Humanismo e igualdad.
Sin lugar a dudas, estamos ante la película definitiva sobre la esclavitud, una que supera los slaveploitation del hipócrita de Steven Spielberg, léase El Color Púrpura (The Color Purple, 1985) y Amistad (1997), y en especial las bazofias del año pasado que en un patético intento por tratar el tema, terminaron cayendo en el ridículo: hablamos de Django sin Cadenas (Django Unchained, 2012), de ese payaso cleptómano llamado Quentin Tarantino, y El Mayordomo (The Butler, 2013), del sensacionalista barato Lee Daniels. Por suerte hoy 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave, 2013), del británico Steve McQueen, llega con toda su visceralidad para llamar a las cosas por su nombre, reflotar los aspectos más valiosos del melodrama hardcore y establecer un régimen discursivo autosuficiente que borra de un plumazo a esos bodrios cinematográficos recientes, condenándolos al olvido.
Tenía que venir un extranjero para -por fin- brindar un paneo demoledor por sobre una de las principales llagas de los Estados Unidos, un conjunto de atrocidades que tranquilamente pueden extrapolarse a muchas injusticias de la actualidad. En 1841, Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) es un hombre negro libre, natural de New York, que se dedica a labores de carpintería y a tocar el violín. Dos blancos lo engañan bajo el pretexto de realizar una gira con un circo, lo drogan y lo entregan a un esclavista para su venta: a partir de allí comienza un calvario de atropellos que desembocan en la brutal plantación de algodón de Edwin Epps (Michael Fassbender), un tirano que justifica todo maltrato a través de la Biblia. En el análisis de un film como el presente debe primar la perspectiva política por encima de las sonseras de la crítica palurda y su clásica irresponsabilidad ideológica.
La inteligencia de McQueen radica en denunciar la complicidad social extendida mediante la negación/ neutralización sistemática de cada una de las aseveraciones del protagonista, quien una y otra vez manifiesta su condición de hombre libre para obtener de inmediato la misma respuesta, “silencio o más golpes”. Ello nos lleva al rasgo que destaca al convite de otros centrados en la etapa esclavista: Northup no sólo es mancillado a raíz de su color de piel sino también en función de -lisa y llanamente- un acto criminal que involucra un secuestro. Junto a Hunger (2008) y Shame (2011), la obra constituye una suerte de “trilogía de la transformación psicosomática”, en la que un contexto interno/ externo hace que los protagonistas entablen una lucha magnánima no por la redención sino por la supervivencia y la justicia (nacional en Hunger, individual en Shame y social en 12 Años de Esclavitud).
Esta pequeña epopeya incluye una fuerte crítica al cristianismo y al capitalismo en general por medio de una constante enfatización de la idea de “propiedad”, utilizada por los “amos” para referirse a los esclavos y defender su condición de “cosas” por las que se ha pagado un “buen dinero”. Sólo un lego y/ o un facilista puede reducir el trasfondo del film al concepto único de “libertad”, cuando aquí de lo que realmente se habla es de “igualdad”: mientras que la libertad es profundamente capitalista y está relacionada con el libre intercambio en el mercado, la igualdad abarca la destrucción de las barreras simbólicas que las clases/ sectores más pudientes -y sus gobiernos títeres- establecen en el “sentido común” de un período en particular con vistas a reproducir su posición hegemónica y condenar a la barbarie más embrutecedora al resto, convertidos en cómplices de su propia desgracia.
Aquí hay escenas extraordinarias como la del ahorcamiento frustrado, la de la carta quemada, la del castigo por la barra de jabón y la de la mirada fija a cámara. Mención aparte merecen la excelente labor de Ejiofor, Fassbender y el elenco en su conjunto, el cual incluye participaciones de Paul Giamatti, Benedict Cumberbatch, Paul Dano, Brad Pitt y Sarah Paulson. El humanismo intimista de McQueen juega con los artilugios formales y las expectativas del público, logrando que el desenlace de 12 Años de Esclavitud resulte agridulce porque la dignidad puede recuperarse aunque el dolor acumulado siempre es irreparable. Estamos ante una película necesaria, prodigiosa, que subvierte los estereotipos más bobos símil La Cabaña del Tío Tom y revive lo mejor de la capacidad pedagógica y enriquecedora del cine, bien lejos de los opus para burguesitos de inclinación festivalera…
Por Emiliano Fernández