(Francia, 2017)
Dirección: Stéphane Brizé. Guión: Stéphane Brizé y Florecen Vignon. Elenco: Judith Chemla, Jean-Pierre Darroussin, Yolande Moreau, Swann Arlaud. Producción: Jacques-Henri Bronckart, Olivier Bronckart, Jean-Louis Livi. Distribuidora: CDI Films. Duración: 119 minutos.
Una mirada al desencanto
La primera novela de Guy Maupassant –que narra la historia de una confianzuda joven mujer de la nobleza francesa que sigue a su esposo y a su hijo mientras la llevan hacia la ruina financiera– recibe una adaptación lenta, sensual e impresionista por parte del director Stéphane Brizé, conocido por otros films tales como El Precio de un Hombre (La Loi du marché, 2015) y Je ne suis pas lá pour etre aimé (2005).
A principios del siglo XIX en la región de Normandía, la encantadora Jeanne (Judith Chemla) regresa del colegio de monjas al que asistió al chateau de sus padres, el barón Simon-Jacques Le Perthuis des Vauds (Jean-Pierre Darroussin) y su esposa, la baronesa Adélaïde (Yolande Moreau). Los días idílicos de Jeanne transcurren entre lecciones de jardinería de su madre, reminiscencias de la juventud de su madre a través de viejas cartas, y partidas de backgammon con ambos durante las noches. Las escenas domésticas están impregnadas de detalles de la vida decimonónica mientras que la banda sonora crepita y cruje a partir del hogar a leña siempre encendido. Un día, el pastor local llega acompañado de un posible pretendiente: un muchacho llamado Julien de Lamare (Swann Arlaud). La joven pareja pronto se compromete y, luego de la boda, los padres de ella se mudan a Rouen dejándoles el chateau debido a los modestos ingresos de él y la imposibilidad que tiene el flamante matrimonio de conseguir un mejor lugar para vivir. El amor y la amabilidad que envolvían a Jeanne se evapora lentamente a partir de este momento. Judith Chemla ofrece una actuación desgarradora como la dulce y vivaz veinteañera Jeanne mientras la vida la golpea emocionalmente y es llevada a convertirse, veintisiete años después, en una mujer adulta miserable y demacrada.
Una Mujer, Una Vida (Une Vie, 2016) tiene ese tipo de esplendor que no se encuentra en los grandes gestos sino en los detalles modestos, que adquieren relevancia a medida que cada evento insignificante se acumula a los demás para hacer del personaje un retrato completo de quién es. En Argentina se priorizó agregar el género de la protagonista dentro del título y esto, por primera vez, es una elección acertada: si bien su personaje no merece reducirse por ningún tipo de clasificación, su historia está narrada desde su punto de vista, el de una mujer en el siglo XIX que posee una posición indiscutiblemente diferente de la del hombre; su vida es una suma de delicadas pinceladas que la llevan desde fines de la adolescencia hacia la madurez, que la sacan de la inocencia de los años de juventud y la llevan hacia la dolorosa noción de que la adultez se construye a base de mentiras, descubrimiento que hace a través de las numerosas infidelidades de su marido y las secretas cartas que su madre guardó de un amante.
Con esta adaptación de la novela homónima, Brizé nos sumerge en la experiencia de una sociedad patriarcal vista desde los ojos de una mujer. La película nos aturde con la habilidad de hacernos sentir la horrible desilusión de Jeanne mientras somos testigos de cómo el color y la vida la abandonan. La decisión del director de fotografía Antoine Héberlé de filmar con cámara en mano y de encuadrar la imagen en una relación 1:33 puede parecer extraña visualmente para un film de época, sobre todo cuando se ofrece mucha belleza natural desde la escenografía, pero los movimientos de cámara y su estrecha ventana hacia el mundo de Jeanne nos permiten experimentar cómo su vida es destrozada por fuerzas que escapan a su control (y al plano cinematográfico). Asimismo, este estrecho encuadre es una opción muy acertada debido a que obliga al espectador a notar tanto lo que está adentro, como lo que lo mantiene todo ahí encerrado. La cámara en mano imparte una cierta sensación de estar vivo, y el exquisito vestuario de Madeline Fontaine responden de manera conveniente para dar cuenta del tono de cada personaje.
La historia oscila entre dos tiempos narrativos al contrastar momentos felices con épocas más bien crueles, armando un rompecabezas visual de pequeñas memorias que dan forma a la vida de Jeanne. Luego de establecer la felicidad que siente dentro de la contención de su familia, la vemos brevemente como una mujer adulta rodeada de un paisaje austero, vestida de negro, con sombras que se asoman detrás de sus tristes ojos. A lo largo de la película este vaivén se volverá habitual, y la imagen acompañará el marcado contraste entre los momentos también desde el uso de colores cálidos (muchos de los recuerdos alegres se dan en verano) y fríos. A medida que llega el invierno, Jeanne sufre del aislamiento y del clima, ya sea por la falta de compañía, así como por el trato que recibe de su marido, que frecuenta otras mujeres. Ante el descubrimiento de la infidelidad, Brizé no filma una escena típica de confrontación, sino que elige una secuencia nocturna, oscura desde lo visual, en la que Julien persigue a Jeanne mientras ella grita que quiere escapar. La escena es corta y perturba profundamente cuando el director elige acercar la cámara cada vez más, mientras mantiene un grado de aspereza y ruido en la imagen que hacen que todo se vuelva indistinto.
Este film puede considerarse una rara adaptación de una novela del siglo XIX que no necesariamente sigue una trama, pero que sí logra capturar la profundidad de sus personajes, y mientras Brizé juega con la temporalidad narrativa de una manera que no lo hace el libro sobre el que se basa, este mecanismo funciona como el equivalente cinematográfico de una prosa rica en descripciones. Luego de todo lo que sufre Jeanne, hay una terrible ironía en las palabras finales del film que le anteceden a un rápido fundido a negro: “la vida nunca es tan buena ni tan mala como uno se la imagina”. Ni siquiera la que acabamos de presenciar.
© Delfina Moreno Della Cecca | @pwanerd
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