La fábrica de sueños
El musical hollywoodense no es solo un género imprevisible, es prácticamente un salto al vacío en términos artísticos que puede generar el rechazo que tuvieron reconocidos directores como Francis Ford Coppola con Golpe al Corazón (One from the Heart, 1982) y Peter Bogdanovich con At Long Last Love (1975), o la consagración inmortal de films como Víctor Victoria (1982), de Blake Edwards, y Bailarina en la Oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), a cargo de Lars von Trier.
El tercer film del joven director Damien Chazelle, La La Land (2016) incurre en esto salto de fe al plantear una comedia musical romántica y obsesiva sobre las ilusiones de éxito profesional en el ambiente del cine y la música en Los Angeles, la meca del cine norteamericano. Sin ser completamente un musical, el film comienza con una pieza coral deudora de los musicales de Hollywood clásico como un homenaje y una introducción a modo de resumen sobre los caóticos intereses de Chazelle que se darán cita durante el metraje.
Tras una serie de encuentros fortuitos desafortunados en la autopista en medio de un embotellamiento y en un restaurant, Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) comienzan una relación amorosa al tropezar nuevamente en una fiesta. Ella es una aspirante a actriz que deambula sin éxito por los castings y él es un pianista dedicado de free jazz que sueña con abrir su propio local de jazz para melómanos en Los Angeles en una cueva fundacional del género que ahora funciona como bar de samba y tapas.
A diferencia de la extraordinaria Whiplash (2014), su opus anterior, en La La Land Chazelle no solo incursiona en el jazz. El film contiene una combinación de géneros con el jazz como espectro musical que lidera este concierto tan armónico como enmarañado.
Sin proponer ninguna trama secundaria, la película se centra en la relación entre la pareja protagonista con un tono romántico que oscila entre la comedia y el drama. Mientras que el amor cambia la aproximación de Mia hacía el jazz y le da la confianza y el empujón para escribir, montar y poner en escena un monólogo de su autoría, para Sebastian la relación significa abandonar el fundamentalismo que lo llevaba de fracaso en fracaso para comenzar a tocar en una banda que fusiona jazz con pop de la mano de su amigo Keith, interpretado por el músico norteamericano John Legend. La banda comienza a tener éxito y entre la grabación y las giras de él y los ensayos de ella, la relación de la pareja se resiente y una distancia comienza a crecer entre ambos.
Sin ahondar profundamente en ningún tópico pero con agudeza, la película plantea discusiones teóricas, sensibles y musicológicas sobre la supervivencia del jazz, la fusión de géneros musicales y los cambios en la percepción, el consumo y escucha musical. También es interesante y divertida la ridiculización muy del entorno y el mercado que rodea a la música y el cine por su frivolidad y su esnobismo absurdo.
La química de Gosling y Stone, quienes ya habían trabajado juntos en Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid Love, 2011) y en Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013), se funde con las excelentes actuaciones y las cálidas voces de ambos interpretes, generando una atmósfera romántica que busca encontrar una impronta paradigmática del amor en la actualidad que haga colisionar los sueños con la realidad, no para destruirlos, sino para reconfigurarlos y transformarlos en la fantasía que alimenta la historia del cine.
En esta extraordinaria producción también se destaca la labor de Linus Sandgreen –Escándalo Americano (American Hustle, 2013)- en la dirección de fotografía, Tom Cross (Joy, 2015) en la edición, Austin Gorg –Ella (Her, 2013)- en la dirección artística, y la exquisita banda sonora de Justin Hurwitz (Whiplash)
La La Land logra combinar exitosamente el enorme cúmulo de ideas discordantes que Chazelle le impone al film a través del guión, y consigue una apuesta que deambula por la fantasía y los sueños a la vez que plantea una crítica de los mismos, lidia con sus propias obsesiones y caprichos como en una escena de una sesión psicoanalítica de Woody Allen. Chazelle encausa así desde la dirección el caos de sus ideas generando armonía desde la disonancia creando una obra que interpela al espectador tanto desde la belleza estética de su propuesta como desde sus ideas recuperando uno de los mejores legados del Hollywood clásico, su carácter de factoría de sueños.
Martín Chiavarino