A Sala Llena

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Amadeus

Amadeus

Recuerdo una noche, una
noche muy especial. Yo estaba preparando una materia que me había quedado
previa en quinto año para rendir en marzo. Debía rendir bien, ya que esperaba
comenzar la universidad aquí, inmediatamente 
después. Me salía de la vaina tanto de la excitación, como de la
desesperación.  Estaba sola, con el
corpiño carmesí de encaje que yo misma había teñido como única blusa (en esa
época andaba así por la calle), unos Oxford de jean, las botas texanas y un
millón de collares en el cuello. Recuerdo uno en particular, de cordón negro,
con una especie de colmillo colorado que me colgaba entre las tetas. Mi cuerpo
entero olía a Hawaian Tropic.  Las
ventanas estaban abiertas y el calor del verano me embestía fragante, abriéndome
los poros y afiebrándome la mente con fantasías, demonios y anhelos. En la
mesa: el choclo de bosta de “Derecho Comercial” que se negaba pertinazmente a
entrarme en la cabeza.  Serían las dos de
la mañana como mucho y ya estaba hasta la coronilla de estudiar esa mierda,
pero no conseguía cerrar la carpeta. Tenía terror. Terror de tener que
quedarme, de no poder arrancar la vida que había soñado, de no poder venir para
acá y caminar estas calles, perderme, estudiar, conocer, fornicar, bailar,
emborracharme, tirarme pedos, no dormir o dormir todo el día, leer libros,
comer, montar motocicletas por las autopistas… Entre todo eso y yo, se alzaba una
materia piojosa, esponjosa, aburrida, pedorra, prosaica, tangible hasta el
punto del ridículo. Finalmente me decidí, cerré los apuntes y prendí la
televisión. Enganché Amadeus.

El film de Forman se veía
muy coqueto en mi Noblex de 14 pulgadas, así que lo dejé y me quedé
desparramada sobre uno de los sillones de mampostería, con los ojos muy
abiertos. Por supuesto, para cuando terminó, ya era entrada la madrugada y yo
reventé en un millón de partecitas.

Qué puedo decirles yo ahora
que ya no sepan ustedes de la cinta: nada. Todos estamos enterados que es una
de las piezas cinematográficas más impresionantes jamás filmadas. Todo en ella
exuda maravilla, rigor, belleza, emoción, pasión, intriga, música,
desesperación, genio…  Aquella noche,
rompí en un llanto imparable y desconsolado. Tanto, que mi madre se levantó a
ver qué carajo me sucedía y, al verme en aquel estado calamitoso y angustiante,
se asustó verdaderamente. Yo, como pude, le balbuceé entre sollozos mis temores
y mi ira. Mi vieja me tuvo piedad o, tal vez, me entendió, quién sabe. Me tomó
de los hombros y me zamarreó enérgicamente:
_ Te vas a ir de acá hija_
me decía_.
Vas a rendir bien esta materia de mierda y te vas a ir, te lo prometo
_ me
espetó casi como una orden. Y, por esos poderes que tienen las madres por sobre
nosotros, le creí e hice exactamente lo que me dijo, para mi buena
fortuna. 

Me acuerdo que en aquel
momento, toda mi identificación con la película pasaba por el lado de Mozart.
Ahora que lo pienso, me resulta hasta ingenuo mi punto de vista. En aquella
época, cuando tenía al mundo entero por delante para engullir, me era
redomadamente imposible comprender el punto de vista de Salieri. Creo que la
única arista que le encontré en aquel entonces, fue la lástima que me provocó
el hecho de saber que él estaba redimido de su propia mediocridad, por haber
apreciado el genio de Mozart en su época. Me causaba terrible pena que el
personaje no pudiera verlo. Tonta de mí, creía que a mí siempre me tocaría
jugar el rol del hacedor. Creía que yo siempre iba a estar del lado del que es
observado, temido, envidiado, criticado, incomprendido. Nunca me había tocado
en toda mi vida, estar donde el que mira, donde el que codicia, donde el que
anhela impotente.  Y se me hacía
imposible imaginar, y mucho menos justificar, sentimientos tan viles.  Estaba tan limpia que daba risa. ¡Qué osadía
ridícula, identificarme con Mozart! Me darían ganas de romperme las muelas, si
no fuera por el hecho de que busco desesperadamente y a cada paso que doy,
volver a ese estado, a esa maravillosa ingenuidad, a esa ignorancia virtuosa y
joven.  

