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FESTIVALES

8° Han Cine – Festival de cine coreano | El gángster, el policía y el diablo (The Gangster, The Cop, The Devil)

VIVIR Y MORIR EN COREA DEL SUR

La noche cae. La ciudad se transforma en antro de lo ilícito y antimoral, albergando como único testigo y verdugo la cuenta regresiva de un sol que desnuda la verdad a cada mañana en cada esquina. La noche arranca antes que el día porque todo demonio, monstruo o diablo trabaja mejor su maldad entre sombras, y el ser que alberga la ciudad de Cheonan es justamente la representación en estado puro de la perversidad. Se mueve como pez en el agua en un sedán blanco, corriente, tan engañoso como las tretas del maléfico por conquistar lo benévolo. Por las noches, espectro utilizado como coto de caza, ese fantasma desquiciado embiste con su vehículo a otros conductores desprevenidos en espacios desolados, para que estos detengan la marcha y al salir de su seguridad tras el volante sean brutalmente acuchillados hasta la muerte. Únicamente el día nos revela la verdad cuando no prestamos atención al diablo. Solo alguien como Jung Tae-Suk, policía engreído, temerario a la vez que avispado y para nada flexible, puede reparar en ese ser que se mueve indiscriminadamente entre la población.

Tae-Suk representa la justicia que un mundo tan oscuro, violento, salvaje e impredecible necesita, aun cuando su posición se vea en juego día tras día y noche tras noche, y sus actitudes recalcitrantes. Por eso anda tras los pasos de Jang Dong-Soo, un respetado gangster que pasa sus días acumulando su patrimonio hecho a base de máquinas tragamonedas. Soo es un mafioso robusto, violento, que entiende los códigos de la calle como biblia sagrada e innegociable. El mal que habita el poder de este hombre es el mal capitalista, tan despiadado y poco misericordioso como los golpes que le acierta a uno de los suyos colgado y envuelto en una bolsa de box, solo por no respetar los sagrados códigos callejeros. Ese mal devorador, que hace crecer el patrimonio de los codiciosos que anhelan poder absoluto, alcanza su ápice de brutalidad liberal cuando una fuerza mayor choca contra él como resolución simbólica del auto que lo transporta por las noches. Porque Jang Dong-Soo, apenas advertido por la lluvia incesante que precede el mal (aunque sea más como diégesis simbólica para el espectador), colisiona contra ese otro mal que lejos está de ser entendido por el hombre. La oscuridad nocturna ayuda al depredador en su inhumano cometido sin advertir que ese rival es casi tan fuerte como él. Jang Dong-Soo prueba el filo de la espada varias veces, en medio de golpes y tumbos. Sobrevive porque, como ese demonio que lo intentó conquistar, es una fuerza imparable. Esta vez ese diablo que acecha por las noches y que es en consecuencia la cruz que carga el progreso capitalista en un estado ídem, noquea al que se percibe el rey de las calles impartiendo un poco de su propia medicina ante un acto de justicia poética que los une en sus tropelías salvajes buscando del dominio absoluto. Esa unión o espejo resulta definida por la lluvia: el agua refleja en su superficie y esconde en su profundidad.

Como siempre, el sol sale, y el mundo, más allá de ver los despojos del mal, se siente otra vez a salvo. Esos despojos representados en cuchilladas dolorosas, dueñas de cicatrices imborrables, mapean el cuerpo mastodóntico de Jang Dong, único testigo que vio el rostro del maléfico y que en consecuencia puede ayudar a Tae-Suk en su obsesiva e incesante búsqueda. Fuera de respetar los códigos policiales, en su afán por desenmascarar las fuerzas del mal decide aliarse con ese personaje que ve con ojos de venganza personal la caza del asesino. Ambas justicias, la callejera y la retributiva de los tribunales, convergen como una sola de acuerdo a esa fuerza imparable y metafísica que, más allá de poseer una apariencia corpórea humana, es un diablo que trajo el infierno al sur.

