(Estados Unidos, 2015)
Dirección: Kevin Greutert. Guión: Lucas Sussman y L.D. Goffigan. Elenco: Isla Fisher, Anson Mount, Gillian Jacobs, Joanna Cassidy, Eva Longoria, Jim Parsons, Michael Villar, Bryce Johnson, John de Lancie, Annie Tedesco. Producción: Jason Blum y Matthew Kaplan. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 82 minutos.
Las ondulaciones en el tiempo.
Para juzgar una película como Yo vi al Diablo (Visions, 2015) no podemos pasar por alto el hecho de que gran parte de los exponentes más interesantes de terror que pululan en el mercado internacional no se estrenan en Argentina o con suerte se editan en formatos para el consumo hogareño vía Blu Ray/ DVD o streaming, lo que en el fondo implica que caen en el terreno de un bajo perfil que no suele hacerles justicia (hablamos de films con un largo recorrido en festivales especializados o que vienen siendo objeto de comentarios elogiosos por parte de las huestes de fanáticos del género). En contraposición, películas impersonales una y otra vez llegan a las salas tradicionales sin mayor explicación que la del usufructo fácil a través del público adolescente, un esquema que genera “pan para hoy y hambre para mañana” porque el consumidor inexperto actual se transformará en un cínico.
En relación a lo anterior, a decir verdad la propuesta en cuestión tiene un pie en cada orilla ya que por un lado se despega sutilmente de las convenciones del horror contemporáneo sin ser una obra de ruptura ni mucho menos (los giros del relato son leves pero alcanzan para dislocar la monotonía del rubro) y por otro lado el film respeta los preceptos de la clase B con un destino manifiesto orientado a las plataformas de “video on demand” (de hecho, así llegó al público en Estados Unidos, aun antes de la edición hogareña). La realización incluye ecos de Inside (À l’intérieur, 2007) y su eficacia se debe en primer término al director Kevin Greutert, un profesional muy prolijo -conocido por haber sido el responsable de los eslabones finales de la saga de El Juego del Miedo (Saw)- que aquí repite todos los aciertos en la puesta en escena de su opus previo, la también cumplidora Jessabelle (2014).
No cabe la menor duda de que Isla Fisher, la protagonista de Yo vi al Diablo, es una suerte de reemplazo dramático de la Sarah Snook de Jessabelle, debido a que ambas elevan el nivel actoral prototípico del género y logran construir personajes verosímiles que bien podrían haber caído en el cliché más intrascendente. Hoy Fisher compone a Eveleigh Maddox, una mujer embarazada que viene de sobrevivir a un accidente automovilístico y que se muda junto a su esposo David (Anson Mount) a un valle de California para reabrir un viñedo, un viejo sueño del señor. Por supuesto que casi de inmediato cosas insólitas comienzan a suceder a su alrededor y amplifican sus traumas: en el medio de una fiesta una distribuidora de vinos entra “en trance” en el dormitorio de su casa, los vecinos parecen dedicarse a actividades un tanto ilegales y hasta un extraño con capucha merodea su hogar.
Lo que parece otra típica historia de fantasmas en pena, posesiones y/ o casa embrujada de a poco va extendiendo su rango de influencia a fuerza de multiplicar los eventos y apuntalar el suspenso bajo una inteligente dosificación de la información, siempre manteniendo el punto de vista sensato de Eveleigh. Otro elemento atractivo es el elenco de secundarios, con actuaciones ajustadas de la veterana Joanna Cassidy y de varias caras conocidas de la televisión como Jim Parsons (The Big Bang Theory), Gillian Jacobs (Community) y Eva Longoria (Desperate Housewives). Desde ya que la buena ejecución narrativa de Greutert no alcanzaría su objetivo si no fuera por una vuelta de tuerca final acorde con el desarrollo, y es allí donde el guión de Lucas Sussman y L.D. Goffigan consigue cerrar un relato ameno sobre el dolor vagabundo y todas esas ondulaciones en el tiempo que dejan las tragedias…
Por Emiliano Fernández
Hay que vender…
“Estamos en esto por la guita”, dijo hace poco Morgan Freeman en una entrevista que le hicieron por uno de los tanques pedorros en los que generalmente actúa. Así las cosas, podemos afirmar que la vieja dicotomía entre cine arte y cine industrial existe y sigue sin resolverse. Uno quiere pensar que son cuentos de viejos vinagres, que todo cine es arte (o ninguno lo es), pero los responsables reflotan aquellas categorías y volvemos a una vieja grieta del cine. Que no es Hollywood versus Europa y periferia, sino películas hechas sólo para vender -sean de donde sean, a una gran parte del cine mainstream estadounidense le podemos sumar el actual cine clase B todavía no fetichizado y a cierto cine de protoindustrias como la nuestra (Szifrón es un ejemplo)- versus un cine realmente independiente; una independencia no dada por el presupuesto o la pertenencia o no a un determinado sistema de producción sino por la libertad de creación de sus responsables.
En concordancia con la “tesis Freeman”, los distribuidores locales quisieron sumar a Visions a la ola exploit de horror satánico que pulula desde hace unos años y que viene pagando las cuentas. Para ello la venden como Yo vi al Diablo, título que nada tiene que ver con este thriller en el que no hay exorcismos ni un guapo Belcebú, y que por suerte está un poquito por encima de la media de estos estrenos pensados originalmente para uso doméstico. Claro que Visions está más cerca de lo genérico que del género, y por supuesto que todas las películas quieren cortar la mayor cantidad de tickets posibles, a eso no va nuestro (¿largo?) prólogo, sino que apunta a las decisiones cuasi simpáticas de nuestros distribuidores y a una idea (tal vez ingenua) de la ligadura entre la genuinidad artística y la profundidad de una obra.
Los Maddox, luego de una experiencia traumática, deciden irse a vivir y trabajar a un viñedo. Eveleigh fue responsable de un accidente automovilístico y desde entonces sufre las visiones del título original. Durante los primeros actos, el realizador Kevin Greutert va trabajando el suspense lentamente (por desgracia la construcción contrasta con una estética chapucera de telefilm), generando la calma que antecede al potente despelote del último acto. Visions vale, sobre todo, por unos últimos veinte minutos violentos y anfetosos que consiguen un buen punto de equilibrio entre la racionalización de una trama que se suponía completamente fantástica (esa ridícula pretensión de un cine “adulto” al que le urge explicar los sucesos sobrenaturales) y el hermoso misterio de lo inexplicable.
Por Ernesto Gerez