Domingo 14 de agosto.
El festival ya está en marcha, y comenzaron las competencias. Siguiendo la modalidad de cada año, cada largometraje es precedido por un corto.
Primero fue el turno de La Voz de los Objetos, de Maximiliano Angeleri, y la premiada Juana a los 12. Luego, Momo, dirigido por Damián Yapura, y la perturbadora El Eslabón Podrido.
Juana a los 12, de Martín Shanly (Competencia Largometrajes), por José Tripodero
Juana a los 12 es la ópera prima de Martín Shanly (proveniente de la cantera de la FUC) sobre una historia algo genérica acerca de una niña que no quiere o, mejor dicho, no puede encajar en un sistema. ¿El sistema? Es una escuela bilingüe del conurbano bonaerense, en la que los niños son explotados de alguna manera con una sobrecarga de actividades (de por sí la escuela bilingüe -como institución- la genera) y la protagonista, Juana, decide abstraerse de este mundo. Sus escapes la llevan a buscar amistades basadas en el ocio, en algún dejo de rebeldía y cierto interés en juegos de niños más pequeños, como lo marca el inicio en el que intercambia figuritas de Frutillitas con una niña de varios grados inferior al de ella.
Si bien Shanly busca abrir el espectro para señalar culpas en la docencia (cabe aclarar que el colegio es católico y la docente más despreciable es la de Catequesis), no sólo en la formal sino también en la domiciliaria (grotesco y grueso personaje el de la maestra particular), la mirada sobre la cotidianeidad de Juana, como un bicho raro y parco, es la que predomina. Dentro de la vida diaria de la preadolescente la figura materna aparece algo apagada, mientras que la paterna sólo se hace presente en un momento onírico (probablemente lo mejor del film). Algunas recurrencias del cine de Wes Anderson, como los paneos violentos para encuadrar personajes en idas y vueltas de la cámara y los títulos con reminiscencias vintages propias del director de Rushmore, confunden, y así la historia de esta niña desinteresada por absolutamente todo se pierde entre el virtuosismo formal y el señalamiento múltiple de culpables sobre su situación particular.
El mayor problema que se le presenta al director es el direccionamiento de su estrategia narrativa, si apostar por la crítica a los modos académicos de enseñanza o por explorar el particular mundo de su protagonista; la subjetividad preadolescente en el arduo tránsito del “hacerse grande”. Hacia el final llega el mencionado segmento surrealista y la frase más interesante: “Como que ya no controlo mis ideas, ahora las ideas me atacan”, una declaración que parece más el punto de partida y no el desenlace.
El Eslabón Podrido, de Valentín Javier Diment (Competencia Largometrajes), por Matías Orta
Perturbador. Esa es la mejor manera de definir el cine de Valentín Javier Diment. Beinase: El Sentido del Miedo y El Propietario, hechas para televisión, ya daban muestras de una mente desquiciada, que no teme mostrar el costado más tenebroso de nosotros mismos, y eso se extendió a La Memoria del Muerto, su debut como director de largometrajes. Incluso sus documentales Parapolicial Negro y El Sistema Gorevisión entran en la categoría de perturbadores. Estas producciones, así como sus trabajos como coguionista junto a Fernando Spiner y Nicanor Loreti, son de muy buen nivel. Pero El Eslabón Podrido es su opus más extremo y devastador.
En una pequeña población, Raulo (Luis Ziembrowski), un hombre con retraso mental, se dedica a cortar leña para venderla entre sus vecinos. A su vez, Roberta (Paula Brasca), su joven hermana, es forzada a prostituirse. Ambos son hijos de Ercilia (Marilú Marini), una señora mayor que ve venir el final de su vida. Los tres tienen una relación cálida, auténtica, que contrasta con el nivel de desquicio de quienes tienen alrededor. Pero todo cambiará cuando Sicilio (Germán De Silva), el lugareño más despreciable, vea la oportunidad de dar rienda suelta a todo lo que siempre quiso hacer con Roberta.
Violaciones, sangre y muerte son sólo algunos de los ingredientes de esta gloriosa exhibición de atrocidades. La película tiene un comienzo impactante y las situaciones y los personajes no hacen más que empeorar, llegando a un tercer acto de puro frenesí. Bien vale destacar que cada exceso, lejos de ser gratuito, funciona en el marco de una historia bien construida y excelentemente actuada. Ziembrowski, actor fetiche de Diment, se luce en un papel que inspira ternura (de hecho, es el más humano de quienes pueblan ese microcosmos tan desagradable), aunque las circunstancias lo empujan a tomar medidas nada simpáticas. No menos impresionante es la labor de Brasca, De Silva y, sobre todo, Marilú Marini, que también logra hacer querible lo que podría haber quedado en un estereotipo.
El Eslabón Podrido permite que Diment vuelva a revelar la mugre de lo que conocemos como condición humana.