(Suiza, Francia, 2018)
Guión, dirección y edición: Jean-Luc Godard. Producción: Fabrice Aragno, Mitra Farahani. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 84 minutos.
Godard pertenece al selecto grupo de directores de los que parece haberse dicho y escrito todo: cada nueva película llega a nosotros blindada por un montón de argumentos escuchados una y mil veces. Es muy difícil, sino imposible, encontrarse con una idea nueva sobre su cine, con algo no dicho. Por lo general, las películas de Godard van a parar a ese campo de batalla trazado desde hace décadas por seguidores y detractores: cada estreno suele activar casi automáticamente las posiciones más duras de uno y otro bando. Tampoco es cuestión de adoptar una postura relativista ni de intentar ponerse por encima de esa discusión, pero no estaría mal que Godard fuera corrido de esas coordenadas un poco binarias y sin grises. El espacio que media entre las caricaturas de genio último del siglo pasado y del presente y de prestidigitador que repite siempre los mismos trucos sugiere la existencia de una obra personalísima que fue moviéndose a la par de la Historia del cine buscando un lugar estético y político acorde a su época (a sus épocas), reinventándose a sí misma de manera radical varias veces; para bien o para mal, pocos directores tienen una filmografía semejante para mostrar.
El libro de imagen, que pudo verse el lunes 10 de septiembre en la apertura de la nueva edición del FIDBA, sigue la estela de los últimos documentales-ensayos del director. Como en Film socialisme y, sobre todo, en Adiós al lenguaje, de lo que se habla es del intento de pensar ya no a partir de ellas, sino de pensar en imágenes, proyecto nada original, seguro, pero que Godard viene sosteniendo desde hace más de una década con un empeño singular. Los temas de Godard vuelven una vez más, aunque esta vez no haya actores ni restos de algún relato perdido que le sirvan de soporte: es con filmaciones intervenidas, con los fragmentos de películas, con found footage, que la película dice cosas del mundo. Cosas que, por otra parte, con diferentes énfasis y matices, Godard viene diciendo más o menos desde Sin aliento: que Occidente es un conjunto ruinoso devorado por sus contradicciones, que la desigualdad es una condición del capitalismo (y no su consecuencia indeseada), que la rebelión pone en marcha una gestualidad inmemorial a través de la cual los desclasados se realizan, que hay que desconfiar de la palabra y de otros inventos del hombre, que se puede construir una especie de filosofía a partir de fragmentos dispersos de la literatura y del cine. En este sentido, Godard encarnó como pocos la figura del autor elaborada por él mismo y por sus compañeros de Cahiers du Cinéma: para los redactores de la revista, el auteur se diferenciaba del artesano por el hecho de sostener una visión del mundo clara que debía expresarse en términos estilísticos. La fascinación del autorismo como perspectiva conducía a buscar las insistencias ideológicas más allá de los cambios estéticos: por ejemplo, el conjunto de creencias de John Ford podía rastrearse en sus westerns, pero también en películas menos personales como El delator o Las viñas de la ira. En el autorismo duro, entonces, las ideas permanecen más o menos iguales a sí mismas; lo que cambia, a lo sumo, son las formas: los géneros, los relatos, los procedimientos. En el cine de Godard también.
Adiós al lenguaje, su película anterior, proponía un anclaje en la materialidad del mundo que en El libro de imagen parece disiparse. Acá no hay nada parecido al perro que paseaba por bosques y ríos y en el que el director parecía encontrar tanto un insumo fílmico como un elemento en el que depositar un resto de calidez. La nueva película funciona exclusivamente a base de imágenes que en muchos casos están intervenidas o son modificadas frente a los ojos del espectador, por ejemplo, cambiando el formato (de pantalla ancha a 4:3 o al revés). Estos recursos, que no son nuevos en Godard, se potencian y transforman la película en un objeto que no parece mantener lazos directos con el mundo, como si el director lograra que el cine, un arte del registro, haga metafísica. El barco y los pasajeros de Film socialisme, tangibles, nítidos, parecen haber sido filmados hace décadas.
Godard, siempre afecto a pensar con juegos de palabras, con argumentos contradictorios, con grandes máximas, en El libro de imagen parece más etéreo que nunca: abundan las afirmaciones severas sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre Occidente y Oriente, sobre Europa y el mundo árabe, al punto que pareciera que la película trata de dejarle servido a su público un montón de conceptos vacíos para que cada uno los complete con sus prejuicios como mejor le plazca. Máximas incomprobables ganan rápidamente la escena, como que en la cultura árabe todos son filósofos y que se piensa mejor porque se tiene más tiempo, porque la experiencia del tiempo es diferente de la de Europa. Esas frases no buscan tanto producir una imagen del mundo como invitar al espectador a que vea allí reflejada la suya. Godard, como cualquier gurú, también debe contentar mínimamente a sus fieles.
La generalidad va de la mano con el tono lúgubre de la película, que ya estaba muy presente en Adiós al lenguaje. El pesimismo sobre el estado del mundo, sumado a la voz un poco tétrica de Godard, dibujan un paisaje fúnebre que a veces suena un poco forzado: se sabe, de todos modos, que el desencanto queda mejor que otras actitudes, que el gesto de decretar la ruina tiende a ser visto con buenos ojos. En sintonía con el clima de derrota generalizado, El libro de imagen es una película sin gente, de una escala no antropológica: se pueden ver personas en los fragmentos filmados, a stars de Hollywood escenificando gestos en imágenes gastadas por el uso, pero se trata solo de eso, de registros del pasado que bien podrían pertenecer a otra civilización. Se tiene la impresión de que falta el cuerpo, algo que no ocurría en Adiós al lenguaje, con la pareja a la que el director filmaba en la casa de ella muchas veces desnudos, en posiciones imposibles y movimientos inéditos, como si tratara de reinventar la corporalidad, de descubrir gestualidades que nadie hubiera puesto en un plano antes. Es consecuencia, también se siente la falta de una dimensión importante de su cine, la de la cotidianidad, la de los actos banales que en sus películas solía funcionar como un elemento de contraste con las grandes ideas; algo que en un texto muy conocido sobre La chinoise Ranciére caracteriza como un programa godardiano dedicado al reaprendizaje de las cosas simples. La chinoise era un poco eso: el intento de llevar a las imágenes el ideario político y social del maoísmo alternando las grandes proclamas con los gestos cotidianos, casi automáticos, como el del militante expulsado de la organización al que se entrevista sobre el final en una habitación derruida mientras el chico toma un café con leche con tostadas.
Hay un cierto malestar que produce El libro de imagen, una desazón que excede el comentario sobre la actualidad que hace el director y que seguramente esté relacionado con esa falta: como si el cine de Godard hubiera quedado rengo, hubiera perdido contacto con el mundo y sus habitantes y ahora solo quedaran el pensamiento en mayúsculas, las máximas altisonantes, un desencanto exagerado que se construye sobre frases generales y a partir de juegos de manipulación de la imagen y del sonido ya vistos y escuchados muchas veces. “Siempre estaré del lado de las bombas”, dice cerca del final la voz tenebrosa de Godard; una afirmación que se sostiene apenas con la intromisión esporádica de explosiones a todo volumen y con la que cuesta acordar o discutir porque las palabras no tienen un correlato material, porque el flujo de las imágenes visiblemente intervenidas no remite más que a sí mismo.
© Diego Maté, 2018 | @diegomateyo
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.