestión. No hay
un solo personaje que esté de más o de menos en la manada. Es casi como una
lección de fórmula hollywoodense. Para los puristas eso puede llegar hacer un
verdadero grano en el orto. Pero, para el que va con la corriente, de verdad es
una muy grande oportunidad de aprender cómo carajo se hace cine (o por lo menos
cierto cine).  En esta saga, la fórmula
se exprime hasta lo indecible y con absoluta conciencia y rigor. La resultante:
una gran película en su género y, seguramente, un gran éxito de taquilla.

El film es un tren de
frente. Desde que arranca no deja de subir la velocidad y, a cada paso, va
redoblando la apuesta por lo que, como era de esperar, no deja títere con
cabeza.  Por lo que pude recabar en la
salida, nadie salió insatisfecho. Todas las expectativas fueron saciadas e,
inclusive, con una escena adicional a la mitad de los créditos, abrieron una
puertita más todavía. Aunque, a decir verdad, sería bueno que se dejaran ya de
jorobar. Creo que esta tercera entrega de la saga es más que suficiente.

Si me preguntan si
recomiendo la película, la respuesta es sí. Sobre todo si vienen de una semana
reventativa.  Es cine “shampoo” del más
puro y no deja con las  ganas de
absolutamente nada.  Ahora bien: si son
de paladar negro manténganse alejados, bien, bien alejados. No vaya a ser que
esta cinta pochoclera les parta esos dientes enormes y sensibles que tienen a
la mitad y de costado. Esta recomendación es estrictamente para los
“todoterreno”.  Porque una vez que la
viste, el daño ya está hecho y es FOR EVER.

Amigos queridos: les pido
disculpas por este “delay” de unos días y, como siempre, les agradezco con todo
mi corazón que estén allí, haciendo el aguante.

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