Curiosas son las formas en las que nos apropiamos de los recuerdos de un festival, sobre todo si es de teatro. Librado del registro audiovisual, el ejercicio de asistir a un evento de tal magnitud es siempre personalísimo: imposible ver todo, es necesario seleccionar. Y, a diferencia de un festival de cine, en donde sabemos que la potencialidad de ver la película en DVD o en un eventual estreno es grande, aquí el hecho teatral refuerza la pertenencia entre quien observa y la obra observada. Nos vamos y quedan postales, recuerdos, zonas efímeras que pasan a nuestra galería memorística como un tesoro.
En las últimas jornadas seleccioné cuatro espectáculos que ya forman parten de ese escenario personal y que, liberados de toda estructura mental, ahora puedo relacionar entre sí. En primer lugar, fui a la Estación Mapocho a formar parte de ese tremendo entusiasmo que logró en Santiago la presencia del mítico Théâtre du Soleil, con la dirección de la no menos mítica Ariane Mnouchkine. Tal como me ocurrió en Buenos Aires cuando en la sexta edición del FIBA asistí a Les Ephémères, aquí sentí que más allá de los procedimientos principales del grupo (gran cantidad de actores, suntuosidad escénica, actuaciones lúdicas, narrativa exuberante), éste posee una consciencia contemporánea fenomenal plasmada en su rigurosa y juguetona puesta en escena. Hay grupos que carecen de toda mirada contemporánea. Este –insisto- no es el caso.
Los náufragos de la loca esperanza tiene como epicentro a Jean LaPalette, el dueño de un restaurant que a la vez es un pionero del cine y quiere filmar una película socialista. Junto a sus empleados, rueda en las postrimerías de la I Guerra Mundial una película llena de intereses contrapuestos, que lleva a sus personajes (los náufragos del título) al Sur Latinoamericano. Las tramas (la de la película y la de quienes filman) se complejizan aún más a medida que el comienzo de la guerra deviene inminente. El film, al mismo tiempo, está basado en un relato incompleto de Julio Verne que narra el proyecto utópico para fundar una nueva sociedad en la isla de Hostes.
En la obra se mezcla el discurso histórico con la fragilidad de la memoria, evocada en la propia biografía de la directora (su padre estuvo relacionado al mundo del cine), el texto incompleto de Verne, y el material histórico relacionado con la Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el relato histórico está puesto en suspenso permanentemente, ya sea por el accionar bélico (en el momento culmine, uno de los integrantes del equipo muere), el armado de las escenas, los descansos, etc. Es decir: la vida y la técnica. En ese sentido, el espectador se fascina por el film que filman, necesita saber si será completado o no, si el equipo podrá sortear cada obstáculo. Y esa búsqueda por el sentido artístico termina siendo una búsqueda por el sentido de la Historia, en donde ingresan la utopía pero también el mercado mundial creciente e inescrupuloso, y el sometimiento a los mapuches.
Si Los náufragos de la loca esperanza me generó imágenes potentes que funden discurso histórico y calidad artística, lo opuesto me pasó con la obra Extranjero, el último hain, de la compañía local La Patogallina. Antes que nada, debo decir que se trata de una obra no carente de méritos. Al formidable despliegue de vestuario y escenografía, hay que agregarle la música en vivo y un tipo de actuación que rinde homenaje a los modelos estereotipados del teatro de comienzos de siglo XX y las corrientes francesas pre-stanislavskianas, más cercanas a la pantomima y a lo gestual que a la búsqueda de una psicología. A diferencia de lo que describí en torno a la obra del grupo francés, aquí el sentido histórico se diluye drásticamente. La obra es demasiado pedagógica. Cuenta el real sometimiento de un indígena kloketen, nativo de Chile, es secuestrado y llevado a Francia para ser exhibido como una rareza, un nexo entre el animal y el monstruo. La obra ilustra cada una de las vejaciones a las que es sometido. Sin superar su valor testimonial e ilustrativo, lo que ocurre con esta pieza es que termina siendo un relato demasiado obvio, dejando su centro, la fascinante y en cierto modo desconocida filosofía kloketen, a la deriva. Lo peor de occidente es denunciando con la propia voz occidental.
Cambiando de cartografía teatral, fue una grata sorpresa ver la obra El tiempo todo entero interpretada por su autora y directora, Romina Paula. Ya había visto la obra en Buenos Aires, con Pilar Gamboa en el rol de Antonia. Gamboa está en gira con la obra de El pasado es un animal grotesco, lo cual produjo que Paula asumiera este papel. Para quienes no la han visto, esta pieza está libremente inspirada en El zoo de cristal de Tennessee Williams. Quedan en esta versión ecos de resonancia muy lejanos, con los que el estupendo texto dialoga. Un ambiente endogámico en donde el silencio es central, a la manera de Chejov, tal como Paula ya exploró en su anterior obra: Algo de ruido hace. El público entró en sintonía con el sutil humor que El tiempo todo entero propone, que poco a poco deriva hacia melancolía y desazón.
Y si de lazos familiares se trata, fue igualmente muy bien recibida el Hamlet que el boliviano Diego Aramburo presentó: Hamlet de los Andes. Junto a Edipo Rey, de Sófocles, la obra de Shakespeare es una de las tragedias familiares más representadas. Un clásico que, desde mi humilde perspectiva, ha dado lugar a los peores tropiezos y a los mejores intentos de llevar un texto clásico a nuestros días. Difícil llegar a un punto medio cuando la tarea es tan compleja. Todavía guardo recuerdos gratos de la puesta de Hamlet que vimos en el último FIBA, a cargo de Thomas Ostermeier. Lejos de esa magnificencia teatral, Hamlet de los Andes se focaliza en la relación entre el lenguaje y la obra, a la que Aramburo dinamiza acortándola, poniéndola al servicio de una puesta en escena minimalista, concisa, que subraya cada gesto, aportándole al mismo tiempo un matiz local sin caer en el camino fácil de la alegoría simplificadora. Este Hamlet está interpretado por cuatro actores, muchísimos menos de lo que la obra original exige, en una elección formal que también adoptó el alemán Ostermeier. Aquí hay fuertes lazos de relocalización, como por ejemplo la escena de los cómicos, devenida en disputa de cholas. Aprecié una adaptación que respeta los núcleos trágicos del original y hace del material primigenio un espacio para pensar la identidad nacional sin apelar a lo meramente ilustrativo.
Y así me fui de Santiago: conmovido por un festival que en 19 años se ha ganado su merecido lugar como uno de los grandes eventos teatrales de América Latina. Con apenas seis puestas vistas (sin contar las argentinas que vi en Buenos Aires) me queda la sensación de que Santiago a Mil da un justo panorama del teatro contemporáneo, revisitando clásicos, invitando compañías míticas y otras más nuevas, promoviendo el encuentro entre el ayer y el hoy en tres semanas de puro fervor escénico.