Elogio de la derrota
La batalla de Dunkerque fue un evento singular dentro de la Segunda Guerra Mundial, ocurrido en 1940, cuando fuerzas aliadas conformadas por franceses y británicos intentaron defender el último bastión de tierra contra los nazis, antes del cruce del Canal de la Mancha. Una última defensa de lo que presuponía una invasión alemana a Gran Bretaña. La defensa no fue más que una evacuación desesperada porque no existía chance alguna de frenar la avanzada alemana, ni siquiera una esperanza de contención. La nueva película de Christopher Nolan narra la odisea de 300.000 soldados y oficiales por escapar de una muerte casi segura, aunque la verdadera angustia se hallaba en la espera. Un tiempo detenido en la costa que marca una paradoja; la falta de tierra para continuar la huida pero la cercanía del hogar, porque la costa británica se podía divisar desde las playas de Dunkerque. El director inglés parte en tres los niveles de esa batalla: aire, agua y tierra, y cada nivel, a su vez tiene personajes que comparten el protagonismo de la historia.
El plano inicial es de una suma perfección; cuatro soldados británicos (sin armas) escapan mientras se escuchan disparos, la cámara los toma de atrás y avanza a medida que ellos se acercan a las trincheras previas a la costa. El enemigo, como en toda la película, es presentado en off, una presencia en ausencia notable desde el punto de vista conceptual. Los soldados británicos de Dunkerque (Dunkirk, 2017) no representan al arquetipo de las películas bélicas en las que el heroísmo y el honor se asoman como sus características principales; aquí lo que domina el perfil psicológico general es la desesperación por sobrevivir (incluso en los oficiales). La intensidad de las secuencias se encadenan por efecto dramático y no por la arbitrariedad del virtuosismo, lo que le sucedía a Nolan en El Origen (Inception, 2010). Hay un claro interés por componer con imágenes más que con (sobre) explicaciones, de ahí también la escasez de diálogos y de una fuerte presencia de largos planos, en los que el realismo sonoro de las bombas, los disparos secos y el motor de los aviones abruman. Una casi perfecta combinación para una estrategia en el diseño de sonido, un aspecto del lenguaje marginado generalmente a un uso exclusivo para grabar y reproducir diálogos y música.
Nolan es un director que, cuando da entrevistas, se muestra muy firme en sus convicciones sobre el estatuto de la imagen en el cine. Siempre a favor de una manera de narrar anquilosada en los géneros; en sus estructuras y en la comodidad de clasificar las formas. Curiosamente esas afirmaciones orales no son puestas en práctica en su obra: por lo general, la imagen parece debilitada porque, en este film, se le adosa una música ensordecedora y particularmente estridente compuesta por Hans Zimmer, que en cierta manera pareciera suplantar ese defecto de los diálogos didácticos que caracterizan a su cine. La tensión generada por las escenas, como eslabones, para formar una cadena dramática, se difuminan ante la estridencia de los violines que aumentan su volumen en el momento preciso de mayor intensidad, así ese esfuerzo confeccionado en el aspecto visual pierde su fortaleza. Como si se necesitara de un efecto para completar esa búsqueda de frenetismo. En el epílogo se acelera la urgencia del director por enaltecer a los sobrevivientes, quienes esperan, en el regreso, una reacción de desprecio por parte de sus compatriotas por haber huido de la guerra en vez de pelear. Hasta allí se puede pensar la película como un elogio de la derrota. El tramo final de Dunkerque se hace extenso, como si de alguna manera los 106’ de metraje se convirtieran en 126’ a partir de un montaje paralelo interminable, en el que sí asoma el virtuosismo visual por sobre la composición narrativa, una similitud del armado de montaje con Batman: El Caballero de la Noche Asciende (The Dark Knight Rises, 2012), cuando se resolvía el destino de todos los personajes importantes de la historia. En términos globales, es imposible abstraerse de las imágenes, de la tensión y de la intensidad propuestas en Dunkerque, que adquieren un valor cinematográfico mayor a partir del riesgo tomado en el uso del sonido (no de la música) y en la fuente de la historia, como hecho prácticamente ignorado de la Segunda Guerra Mundial. Nuevamente las fallas de Nolan aparecen en la resolución, en sus ínfulas de autor señero pero que, en lo llano, se presenta más como un director sublime: capaz de encomiar el cine pero de generar pavor al mismo tiempo.
© José Tripodero, 2017 | jtripodero
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