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DOSSIER

Videodrome, 30 años después.

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Hace unas semanas David Cronenberg descargó toda su furia contra Christopher Nolan y su saga de Batman: “No creo que estén haciendo películas de un alto nivel artístico. Pienso que sigue siendo el mismo Batman corriendo con su estúpida capa. No creo que eso sea elevado. (…) Una película de superhéroes, por definición, es para chicos y adolescentes. La gente que dice que El Caballero de la Noche Asciende es una obra suprema, cine de arte, no sabe de que carajo está hablando”. Más allá de que Cronenberg tenga razón con respecto a algunas cuestiones (en la opinión de quien escribe estas líneas, todo aquel que piense que la última de Batman es cine supremo, efectivamente, no sabe de qué carajo está hablando), su crítica resulta desafortunada. En primer lugar, por la utilización de términos vagos como “cine de arte”. En segundo lugar, porque sí es posible realizar grandes películas de superhéroes, Tim Burton lo demostró. En tercer lugar, porque pegarle a Nolan está de moda. La auténtica lucidez cronenbergiana para contrarrestar las pavadas del taquillero inglés, acaso inhallable en la citada declaración, aparece en joyas como Videodrome, estrenada hace tres décadas.

En la pesadilla mediática de Cronenberg se advierten referencias a las fobias relacionadas con el consumo capitalista, tan características de los años cincuenta, pero sobre todo se evocan las teorías contemporáneas acerca de los medios masivos y sus monstruosos efectos psíquicos y físicos en los cuerpos orgánicos, las conspiraciones relacionadas con las nuevas tecnologías de la era postindustrial y, en última instancia, los interrogantes que éstas plantean acerca de la realidad misma, una realidad que se convierte en imagen de televisión y viceversa.

Max Renn (James Woods) es el gerente de un canal de televisión sensacionalista de Toronto. Disconforme con la programación (que principalmente consiste en pornografía soft), Max siempre busca algo más fuerte, que atraiga nuevas audiencias. Un día logra captar la transmisión pirata de un extraño show llamado Videodrome, que muestra la tortura y el eventual asesinato de víctimas anónimas sobre un bizarro fondo anaranjado. El nuevo producto obsesiona al protagonista, quien más tarde descubre en aquel una señal subliminal que produce grotescas alucinaciones y, por último, un mortífero tumor en el cerebro. Detrás de Videodrome se esconde una conspiración derechista contra la degeneración de los valores morales en Estados Unidos causada por la televisión y la pornografía. Sin embargo, todo se complica cuando Max descubre una contraconspiración basada en la metamorfosis a una “nueva carne” a través del rayo catódico. Desde este momento, al ser víctima de una constante manipulación por parte de ambos bandos, nuestro héroe se embarca en una compleja serie de mutaciones, alucinaciones y asesinatos que desembocará en su suicidio y su transformación prototelevisiva final.

En su libro La estética geopolítica, Fredric Jameson considera esta película un excepcional texto conspiratorio: “aunque emita o implique cualquier otro mensaje, [el texto conspiratorio] puede tomarse también como constitutivo de un esfuerzo consciente y colectivo por descifrar el lugar en que estamos y los paisajes y formas a los que nos enfrentamos en un final de siglo XX cuyas abominaciones se intensifican debido a su ocultación y a su impersonalidad burocrática”. Este desconcertante pensamiento alegórico de Jameson, que relaciona lo individual periférico con lo colectivo sin rostro y es ajeno a toda concepción moderna, define su teoría de la postmodernidad. Solo después de aceptar nuestra incapacidad de comprender situaciones y personajes lograremos, precisamente, vislumbrar la verdad profunda del sistema mundial.

Otra característica estrictamente postmoderna es la desaparición de la división entre el arte elevado y la cultura de masas, que implica la mezcla indiferenciada de los grandes temas intelectuales con los pormenores de la vida cotidiana en el capitalismo tardío. El personaje del profesor O’Blibion, (Jack Creley), creador de Videodrome que sólo existe como imagen televisada, es un claro exponente de esos temas, al manifestar que “la pantalla de televisión es la retina del ojo de la mente y, por lo tanto, forma parte de la estructura física del cerebro”. En la película de Cronenberg las satirizadas referencias a las teorías mcluhanianas sobre los cambios físicos y las mutaciones perceptivas que supone la prolongada exposición al nuevo medio aparecen asociadas a la estética chatarra del porno y del cine de terror clase B.