La camaradería va ganando fuerza y terreno con el transcurso de la investigación, clandestina y peligrosa a la vez que Hawksiana en su pulsión cinematográfica y discursiva. Ese mal vino de las tinieblas económico-burguesas para individualizar a una sociedad sumida en las adicciones cotidianas del consumo in crescendo que caracteriza, en parte, a la población de un estado capitalista como lo es Corea del sur. El asesino impertérrito es símbolo unívoco de ese modo de vida con anhelos americanizados, como en su momento lo fue ese escualo transformado en monstruo devorador de hombres en las playas de Tiburón (Jaws, 1975). Acá no hay mucho tiempo para la reflexión sobre dicha sociedad, considerando el pragmatismo que define a sus personajes y que reduce la pulsión del relato en acción desmedida y pura, pero sin perder una mirada unívoca sobre la maldad y sus consecuencias. La reflexión entonces se puede dar en dirección única y directa hacia el mal y sus motivaciones, muchas veces esclarecidas y otras implícitas y desconcertantes. El relato es a su vez un Vivir y morir en los ángeles (1985) contemporáneo que usa las oficinas del infierno capitalista para hablarnos sin trapujos de cómo se lo debe enfrentar: unidos y a las trompadas limpias, puro accionar corpóreo que refleja el agitar sanguinario del asesino misterioso. Friedkin, como todo genio del mal, siempre unos pasos adelante.

Acá el consumo es definido por el derrame de sangre extremo, como metáfora de su proceder cuasi vampírico, con un demente al volante que embiste el culo de otros conductores: el auto como símbolo de falsa demagogia burguesa, de progreso utópico de la clase media, sirve como envase y atrezzo de esta significación, en parte por ese “deambular” de acechador nocturno que codifica el paseo pasatista con anhelos de clase alta. El auto para la clase media funciona como motor de transporte en su cotidianidad, oficio inherente a su creación. Gerhart Hirsch, filósofo francés, sostiene que al auto, cuando se utiliza para otros medios, afecta su utilidad y se convierte en un mero objeto que aspira a fantasías e ilusiones falsas de su propietario. Ese auto blanco de apariencia pulcra, inocente, no solo funciona como engaño para el ojo que asocia inconscientemente este color con la pureza, sino que además representa en sí el engaño para la sociedad de consumo: el blanco funciona como iluminación, purificación y nuevo comienzo, ideales propulsados por las expectativas de cada individuo.

Una vez que el mal pierde el control sobre ese vehículo confiscado por la policía, tanto el relato como el personaje se vuelven incontrolablemente impredecibles. La lluvia, otra vez antesala de la sombra mórbida que se esconde a la vuelta de cada esquina, precede el cambio en el modus operandi del criminal. Esta vez remarcando la hipocresía o el doble discurso que maneja el personaje de Jang Dong con su modo de vida, al intentar resguardar (salvar) a una niña inocente de la lluvia relegando su paraguas como protección. El paraguas, a su vez escudo, arremete significativa y simbólicamente como parábola de un personaje que entiende que la calle hizo con él lo que vemos en la actualidad, instantáneamente lapidado por la aparición del policía que se burla de su gesto benévolo y por lo irónico del asunto. Ese instante en la obra es fundamental: es la pieza que separa un mal del otro y que divide así su funcionalidad en este mundo; un mundo tildado de horrible desde los primeros minutos, en medio de fantasías policiales sobre vacaciones y ascensos dentro de vehículos estancados en el embotellamiento diario. Estos hombres solo pueden salir disparados a pie para enfrentar la realidad que les toca padecer. Vivir y morir en Corea del Sur, esa es la cuestión.

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Corea del Sur, Estados Unidos, 2019)

Guion, dirección: Won-Tae Lee. Elenco: Ma Dong-seok, Kim Sungkyo, Mu-Yeol Kim. Producción: Braden Aftergood, Won-seok Jan, Chris S.Lee, Sylvester Stallone. Duración: 109 minutos.

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