Hemos definido al género como un estado de transparencia, es decir el modo en que se comunica el punto de partida diegético de una ficción cinematográfica. Se trata de una composición de lugar para situarse en un campo imaginario donde ciertas reglas deben exhibirse aunque no necesariamente cumplirse.
El thriller es el género cinematográfico por excelencia. Permite la peripecia intrincada, los personajes oblicuos con nociones propias de ética y de vida. Puede internarse en lo social y político pero sin la estridencia del apuro panfletario. Organiza su representación en la medida en que presenta a los caracteres principales y luego laterales. Como todo thriller –policial fantástico, melodramático- tiene un enigma, y esto permite asentar la puesta en escena en base a una busca y objetivo que actúan como acicates de la propia iteración dramática.
En Muerte en Buenos Aires, el cercano pasado de los años ochenta del siglo anterior se nos muestra como algo más lejano por su efemeridad que el siglo diecinueve. Aquí la historia estaba al acecho en todo pasillo del tiempo, pero en aquella década, y sobre todo en Buenos Aires, la historia no hacía más que confirmar la paradoja marxista en forma teratológica. Los ochenta fueron los sesenta tras una interrupción antihistórica sangrienta. Luego de ella vino una suerte de continuidad exacerbada de esa década anterior. Un elemento hondante de la misma fue lo que se conoce como “salida del placard”; es decir la realización efectiva de la homosexualidad que tuvo como correlato no solo un cambio en las mores eróticas sino en el consumo anejo a las mismas.
En medio de ese arrebato de carnavalismo erótico y de eros rampante fogoneado por el consumo de drogas que cortaban puentes y arrojaban lastre de las anteriores navegaciones en el sexo doméstico, no solo quedaron con un palmo de narices morales, sino fuera del circuito de representación, seres hasta entonces anclados en lo biológico familiar como en la ley repetida del permitido/prohibido.
Chávez y Gómez no son solo similares gráfica y métricamente, sino que ambos son policías, y ambos son o deberían ser, en otra historia, el padre riguroso y el neófito a ser iniciado. Pero un caso, precisamente la muerte de un homosexual de la primera cepa -la exquisita aristocrática-, lleva a sumirlos en un periplo donde conocen la segunda homosexualidad, a la que llamaremos “industrial”. Donde según las leyes de circulación del capitalismo tardío, se trata de ubicar al hedonismo antes recoleto y exquisito y de élite en la cadena de productos estandarizados para nuevos ricos del sexo. Finalmente hay un resto, un plus, que es la del amor que no sólo “no osa decir su nombre”, sino que apenas sabe de ese nombre. Uno que no puede reflejarse en el comercio epiceno pero tampoco en la exquisitez del erotismo esotérico.
Un film como Muerte en Buenos Aires propone el plot clásico del “procedural” para irlo dejando de costado hacia una intriga más privada. Así la propia y ya canónica denuncia de la inepcia o corrupción de la institución policial, se toma como algo dado y que no necesita del tono de quejumbre moral sino que incluso puede allanar la existencia ficticia de otras actitudes dentro del organismo. Decir que todos son malos en una institución es sacarse de encima el problema y llevarlo a un campo de utopía que limita con el limbo expresivo.
Por ello mismo esta ópera prima de Natalia Meta logra lo que pocos films recientes producidos entre nosotros: que el thriller se ajuste a las reglas para saber prescindir de ellas. Como en un acto de magia blanca la directora muestra las cartas, las hace deslizar sobre la mesa y luego desaparecen para volverse otra cosa. Si algunas -muy pocas- desprolijidades se deben a repetir el costumbrismo de cierto cine que este mismo film archiva (como aquí “la fiesta de bodas”), otras escenas, como la suelta de caballos por la Diagonal Sur bajo una espectral luz nocturna, o la propia y extraordinaria secuencia final, muestran un estilo muy personal y del que pueden esperarse grandes resultados. Ya los de éste, su primer film, son más que notables.
En resumen, esto es cine: contar una primera historia transparente para reflejarse en una segunda y más arcana donde el espectador inteligente debe seguir su tarea como los simétricos y dobles protagonistas de este film tan lúcidamente desolador. Tanto, que no arremete con la tristeza sino que cauteriza su desolación con una suave melancolía.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.