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CRÍTICAS - CINE

Alptraum

(Argentina, 2017)

Guión y dirección: Ana Piterbarg Elenco: Germán Rodríguez, Bárbara Togander, Florencia Sacchi, Martín Yeyati, Raymundo Levy, Fernando Migueles, Alejandra D´Agostino y Ezequiel Delfin. Producción: Alejandro Giuliani, Mónica Blois, Luciana Roude, Luis Arancibia, Álvaro Urtizberea, Diego Lublinsky. Distribuidora: Vista Sur Films. Duración: 86 minutos.

Soñando despierto

La directora Ana Piterbarg vuelve al ruedo replicando la mística de su ópera prima Todos Tenemos un Plan (2012), el thriller protagonizado por Viggo Mortensen y Soledad Villamil. Su segundo largometraje, Alptraum (2016) reafirma que la artista utiliza el cine como herramienta para abordar la psiquis de personajes oscuros con desequilibrios emocionales. En efecto, esta palabra de origen alemán significa “pesadilla”. La elección del título fue causal para interpelar el inconsciente, desde una mirada freudiana, que evidencie el rol fundamental que juega en el accionar humano. En 2013 centraba el eje en el concepto de los deseos reprimidos bajo la figura de un hombre cuyo deseo de cambiar de vida lo lleva a desmentir la muerte de su hermano gemelo, tomar su lugar y cambiar su destino, sin imaginar las consecuencias a las que lo sometería la elección de (re)vivir un muerto. Aquí incursiona en el campo de los sueños mediante un joven cuya obsesión por develar si aquello que se manifiesta mientras duerme pertenece al campo imaginario o es una señal del destino que predice su futuro.

La génesis del guión es inquietar al espectador en haras de descifrar la mente de Andreas (Germán Rodríguez), un actor y dramaturgo de 38 años que, firme a su filosofía descarteana de “Pienso, luego existo”, se rehúsa a aceptar que su mujer lo abandonó por considerarlo paranoico, producto de las pesadillas recurrentes que padece desde niño con Krampus. Este ser de apariencia diabólica, según la mitología griega, castiga de por vida a todos los niños que se portaron mal. Es interesante como Piterbarg introduce otro concepto freudiano: el adulto ligado a un trauma infantil no resuelto que afecta su conducta, psiquis y valoración moral. Hasta este momento, el tono de la trama recuerda a El inquilino (Le locataire, 1976) o a Repulsión (1965), ambos de Roman Polanski, al combinar el misterio y comedia patética. Entretanto, los minutos avanzan y Andreas, mientras intenta develar si está o no alucinando, se muda al departamento de su tío. Allí conoce a su vecina Hannah, una traductora de alemán cuya vida también comienza a obsesionarlo y la persigue hasta transformarse él mismo en la bestia que tanto teme. La premisa está correctamente enmarcada en una estética expresionista cuyo contraste blanco y negro transmite el suspenso buscado e indudablemente rememora el cine de Lynch. Sin embargo, pintar el cuadro del inconsciente a través de constantes guiños de manual y fusiones artísticas saturadas, anexando escenas con excesivas elipsis y planos detalle con la cabeza del minotauro, resulta poco convincente, denota falta de creatividad y brillo propio. Este encauce, contrariamente al objetivo inicial, no permite que el espectador se pierda al ritmo del espacio-tiempo buscado, y lo mete en un eterno espiral donde no distingue qué ocurre.

Lo más relevante del film es la formidable actuación de Germán Rodríguez, quien logra la performance justa para transmitir la mística que la incesante demarcación artística, incluso musical, no logra. Sus matices introducen al espectador en la piel de Andreas y lo elevan a su estado de confusión extremista de alusiones, sueños y realidad. En este sentido, su actuación eficaz recuerda a Ricardo Darín en el largometraje Un Cuento Chino (2011), dirigida por Sebastián Borensztein, donde era él la base del todo. En ambos casos, al tratarse de un guión lineal que atraviesa la vida de un hombre atrincherado en su propio mundo los actores son la clave del éxito. Pero, al mismo tiempo, este hilo conductor queda trunco y tiene más formato teatral que cinéfilo.

Alptraum es una película atípica que roza lo artesanal. Sin duda, esta apuesta de Piterbarg fue intencional: transmite la ilógica de una mente enferma y abre correctamente las puertas del universo abstracto desconocido. Pero ahondar el terreno del inconsciente no justifica que su encauce incruste permanentemente elementos que entran y salen sin sentido. Hubiese sido bueno darle un cierre a esta propuesta y encauzarla la reflexión que propone. Indudablemente la directora se dejó llevar por un camino del que no obtuvo la respuesta buscada y deja atrapado a Andreas en un callejón sin salida. Esperemos que Piterbarg comience a obsesionarse con nuevos temas y se aleje del espiral elíptico que lejos de aclarar, oscurece y deja un sabor amargo en el público.

calificacion_2

 

 

© Luciana Calbosa, 2017 | @LulyCalbosa

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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