(Australia / Estados Unidos, 2016)
Dirección: Mel Gibson. Guión: Robert Schekkan, Andrew Knight. Elenco: Andrew Garfield, Sam Worthington, Teresa Palmer, Hugo Weaving, Vince Vaughn. Producción: Terry Benedict, Paul Currey, Bruce Davey. Distribuidora: Diamond. Duración: 139 minutos.
El idealismo como concepto formal
Poco tiempo después del ataque a Pearl Harbor, Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven de Colorado, decide ingresar a las filas del ejército de su país, aunque no desde un impulso de cierta venganza para matar japoneses sino para salvar vidas. La historia real de este héroe, que salvó 63 vidas -cargándolas sobre sus hombros y sin portar un solo fúsil por ser objetor de conciencia- está configurada casi a medida para ser parte de la filmografía de Mel Gibson como director. Así como a Clint Eastwood le importaba desgranar el factor humano en la reciente Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016), a Gibson le preocupa abordar la existencia humana desde un caso único en la historia del ejército estadounidense. Ambos directores abrazan el cine clásico, cierto es que Eastwood es más dogmático mientras que el actor de la saga Arma Mortal (Lethal Weapon) desconoce la moderación de las formalidades, las cuales arrastra hasta el límite. Las vísceras, la sangre y las mutilaciones son los platos principales, en ellos reposa la hipérbole que caracteriza al cine de Gibson; aquí tienen lugar a partir de la segunda mitad del relato, durante las batallas profundas de Estados Unidos dentro de territorio nipón. En su opus más polémico, La Pasión de Cristo (The Passion of Christ, 2004), el festival de torturas físicas se presentaba como la instancia necesaria hacía la reencarnación; pero aquí la violencia explícita de la guerra, representada en una ornamentación predilecta del director, cobra un sentido más atendible porque es la manifestación más pura del infierno. Por el mismo sendero de la desmesura aparece la intersección del humor negro en el fragor de la adrenalina, un recurso que George Miller utilizaba en la saga Mad Max aunque con algo más de sutileza.
Antes de llegar a la instancia épica de la batalla de Okinawa, en la primera mitad en el relato, se narra la niñez y la juventud de este soldado que oscila entre un fuerte vínculo con su hermano (al que casi mata de un golpe) y la tormentosa relación con su padre alcohólico (otra gran interpretación de Hugo Weaving), un veterano de la Primera Guerra Mundial. Allí, en esa relación, se vislumbra una clase de expiación de los propios demonios del director, particularmente en un hecho que rearma a partir de un flashback, en el momento que Doss espera que se derima su futuro a través de una corte marcial, ante la negativa de portar un arma durante su entrenamiento y declararse objetor de conciencia. Su padre, precisamente, es el que torcerá ese destino a favor de su hijo, en una suerte de lavado de culpas. También hay tiempo para contar el cuentito amoroso del joven y una enfermera, Dorothy (Teresa Palmer), que sirve para generar cierta tensión sobre su decisión de ir voluntariamente a la guerra, pero que se transforma paulatinamente en una columna de resistencia para la causa idealista de Doss. Entre las dos partes del film hay marcadas diferencias, porque si en la primera hay una edificación de ciertos traumas infanto-juveniles en el perfil del protagonista que derivan en su causa cuasirevolucionaria (en especial para el ejército de un país sediento de venganza contra Japón tras el bombardeo de Pearl Harbor), hay en la segunda mitad un concierto de crudeza sobre el horror de la guerra, un lienzo sobre el que Gibson pinta basándose en su estilo bien calado en el exceso. Más allá de lo explícito de su estrategia formal, hay en su cine una prolijidad que no debe confundirse con esta manera de encarar las historias, las de estos hombres que ante la extraordinaria adversidad de la vida siempre ponen la otra mejilla, como sucedía en la mencionada La Pasión de Cristo (máximo exponente de este concepto) y también en su ópera prima El Hombre Sin Rostro (The Man Without a Face, 1993). Incluso más allá de corrección, el cine de Gibson se caracteriza por encontrar particular belleza en el mayor de los infiernos, tal como sucedía en Apocalypto (2006), thriller sanguinolento enraizado en la polémica sobre los pueblos originarios momentos antes de la llegada de los españoles a tierras mayas. Sin profundizar en la reflexión ideológica, Hasta el Último Hombre (Hacksaw Rigde, 2016) se las arregla bastante bien para polemizar una historia real de valentía sin precedentes, es decir que el mismo Mel particulariza a partir de ciertas intenciones formales, escapándole a la pereza de narrar un clásico cuento genérico sobre la Segunda Guerra Mundial.
José Tripodero | @jtripodero