En su artículo Cronenberg, cineasta posmoderno, Serge Grünberg sugiere que la técnica realista de la imagen baziniana, presente a través de algunos rasgos temáticos -Max descubre Videodrome en su búsqueda de un porno verdaderamente “duro”, una imagen documental carente de trucos, con sufrimientos y muertos verdaderamente registrados, que atraiga a un público saturado de ficciones blandas-, es contrarrestada por la estrategia del director: “en una profusión de imágenes cuya procedencia nunca está definida, y cuya veracidad o fiabilidad son así altamente sospechosas, (…) el espectador no dispone de marcas o de índices suficientes para clasificar la imagen ‘realista-naturalista’ (aquella que se cree registra la acción en el modo en que tuvo lugar) y diferenciarla de la imagen onírica, alucinatoria o fantasmagórica”.

Si en un principio Max buscaba material cada vez más audaz y extremo para atraer audiencia, ahora él mismo pasa a formar parte de la audiencia de Videodrome, y lo que descubre en relación con la muerte televisada sobrepasa toda creencia moderna en la imagen. La ranura húmeda con forma de vagina que se abre bajo su esternón y en la cual se introducen videocasetes no es más que el comienzo de una transformación biológica, una mutación irreversible, la llegada del “new flesh“. Impulsada por sus fantasías morbosas de tortura y muerte, la sensual Nicki (Deborah Harry), amante de Max, pasa a habitar exclusivamente la pantalla de TV y a corporizarse en ella, pasa a ser dispositivo e imagen independientemente del espacio físico que constituía el objeto del realismo. En este paisaje de objetos mediáticos dotados por sí mismos de una vida y una anatomía delirantes, la realidad ya no es registrada sino que se confunde con el medio y es absorbida por éste, ubicándose en el mismo nivel que la alucinación.

Es así como, ante la confusión de Max en el final de la película “No sé dónde estoy ahora, tengo problemas para encontrar mi camino”, Nicki le responde: “Eso es porque has ido tan lejos como podías llegar tal y como están las cosas”. Esta imposibilidad de asimilar el presente conspiratorio hace que Max lleve hasta las últimas consecuencias el postulado del profesor O’Blibion: “la televisión es la realidad, la realidad es menos que la televisión”. Luego de observar su suicidio en la pantalla del televisor -lo que podría considerarse como un caso insólito de snuff por anticipación del medio- Max imita esa acción, seguramente la última que desarrolle en la realidad tal como la conocía hasta entonces, para provocar su renacimiento en el nivel superior de la nueva carne.

En cuanto a su naturaleza de crítica social, Videodrome exhibe todo aquello de lo que carecen las risibles denuncias anticapitalistas de películas como El Caballero de la Noche. Cronenberg podría haber hecho del snuff su tema fundamental, en el marco de una crítica hacia el entretenimiento de masas y su torrente de imágenes intolerables, absorbidas por el cerebro reblandecido e insensibilizado de millones de espectadores a lo largo y a lo ancho del planeta. Pero tal premisa habría resultado demasiado simplista. En lugar de eso, el canadiense optó por atribuirle a dicha leyenda urbana un mero carácter de Macguffin e ir más allá en su cuestionamiento de las imágenes abyectas y el rol de los media.

De acuerdo con lo expresado por el filósofo francés Jacques Ranciére en su libro El Espectador Emancipado, estas imágenes nunca se presentan solas, sino que nos son presentadas a través de un sistema de la información impuesto por un cierto dispositivo de lo sensible. El condicionamiento habilita un debate estéril sobre ellas, ya que ese dispositivo ha fomentado de antemano su aceptación y su rechazo simultáneos. La contradicción es solo superficial, en todos los casos actúa un mismo sentido de realidad, un mismo sentido común dominante en cuanto a la percepción y la significación de las formas y las palabras. El arte verdaderamente político es aquel que logra proponer un trastorno, un juego distinto con respecto a los modos de representación imperantes. En definitiva, el problema no es oponer la realidad a sus apariencias (como pretende la crítica social más frecuente), sino construir otras realidades, otras formas de sentido común, otros dispositivos espaciotemporales de lo sensible, configuraciones inéditas de lo visible, lo decible y lo pensable, y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible.

¿Adscribe completamente Videodrome a la perspectiva de Ranciére, mucho más optimista, por cierto, que la de Jameson? No del todo. Cronenberg, recordemos, es un posmoderno. Puede que sea imposible hallar la emancipación espectatorial en la multiplicidad de realidades que plantea, todas ellas construcciones de poder. En cualquier caso, es esa proliferación de diversas configuraciones de lo sensible la que podría constituir la eficacia de su película como crítica social. No es poca cosa. Los estudios Universal, que en esos años de conservadurismo reaganiano todavía apostaban a proyectos audaces de bajísimo atractivo comercial, planean ahora una remake. Con toda seguridad, el producto final se ubicará más cerca de Nolan que del primer y entrañable Cronenberg.

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