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#71SSIFF | Crónicas desde San Sebastián (1)

#71SSIFF | Crónicas desde San Sebastián (1)

LAS VOCES DE LOS MUERTOS

Este año la retrospectiva histórica del Festival de San Sebastián ha recuperado el pulso que había perdido estos últimos años, al menos desde la dedicada a Roberto Gavaldón en 2019. Hiroshi Teshigahara es uno de esos directores perfectos para una de esas retrospectivas, básicamente por dos razones: es un director poco conocido (o mal conocido, solo por una película, Woman in the Dunes) y tiene una filmografía que encaja sin problemas en el marco temporal de un festival (20 películas, muchas de ellas cortometrajes documentales, que conforman 12 sesiones). Una retrospectiva abierta al descubrimiento que, además, ofrece la mitad de las proyecciones en muy buenas copias en 35mm. Y entre esos descubrimientos está por ejemplo su primer largometraje de ficción, The Trap (o Pitfall, en una edición de Criterion de hace ya unos cuantos años), de 1962, con el que, cosas de los festivales, de repente descubres cómo algunas de sus ideas narrativas se corresponden con películas contemporáneas que ves el mismo día. En la película de Teshigahara, un hombre que vaga por una zona minera buscando trabajo es asesinado al ser confundido con un sindicalista al que se parece mucho. Lo descubrirá el mismo muerto, cuya alma o “cuerpo incorpóreo”, asiste a la resolución de la trama como testigo y suerte de narrador.

Los muertos también nos hablan en La sociedad de la nieve, una producción de Netflix dirigida por J.A. Bayona, que clausuró Venecia, que representará a España en los Oscar y que se presenta en San Sebastián dentro de la sección Perlas (con premio del público incluido, que ganará, a la vista de las puntuaciones iniciales, como el año pasado hiciera Argentina, 1985). Aquí tenemos una nueva reconstrucción del accidente del vuelo de la Fuerza Aérea uruguaya que se estrelló en los Andes en octubre de 1972, con un equipo de rugby a bordo. Ya se sabe, esa historia de supervivencia, canibalismo y todo lo demás, que ahora Bayona narra desde la perspectiva de uno de los pasajeros que no sobrevivió, o, para ser precisos, el último que se murió. En principio podría parecer una buena idea, pero no es más que una estrategia para ir mostrando una tras otra las muertes de todos los que no lograron salvarse a lo largo de esos setenta días perdidos en la nieve y que Bayona ilustra con innumerables planos aéreos de dron y una música omnipresente. Cuando el narrador muere, dos de los supervivientes se aventuran a través de los Andes y logran alcanzar Chile, lo que posibilita el rescate final: la historia de los muertos (incomprensiblemente larga) y la supervivencia, mucho más sintética y sin esa molesta voz en off pretendidamente poética y fatalista. Cuando tienes 65 millones de dólares a tu disposición y Netflix te cubre las espaldas, pues no te la has de jugar en taquilla, ¿no podrías intentar al menos hacer una buena película? Casi diría que esta es la peor película de Bayona, y eso sin que pueda decir que me guste alguna de las anteriores.

San Sebastián se ha inaugurado con The Boy and the Heron (El chico y la garza, en España), la vuelta al cine de Hayao Miyazaki, un lujo de film inaugural, presentado como estreno en Europa y fuera de concurso. No es habitual un nombre de ese calibre en la inauguración de San Sebastián, pues lo más común en los últimos años han sido producciones españolas con ambiciones industriales y de prestigio o títulos internacionales con algunas estrella de cierto relumbrón. Tampoco se trata de la película más fácil de Miyazaki, ni es sencillo augurarle la trayectoria comercial de sus películas más conocidas. En cierto modo, tiene algo de continuación de su película anterior, El viento se levanta (2013), pues está ambientada en plena Segunda Guerra Mundial, cuando un niño debe abandonar Tokio al fallecer su madre en un incendio y ser trasladado su padre a dirigir una fábrica en el interior del país; también para vivir con su nueva madre, la hermana de su madre. Mahito, que así se llama este chico, se encontrará allí con un mundo oculto, el de la fantasía, que ocupa la segunda parte de la película, en el que los muertos lo conducen hasta su reencuentro con su madre, saldando así una deuda, asumiendo a partir de ese momento su nueva vida, que es también la del Japón de posguerra. Es Miyazaki, pero un Miyazaki que no tiene que demostrar ya nada y que se puede permitir que esa segunda parte de El chico y la garza acumule capas y más capas narrativas, respondiendo, se diría, más a una necesidad personal de diseñar nuevos mundo que a ordenarlos dentro de una progresión dramática. 

La animación ha tenido un protagonismo especial en estos dos primeros días de festival, con al menos otras dos producciones españolas. La primera era Dispararon al pianista, un documental de animación firmado por Javier Mariscal y Fernando Trueba, que opté por saltarme ante su inminente estreno; la segunda está a competición y es el primer largometraje de Isabel Herguera, El sueño de la sultana. Película de animación minimalista y muy conceptual, con un diseño que recuerda al de Lotte Reiniger y Las aventuras del Príncipe Achmed, esta es una película que transcurre entre España e India y que articula un discurso feminista tan obvio como el de Barbie y seguramente mucho menos efectivo, a la vez que se apoya más en la voz en off que en la propia animación. En la sección de Clásicos restaurados del festival se presentó el estreno mundial de El realismo socialista, rodada por Raúl Ruiz en 1973 y montada en 2023 por Valeria Sarmiento. Ruiz la dejó inconclusa porque le propusieron rodar una película más comercial, Palomita blanca, y luego pasó todo lo que pasó: Pinochet, el exilio, el de Ruiz y Sarmiento, pero también el de los propios rollos de la películas, dispersos por el mundo. El realismo socialista es la perfecta metáfora del Chile de Allende, pero también tiene un cierto carácter anticipatorio en lo que habría de venir. Pero no es una película de propaganda, ni mucho menos. El tono satírico, sobre todo en el retrato de un grupo de intelectuales, con sus discusiones que son una especie de monolíticos manifiestos confrontados, debería de constituir un dogma en todo cine político que se precie de tal nombre, sobre todo para evitar el riesgo de propiciar un sentimiento de vergüenza ajena.

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