Olvídenlo, no voy a hablar de San Valentín. Confieso que en algún momento estuve tentada, pero, la verdad es que me pareció algo prosaico. También sé que hay un sinfín de películas que podría citar, conmemorando el día de los enamorados, y proponerles así una velada romántica para compartir con sus madias naranjas. Pero no, no voy a hacerlo. Después de todo, si ya no conocen la película rosa de preferencia de sus respectivos amores, no hay mucho más que yo pueda hacer por ustedes. Están jugados… Está bien, está bien, si insisten en que les tire aunque sea una soga, les digo que opten por clásicos como Cuando Harry Conoció a Sally, Love Story; alguna de las de Sandra Bullock como Amor a Segunda Vista y Miss Simpatía (la uno, la dos es simplemente cruel) y, si se ponen exquisitos como corresponde, yo haría una excursión especial a Desayuno con Diamantes. Y eso es todo, no me pidan más. Cualquier secretito de índole romántica, quedará confinado a la privacidad de mis aposentos maritales. En otras palabras, a rebuscárselas con el hocico.
Yo hoy prefiero hablarles de otra cosa. De hecho no se trata de un film, que es lo que mayormente nos convoca, si no de un libro. Si, si, de un libro, no suenen tan sorprendidos, ya hemos hablado de libros aquí. Y a ustedes, los del fondo, no salgan huyendo como ratas, que la cosa viene bastante entretenida.
El jueves pasado, recién salidita de mi sesión de terapia semanal, me mandé para el Solar de la Abadía y me metí en el local de las librerías Yenny a chusmear libros. Acostumbro a quedarme un buen rato siempre que paso, buscando algún libro que me salte a los brazos. Usualmente me toma una buena media hora, pero ese día, a penas entré, divisé el libro que captaría mi afecto muy rápidamente. De hecho lo vi primero que a ninguno, lo levanté de la góndola y fui derechito a pagar. Tardé más en llegar a la caja (la cola era bastante importante) que en elegir el título. Con cubierta blanca y negra, Ahora y Siempre de Diane Keaton, se convirtió en mi compañero inseparable de los siguientes tres o cuatro días. Debo confesar que lo elegí más que nada motivada por la idea de encontrarme con su método de composición pero, en vez de eso, me encontré con un libro entrañable, profundamente humano e increíblemente honesto, sobre dos mujeres (Diane y su madre Dorothy) intentando expresarse a lo largo de una vida entera.
Keaton escribe un libro de memorias a dos voces. La de ella, que no oculta miserias, ni dolores, ni vergüenzas (el material está lejos de tener el brillo hollywoodense que se le achacaría a una estrella de cine) y la de su madre, ya muerta, a través de diarios, notas, cartas, collages y mensajes de contestador automático. Las dos hablan sin tapujos. Una recordando, desde un presente encarnado y natural; la otra, cruzando con su voz el tiempo y el espacio infinitos. Diane intenta, mientras escribe su historia, descubrir el significado de cada acontecimiento, con el afán de saber si cada uno de ellos, tiene o no que ver con el devenir e incluso el desenlace de sus vidas. Dorothy murió de mal de Alzheimer y su hija trata por todos los medios entender por qué. Lo maravilloso del viaje de memorias que encara, es que la lleva de nuevo de visita por su vida y nos permite entrar en su universo de manera completa. Para nuestra sorpresa, ese universo es absolutamente cotidiano y común a nosotros.
Diane es inteligente y se nota. Aun cuando cuenta, con picardía y gracia maravillosa, que en el secundario la mandaban al curso de los tontos porque era medio caída del catre, se nota que su intelecto es vivaz, hondo, desternillante, colorido, brillante y absolutamente audaz. Es una mujer fuera de serie y, lo mejor de todo, es que ella confiesa abiertamente que se esforzó en serlo. Diane no se envuelve en el halo de los artistas que parecen no darse cuenta de su peculiaridad, si no que, a boca de jarro, cuenta todos los esfuerzos que hizo desde pequeña para serlo. Cómo trataba de que su ropa no fuera corriente (se consideraba una mujer poco atractiva, lo que es una locura), cómo comenzó a usar sombreros para cubrir asimetrías en su rostro, cómo estudiaba teatro con un docente que la consideraba poco talentosa hasta que le probó lo contrario y cómo a los diecinueve se mudó a Nueva York a estudiar, alejándose de su familia y amigos cercanos.
Al ser espectacularmente honesta, confiesa de manera total y natural tanto su bulimia, como que se presentaba a cuanta audición hubiere, aún sabiendo que no estaba necesariamente calificada para determinados roles. Riéndose y con nostalgia, nos cuenta que en muchos castings la rechazaban, por considerarla chiflada. Lo único que siempre tuvo claro, fue que quería un público que la adorara y luces que la siguieran a todas partes, y lo consiguió. Conociendo los anhelos de Dorothy, que también quería sobresalir de alguna manera, no resulta para nado extraño que su hija mayor haya salido al mundo a cumplir los sueños que le fueron negados a su madre.
Dorothy tomaba fotografías, hacía collages (afición que heredó a su hija), escribía minuciosos diarios y cocinaba y cuidaba de los suyos con un nivel de compromiso y creatividad por encima de lo normal. Era un ser diferente y solitario. Apasionada por su marido, lo amó toda la vida, pero ese amor fue tal vez, a los ojos de Diane, lo que le impidió volar fuera del nido, hacia el estrellato que soñaba. Tampoco es casual, que el gran fracaso en la vida de Diane, sea el no poder haber formado una pareja duradera, aún cuando se enamoró locamente de tres hombres notables: Woody Allen, de quien hoy es amiga incondicional, Warren Beatty y Al Pacino. Con éste último, Keaton pretendió encarar la vida entera, pero él no compartió su deseo. En el libro lo describe como un verdadero “Artista”, un virtuoso. Ella dice algo así como que ella es “artística”, pero que Al es, sin lugar a dudas, un “Artista”.
A medida que vamos adentrándonos en su relato, nos vamos dejando envolver por ese aroma a normalidad que tiene la vida de Diane. Repasa los acontecimientos de su vida, invitándonos a identificarnos fuertemente con cada uno de ellos. Ni hablar de Dorothy, que es increíblemente compleja, taciturna y, a la vez, cercana y familiar. Me reí muchísimo en uno de los capítulos en los que cuenta una cena de Acción de Gracias con Warren Beatty, hombre con el que Diane había soñado desde la adolescencia. Ella dice que no podía creer el hecho de ser una estrella de cine y estar de novia con Warren. Todos sus sueños se habían cumplido y, al a vez, parecía que estaba en una especie de realidad paralela. Dorothy, por su parte, daba el retruque final preguntándose de qué diablos iba a hablar con Warren Beatty.
El libro es un testimonio de aprendizaje y se disfruta de pé a pá. Y para los que amamos el cine, es una pequeña ventana a algunos procesos de los que Diane fue parte. La saga de El Padrino, Annie Hall, Misterioso Asesinato en Manhattan, Reds, Alguien Tiene que Ceder y unos cuantos títulos más de ese calibre. Todo contado en primera persona y por una voz amigable, cargada de verdad, de alegría, de amor, de dudas, de dolor y de experiencia.
Ahora y Siempre es un gran libro. Si se lo cruzan en alguna góndola, no lo duden ni un segundo. Dorothy Y Diane, gracias.