La coherencia sostenida por todos los elementos de El Príncipe nos conduce hasta un final mesurado en su emocionalidad. Los factores de raíz para ello son los movimientos de cámara, las actuaciones y la música. El sosiego en el uso de estos se basa en el guion de Sebastián Muñoz y Luis Barrales. Detengámonos en cada elemento.
Desde el comienzo, Muñoz (también director de la pieza) nos indica con un plano detalle en movimiento que la violencia es la que va a poner en marcha la historia. Se trata del cadáver de un hombre gravemente herido en la yugular del que brota sangre. Si observamos con atención, también las escenas posteriores de ternura entre hombres están mostradas con movimientos breves de cámara, de menos de diez segundos de duración. Si buscamos sentido, sabemos que es indispensable notar cuáles movimientos son a la izquierda y cuáles a la derecha. Por detalles como estos, la película amerita más de un encuentro con ella.
Ahora, vayamos más allá de los números y los movimientos. Muñoz nos está narrando las convivencias y dinámicas entre hombres en una cárcel chilena durante el ascenso de Pinochet al poder. Y ese diálogo entre la violencia y la ternura masculinas es uno de los mayores logros de la película. Decimos que Sebastián muestra masculinidades conciliatorias porque los compañeros de celda de estos personajes disfrutan de la presencia de los otros. Juegan, bromean, duermen juntos, se abrazan. No lo ocultemos, también hay relaciones abiertamente homosexuales y planos detalle de miembros erectos. ¿Acaso existe alguna hombría discreta como para eludir estas decisiones de guion? Sebastián celebra al hombre a modo de ambigüedad y no de machismo. Para captar esto, contrastemos la primera penetración de El Potro (Alfredo Castro) a Jaime (Juan Carlos Maldonado) con la de este al primero. Aquella es en cama y ansiosa. Es una conquista apresurada. En la segunda, la desnudez explícita y la calma dan cuenta de una paridad que no pasa por lo etario. Ambos juegan a ejercer y ceder el dominio de sí con respecto al otro.
Ahora, la película no rehúye de esta sexualidad cómplice y sin culpas, como tampoco se excede en las durezas de la anécdota. Es una adaptación difícil de la novela de Mario Cruz donde los giros de la trama lo marcan el sonido de golpeteos de celdas dentro o fuera del plano. Así como cada golpe es una pista en la historia, la naturaleza de los encuentros sexuales de los protagonistas también lo son. El deseo desaforado de El Príncipe está presente también en El Potro. Y son ellos dos quienes lo resuelven.
La música, por su parte, nos anuncia desde el comienzo un melodrama. Y si estamos dispuestos a sacarle la connotación peyorativa a la teatralidad en el cine, nos encontraremos con una cámara que maneja con cuidado lo que hace cada actor en escena. Para esto, detallemos su dinámica en la celda, su relación con el espacio (Muñoz ya tiene en su haber varias películas como director de arte) y el vestuario que parece simple si no nos percatamos de su reflejo de las tonalidades espaciales (la escena ante el muro de la cárcel es el mejor ejemplo).
La conciencia de cada uno de los elementos en la película vuelve irrelevante el hecho de que este sea el debut del director. Con mujeres a cargo del montaje, la música, el diseño de arte y la producción, esta obra financiada entre Argentina, Chile y Bélgica maneja con fiereza la idea de que ninguna hombría se exime de ambigüedades.
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(Chile, Argentina, Bélgica, 2019)
Dirección: Sebastián Muñoz. Guion: Luis Barrales, Sebastián Muñoz. Elenco: Juan Carlos Maldonado, Alfredo Castro, Gastón Pauls, Lucas Balmaceda, Cesare Cerca, Sebastián Ayala. Producción: Marianne Bayer-Beckh, Roberto Doveris, Nicolás Grosso, Federico Sandy Novo, Griselda Gonzales, Mark Rees. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 96 minutos.