El martes a la mañana parecía haber comenzado como cualquier otro martes. El resplandor de un día nublado, entraba por la ventana de mi cuarto y me daba en la cara, mis cuatro gatos estaban acomodándose para hacer fiaca en el lugar calentito que dejó mi marido en la cama a penas se levantó para bañarse, y yo dormitaba, remoloneaba, me retorcía de placer entre las sábanas hospitalarias y envolventes que me abrigaban de manera voluptuosa. Ya podía imaginarme el mate cocido calentito, el jugo, las galletitas en la mesa de la cocina, la radio, los besos de mi hombre que se multiplican cada vez que intenta despertarme y levantarme para arrancar el día juntos. Si, si, parecía un martes como todos los martes de esta dulce, burguesita y acomodada vida que vivo hasta que, desde el baño, la voz de mi marido quebró como un rayo la naturalidad de la mañana.
– ¡Beby, Playboy publicó tu carta!
– ¡Queéeee?! salté como gritando un gol.
Mi media naranja salió del baño con la revista en la mano y una cara de orgullo tal, que casi se me llenan los ojos de lágrimas. Se arrojó en la cama y abrió de par en par las tapas mostrándome como mi cartita había llegado, bien al medio de la página y con título gigante, a la edición de noviembre, de la revista que ya es tanto emblema como leyenda.
Con la carta también les había mandado mis dos libros, por lo que en la respuesta, me los agradecían calurosamente y los nombraban y me nombraban y ¡que groso es que tu nombre salga en Playboy!
La revista quedó en la cama, así que me puse a hojearla tranquila, mirando a las chicas y chusmeando las notas. Esta vuelta, la mejor, era un reportaje a Robert Downey Jr., que estaba on fire y no paraba de hablar. Leí la nota completa, resaltando imaginariamente algunos comentarios y tratando de pensar una columna futura que lo incluyera, y seguí leyendo y mirando. Entonces, en una de las páginas finales me encontré con el desnudo súper recontra hot, súper recontra erótico y recontra rubio de Niki Belucci. Una chica tranquila, tímida, un poco retraída cuya frase favorita rezaba “Haz lo que quieras, igual hablarán mal de ti”.
Con todos estos datos irresistibles, procedí a enfocarme en una de las fotos en la que Nikki, estaba boca abajo, con sus ojitos cerrados y su boca entreabierta y su manicura francesa perfecta en los dedos y el pelito suelto, tendida sobre la cama. ¡Pufffff!!!!, la sangre me entró a hervir casi en piloto automático y el calor se me iba concentrando en algunas partes del cuerpo difíciles de ignorar. Pero mi marido interrumpió el incipiente frenesí, saliendo del baño y gritando que me levantara, que se moría de hambre y que él hacía el desayuno y que si me lo perdía no había más tutía. Prioricé a duras penas la salud del vínculo conyugal y abandoné a Niki en mi cama, no sin prometerle que en cuanto se fuera el gordo… en fin. La cuestión es que me quedé pensando en lo fuertes y poderosas que son ciertas imágenes, ciertos momentos que, retratados o filmados, vuelan la cabeza y las zonas erógenas de los espectadores hasta la estratósfera.
Mientras revolvía el mate cocido en la taza, con la mirada fija en el remolino que producía la cuchara, se me ocurrió preguntarle a mi hombre si se acordaba de alguna escena de erotismo cinematográfico, por la que todavía se sintiera estimulado o perseguido. Se quedó pensativo y se echó al coleto el mate cocido hirviendo. “La escena del granero de Seducción de Dos Lunas… Era un granero o un galpón creo…” El tono de la voz le había cambiado un poco, era como si alguien mas inocente se apoderara de él en ese micro segundo en que su mente volvió a aquel lugar tan particular al que lo transportaba la escena que mencionó. Un lugar agreste, salvaje, adolescente, lleno de hormonas, deseos, miradas furtivas, noches de calores veraniegos, de fuegos benévolos, de total y profunda conciencia de la juventud, pero de una absoluta ignorancia del propio poder sexual. ¡Magia, magia total!
El cine siempre se ha metido con el sexo y el erotismo de manera ávida y curiosa. Nos ha sumergido en imágenes hedonistas, llenas de besos, pezones, frutillas con miel, vendas en los ojos, manos atadas, rincones oscuros del espacio y de la mente. El tema es tan apasionante, tan perturbador, tan movilizador, que pocas veces alcanzamos el nivel de estímulo al que arribamos motorizados por la escena caliente y enloquecida de un película.
