(Panamá, Argentina, Colombia, 2018)
Guion, dirección: Abner Benaim. Elenco: Rubén Blades, Residente, Gilberto Santa Rosa, Paul Simon, Sting. Fotografía: Gastón Girod, Mauro Colombo. Música: Rubén Blades. Edición: Felipe Guerrero. Sonido: Lena Esquenazi. Distribuidora: Compañía de Cine. Duración: 85 minutos.
EL DESCONOCIDO MÁS POPULAR
Un fantasma recorre Yo no me llamo Rubén Blades: el fantasma de la muerte. En “El escritor argentino y la tradición”, a propósito y en contra de la necesidad de ciertos escritores de salpimentar todas sus obras con el “color local”, Borges decía que “ser argentino es una fatalidad” y que, por lo tanto, “lo seremos de cualquier modo”. Si se trae a colación semejante cita de autoridad, no es solo para que se floree quien escribe estas líneas. Aunque no lo parezca, tal boutade borgeana es pertinente. En primer lugar, porque la palabra fatalidad abraza una doble acepción que sobrevuela de manera constante este documental que retrata al multifacético artista de origen panameño. Fatalidad es destino y también es desgracia, y ambas, en este caso particular, estructuran lo narrado.
Rubén Blades –quien, según sus propios dichos, tiene más pasado que futuro– accede a protagonizar su biografía audiovisual porque la piensa como parte de su testamento. Varias personas de su entorno íntimo, amigos y conocidos han muerto (la película da cuenta de ello intermitentemente) y la finitud de la vida resuena con mayor estruendo ahora, a sus 70 años. Este testamento parece aún más urgente con la llegada hace poco tiempo de un hijo ya mayor y de una nieta adolescente. Entonces, Blades quiere ser él mismo el que relate su vida, el que ofrezca su legado al público, a su público, exponiendo un punto de vista propio y adelantándose a cualquier otra interpretación.
“Tú vas a hacer cosas grandes”, recuerda el cantante-compositor-actor-abogado-político que le profetizaba su abuela, la misma que a los cuatro años le dijo que tanto ella como él algún día se iban a morir. Así es como destino y desgracia se entrelazan desde el comienzo de la narración. Y, paso a paso, teniendo estos dos vectores como ejes, se transita por todos momentos claves del ídolo latinoamericano: el desembarco en Nueva York; la primera composición musical; el primer éxito internacional; la asociación con la más famosa disquera de salsa y con Willie Colón; el doctorado en Harvard; las canciones emblemas “Pedro Navaja”, “Tiburón” y “Plástico”; el tardío reconocimiento de su paternidad; las incursiones en el cine; la creación del movimiento político Papa Egoró; y la postulación a presidente de su país.
El director, Abner Benaim –confeso acólito de su ídolo–, propone un retrato cronológico de la vida de Blades, con las consabidas entrevistas al protagonista más los testimonios de familiares y colegas (las famosas cabezas parlantes de la jerga del documental). Como es habitual, emplea, además, imágenes de archivo de programas televisivos, ruedas de prensa, recitales y películas. No faltan tampoco las filmaciones de los lugares de la infancia, del barrio, y de los espacios que el cantautor habita en la actualidad. Si bien se podría decir que el contenido se engulle a la forma y que al film es posible tildarlo de cierta chatura pues nunca intenta ir un poco más allá de la manera canónica en que la vida de un artista es retratada cinematográficamente, triunfa en hacer conocida a la personalidad desconocida más popular, como alguien catalogó alguna vez al autor de “El cantante”. Y es que son tantas sus aristas que, aunque famoso, siempre falta por enterarse de alguna de sus facetas.
Retomando la boutade inicial (a pesar de que nunca nos alejamos demasiado), Blades –cuyas reflexiones acerca de sus procesos creativos y sobre su interioridad son cautivadoras en su agudeza– piensa, como Borges sobre lo argentino, que ser panameño es una fatalidad. Por eso, canta, habla y exuda Latinoamérica. Por eso, no importa que resida la mayor parte del tiempo en Estados Unidos y que debido a esto sea criticado por algunos de sus compatriotas, ni interesa que comenzara su carrera como cantante en Nueva York o que haya participado en decenas de películas de Hollywood. Panamá está con y en él y no necesita esforzarse para conseguir ese mentado color local. Esto es algo que queda patente en las canciones, en el compromiso social y hasta en su acento y en su andar. Mientras que el fantasma de la muerte es la desgracia que siempre lo ha acechado, su destino ha sido y es ser panameño. Y, en todo caso, la salsa nunca ha dejado de constituir su hermoso sino.
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