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36º MDQ FILM FEST | Mar del Plata a lo lejos (10)

36º MDQ FILM FEST | Mar del Plata a lo lejos (10)

El otro día iba a escribir de Luto, el corto de Pablo Martín Weber pero todavía no se había estrenado, de modo que estaba bajo embargo informativo. Hubo otra razón por la que no hablé de Luto en ese momento, pero la dejaré para después. Weber es un realizador cordobés, al que acaso le quepa el rótulo de “experimental”. Hace unos meses vi Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, un corto anterior que pasó en el festival de Sheffield, donde ganó una mención en su categoría. En ese momento escribí: “Weber (al que solo conozco del Q&A del corto) está loco, pero padece de esa clase de locura que se puede identificar con la genialidad sin correr demasiados riesgos. Con material tomado de internet, Weber construye un discurso libre, digresivo, brillante y demencial, aunque el hilo conductor no deja de estar ahí.”

Luto está mucho más enfocado, pero no deja de exhibir el talento de Weber, así como también hace pensar que tiene un tornillo flojo. En treinta minutos, una voz en off construye el responso de una mujer joven, fotógrafa, que supo ser la novia del narrador y murió a los veinticuatro años de covid. En un momento, dice el texto sorpresivamente: “Para ella no hubo funeral porque no se podía (…) Empezó con los síntomas, se aisló en la casa de sus papás y no la vi más”. El narrado dice que las imágenes son parte de lo poco que queda de la chica: el contenido grabado de un disco duro, compuesto de fotos fijas y de movimientos de cámara sobre manuales de ciencia, sobre los que ella estaba trabajando para un proyecto que “obviamente no pudo terminar”.

Pero la suya no es la única muerte de la que habla Luto. La película empieza con la muerte de Maradona y la reacción de la chica: “Ella no lo quería a Maradona, para nada, era el símbolo del patriarcado argentino”. Después la voz construye un relato de vida, el de una pareja de adolescentes que fueron juntos a la escuela, que terminaron viviendo juntos, que cantaban las canciones de Flema, cuenta cómo se emborrachaban, que trabajaban en una productora que los mandó a cubrir un acto de Shiaretti, donde se hicieron amigos de un sindicalista de la UOCRA con el que comieron choripanes, estuvieron charlando, se conectaron por facebook y así, por un texto de la esposa, descubrieron que también había muerto de covid. El relato va hilvanando recuerdos personales y familiares con un tono cordobés que excede el acento para convertirse en una declaración de pertenencia incondicional a una cultura. Sin embargo ella, que era mucho más radical, le dijo una vez al narrador: “Un día le vamos a prender fuego a esta ciudad” y él piensa que lo está esperando con un bidón de nafta y lo increpa porque no se anima a pasar a la acción.

El texto de Weber es un poema narrativo poderoso, mientras las imágenes refuerzan lo dicho sin que haya casi alusiones visuales a lo narrado. Es como que esas páginas de viejos libros resultan, misteriosamente, el acompañamiento perfecto para la emoción del poema que, sobre el final, alcanza su clímax: el narrador se refiere a un ruido que viene desde la tierra en la oscuridad y dice: “Ella vivió veinticuatro años, veinticuatro años en los que la tierra aulló a través de ella”. Y aproximadamente ahí termina la película.

Quedé muy impresionado por Luto, aunque con una duda: si el personaje de la fotógrafa muerta era realidad o ficción. Alguien dirá que no tiene importancia, pero no había nada en la película que indicara que se trataba de una construcción. La narración sonaba verosímil y, seguramente, tiene elementos reales, aunque también tiene un punto flojo: no creo que haya muchas fotógrafas de veinticuatro años, en buen estado de salud, que hayan muerto de covid. Ese dato me puso en guardia y me hizo pensar que la cuidadosa fabricación de la historia pecaba un poco de soberbia, porque a Weber le sonaba muy plausible algo que no lo era tanto. Y eso me llevó a deducir que como cineasta era más talentoso que como manipulador: los marcianos de su Guerra de los Mundos no resultaban del todo creíbles. Pero Weber había intentado, no sé por qué razón, poner a prueba la ética cinematográfica, vender gato por liebre menos para engañar a alguien que para darse el gusto de demostrar que el cine no puede distinguir la verdad de la mentira. Y así había cedido a la tentación morbosa de matar gente gratuitamente (gente real o imaginaria), un defecto de cineastas indecentes y mucho menos talentosos que él.

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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