Decidí que hoy volvería a mis andadas con el tema de las pequeñas encuestas de valor tan relativo como dudoso. Quería hablar del tema con los amigos de ésta columna, así que me puse a preguntar a troche y moche, acerca de las escenas que nos han marcado de por vida para beneficio o maleficio de nuestra vida erótica y sexual.
Para ayudarme con el asunto, mi marido repartió un mail entre sus compañeros de trabajo de confianza. Esto es lo que contestaron este grupo de cachondos, calentones y mal entretenidos: Para Facundo T., la emblemática escena de la silla con la vasija de Ghost, representa el pináculo del erotismo y el romanticismo dentro de una escena cinematográfica, para Betina, Gerardo y Matías, la extrañamente húmeda y sexy escena de la hierba en Match Point se ha vuelto un refugio afrodisíaco y sugerente, Lucho por su parte, se declaró partidario y devoto de la escena del lecho conyugal de 300, en la que el rey y la reina yacen juntos por última vez. Jason (quien ya es amigo conocido de esta columna) y mi amiga Lujan, separadamente se decidieron por la misma película, aunque en diferentes escenas. Los dos fueron por Infidelidad, el film de Adrian Lane, protagonizado por Richard Gere, Diane Lane y Olivier Martínez, que aterrorizó a todas las mujeres de la tierra (por lo menos a la fracción adúltera). Los chicos fueron uno por la parte “hot” en la escalera, y la otra por la escena en el baño del bar, en la que Diane y Oliver hacen el amor de manera desenfrenada mientras dos amigas de ella la están esperando para tomar el té. Riesgo, sudor y pecado, todo en una sola escena a la luz del día. Yo recordé la de Tacones Lejanos, en la que Victoria Abril y Miguel Bosé, tienen un encuentro caliente en el camarín de él, que es nada menos que un travesti que acaba de personificar a la madre de ella. Esa escena siempre me hace sentir chuchos, pero de esos que son calientes y que medio te desquician un poco.
Todo muy lindo y prolijito, los chicos contestaron honestamente y yo también, pero me quedé con las ganas de indagar un poco mas, de hablar a calzón quitado acerca de las emociones que disparan ciertos momentos, ciertas escenas, ciertas puestas de cámara, ciertas palabras colocadas en las bocas trémulas de los actores y de sus personajes. ¿Acaso puede alguien olvidar la escena de Monster´s Ball, entre Halle Barry y Billy Bob Thornton? La famosa línea de diálogo que ella pronuncia una y otra vez “Hazme sentir bien, hazme sentir bien…” todavía me obliga a cruzarme de piernas, cada vez que se me aparece en la cabeza. La sensación es tan inquietante, tan misteriosa, tan irresistible que, ahora mismo se me está poniendo difícil seguir escribiendo.
La imagen es un arma poderosa, efectiva, irreversiblemente contundente y alcanza los niveles más profundos de nuestra mente, de nuestra construcción, de nuestra estructura, sacudiéndola y estremeciéndola, mejor y más jugosamente que cualquier otro estímulo externo. El cine se ha regodeado en esa idea y la ha perfeccionado de tal manera, que parece no dejarnos otra alternativa más que enfrentarnos con nuestra propia naturaleza ingobernable y sedienta. ¡Gracias! No hay una sola cosa que sea más deliciosa que el mero hecho de ceder al instinto sin justificación, sin pedido de permiso, ni explicación psicoanalítica que nos venga a rescatar de la culpa.
El erotismo en el cine es como un espejo hecho de agua que corre. Te muestra tu reflejo y, a la vez, lo altera permanentemente. Te hace sentir tan caliente, que podes revolverte en la butaca, esconderte detrás del tacho de pochoclos y sudar la gota gorda hasta que se prenden las luces y volvés a ser el tipo que pagó la entrada y que se toma el taxi de la manera mas natural, pero con la mente y los pantalones evaporados. Transformado para siempre.
Hay una verdad que el cine descubre en nosotros cada vez que nos excitamos frente a la pantalla, una verdad que se esconde detrás de todas esas sensaciones narcóticas e irreverentes. Tiene que ver con algo que no pronunciamos, algo que se me hace muy difícil poner en palabras. Eso que aparece cuando veo a James Spader en La Secretaria, enrojecer a chirlos las nalgas de Maggie Gyllenhaal, postrada sobre un escritorio “asumiendo la posición”, o a Clive Owen ordenándole a Natalie Portman que se “doble y agache” para su placer. Algo entre las piernas, por supuesto, pero algo también entre los pliegues oscuros y aterciopelados de la mente, una voz que susurra sobre el negro destellante de los sueños, y por las paredes de papel de arroz de nuestro espíritu.
Algo innegable.
Algo verdadero.
Dedicado a los muchachos de Playboy, que publicaron mi carta.