El domingo pasado, me
encontré cruzando calle Corrientes con mi amiga Luján y nuestros susodichos,
para meternos en el teatro Metropolitan City (parece que ahora todo es City…
algo) a ver Amadeus, la puesta que
dirige Javier Daulte y que protagonizan Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna. Y
mientras caminaba, me acordé de esa noche, en mi pueblo y, cuando me acomodé en
mi butaca para verla, al tiempo en que se apagaban las luces, todas esas
preguntas terroríficas volvieron a aparecer en mi cabeza, revoloteando como
murciélagos.

El enfoque que mete Daulte
es un poco renuente,  esquivo, aunque con
una poderosa modernidad visual que, por momentos, lo rescata.  Los personajes secundarios están del todo en
la periferia, estereotipados con enjundia. Pero los protagonistas, Martínez y
De la Serna, se la van jugando el todo por el todo y terminan atenazando la
atención y la emoción del espectador en forma categórica.  Son dos monstruos que, estimo, van a ir
encontrando más y más la sangre de sus personajes, conforme tengan más
funciones encima. Y eso va a terminar por darle un acabado virtuoso a la puesta
que, por ahora, está recién entrando en calor.  De todas maneras, el texto de Shaffer se la
banca de tal forma, que la obra en cartel ya juega en primera de movida y vale
la pena sacar la entrada sin culpa.  Pero
lo que a mí más me afectó de todo, fue lo diferente que percibí las cosas esta
vez.

En esta vuelta, conecté con
Salieri y, lejos de horrorizarme, me encontré orgullosa. Orgullosa de ser solo
humana, orgullosa de tener emociones agusanadas y temibles, orgullosa de mi
propia oscuridad, orgullosa de mi propia rebeldía insignificante.  Lo entendía todo, lo conocía, lo mensuraba. Y,
por primera vez desde que me encontré con la pieza, sentí una infinita
compasión por el pobre músico italiano. Allí estaba yo, comprendiendo algo de
mi propia naturaleza y de la naturaleza humana de manera profunda y honesta.
Allí estaba yo enfrentando mis pecados y atesorando mis virtudes. Allí estaba
encontrando “la raíz, de la raíz, de la raíz…”  Y entonces, en el monólogo final, me puse del
bonete otra vez y me volví a reventar en los mismos millones de partecitas de
aquella noche de juventud afiebrada. Mi hombre me sostenía entre sus brazos
mientras yo le escupía la nuca de llanto, angustia y embeleso, al tipo que
estaba en la butaca de adelante y me paraba para aplaudir, a tono con todo el
resto de la sala. Después de semejante emoción, todos salimos un poco en
trance. Hipnotizados.

Una vez nos metimos en el
auto y enfilamos por Figueroa Alcorta para el barrio, me puse a pensar en la
magnificencia del texto. ¡Qué maravilloso escribir algo que enfrente, aunque
sea a una sola persona, con la vastedad de su naturaleza! O mejor: ¡Qué
maravilloso escribir algo que reconcilie, aunque sea a una sola persona, con la
vastedad de su naturaleza!

Quien pudiera…

Mientras tanto,
siempre se puede comprar una entradita y sentarse en la butaca a que te vuelen
la peluca, te den un besito en la boquita y un chirlito en el culito. (Y diciendo esto, lanza al universo
infinito, un rutilante y estrepitoso flato.)

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