Este fin de semana me lo pasé viendo películas. Estaba bastante cascoteada por el calor y otras ñañas, así que decidí tomármelo con calma y pasármelo tirada en camiseta, pidiendo delivery y acumulando pelusa en el ombligo, mientras miraba films online o en la TV.
Mi Chuchi me hizo instalar HBO y me dio la sorpresita de lo mas campante por lo que, después de besarle las patas como corresponde, no me moví más que del sillón a la cama y de la cama al sillón. Los gatos estaban todos desparramados por la casa, echados y despatarrados, tratando de no esforzarse demasiado y yo, chica crecida en el campo, hago lo que ellos hacen porque entiendo que “hay mucho que aprender de las bestias”. Así que no hice esfuerzos casi de ningún tipo.
Entrada la noche del viernes, me pertreché tupidamente de sendos caramelos y porquerías y, después de ver El Príncipe Caspian doblada por canal 13, decidí meterme en el lujurioso, tentador, voluptuoso y profano territorio de Cuevana, a ver una película que hacía rato tenía ganas de chusmear. Había visto el tráiler varias veces en internet, había estado pispiando algunas entrevistas al cast y también, debo confesar, me venía babeando con bríos remarcables, con uno de los protagonistas. La casa estaba a oscuras, el aire acondicionado me renovaba la mente y la madrugada se extendía ante mí como un maravilloso manto espeso y misterioso, en el que no parecía probable ni la más mínima distracción. Por supuesto, me equivoqué. Cuevana estaba en una de esas noches “imposibles” y la cinta en cuestión no podía verse. Tardaba un millón de años en cargar cinco minutos de película, atentando no solo contra la paciencia sino también contra la salud mental. Bastante decepcionada, me fui a dormir y la dejé cargando con la esperanza de verla por la mañana.
El sábado desayunamos, hicimos algunos arreglos en la casa y como a las dos de la tarde, por fin, me reencontré con la película. Anónimo de Roland Emmerich, desplegó su metraje ante mí con inusitada vehemencia y me agarró desprevenida. Estaba bien predispuesta, pero la película tiene una energía desbordada, poco o mal controlada, que me tomó de sorpresa. La vi completa y me quedé pensando un rato. No estaba muy segura de lo que me había sucedido con la cinta, aún cuando la analizaba, re analizaba y volvía a proyectarla en mi cabeza. Por alguna razón no me había convencido, ni con su buena representación de época en sendos escenarios digitales, ni con su fotografía (súper retocada al borde de la ciencia ficción, pero bueno es Emmerich…) ni con sus remarcables interpretaciones en los roles principales. La cosa, por alguna razón, no funcionaba del todo. Pero, como no quería aventurarme, le pedí a mi hombre que la viera conmigo nuevamente esa noche, para tener una segunda opinión. Después de volver a mirarla, pero esta vez acompañada, me convencí del todo: La película no llega o se pasa.
El guión de John Orloff, es un thriller dramático con matices trágicos que, por elevación, pretende homenajear a la tragedia shakesperiana, metiéndose con el mito mundialmente conocido que enuncia que Shakespeare no escribió sus obras, sino que más bien, había alguien detrás, un noble tal vez (lógicamente refinado) que ocultaba su identidad. Anónimo, se vale de esa leyenda (o teoría, como Su Majestad el lector prefiera) y ensambla una historia de proporciones exageradas, pletórica de subtramas y vericuetos, que termina alivianándose sin llegar a buen puerto.
La historia arranca en el presente, en un teatro, con Sir Derek Jacobi en el escenario, enumerando una cantidad de hechos sospechosos en torno al escritor más grande de todos los tiempos. Que fuera solo un actor casi iletrado, que finalmente se dedicara al comercio y que solo dejara como herencia a su esposa e hijas, una cama vieja y ni un solo manuscrito, son algunos ejemplos de las cosas que le hacen el caldo gordo a la teoría que lo desmiente y lo presenta como una especie de testaferro de la palabra. Una vez que estamos instalados allí, viajamos al pasado una y otra y otra vez. El director no se conforma con ir y venir en el tiempo hasta y durante la era isabelina, si no que más bien va, va, viene, va, viene, viene de nuevo, va, se queda, tira unos tiros y vuelve del todo. La historia se torna algo caótica, con un exceso claro en la apertura de líneas narrativas que, de tan abundantes, empiezan a sonar superficiales, efectistas y engorrosas.
Las actuaciones casi excelentes de Vanessa Redgrave y Rhys Efans, se ven disminuidas por la necesidad del director de instalar la acción en escenas expeditivas, que permitan ir al punto de cada una de las historias, sin demasiado desarrollo ni carnalidad verdadera. Las escenas cuentan la tragedia con una objetividad deshumanizada, con golpes de emoción truculenta que, a la hora del epílogo, se antoja barata y un poco traída de la nariz. Emmerich pretende conmovernos, contándonos un cuento desprovisto de vitalidad y escaso de transiciones emocionales y, al final, cuando ve venir que se está quedando corto y no sacamos el pañuelo, nos dobla de un patadón en el estómago. La historia tenía un gran potencial pero, a criterio de esta humildísima columnista, no era para el director que se la puso al hombro. Y si, para rematarla, partimos de que su hermana de género, Shakespeare Apasionado, es una obra maestra, no queda más que encomendarle a Roland a las musas, para ver si la próxima se le prende mejor la lamparita.
Jamie Campbell Bower está digno en su interpretación y, además, está más bueno que comer gusanitos de goma. Rafe Spall, en el rol de Shakespeare hace lo suyo y muy bien. Por momentos es pícaro, liviano y sumamente querible pero, cuando se lo propones, se presenta peligroso, limítrofe, inmoral y amenazante. Es una lástima que no se lo vea un poco más en pantalla. Por su parte, Joely Richardson en el rol de Elizabeth joven, está para el olvido. Demasiado desborde, la voz forzada, la emoción fuera de contexto. Tal vez no sea ella la responsable sino, otra vez, el director. El resto del elenco incurre francamente en el clisé. Los malvados se me ocurrieron un tanto redundantes, sin propuestas originales ni destellos de ningún tipo. Es por eso que, tal vez, Ifans y Redgrave no pueden salvar la película. De cualquier manera, ellos justifican la entrada y vale la pena verlos. Así que, cuando se estrene muchachos, vayan a verla para ver qué les parece porque, después de todo, esto no en mas que una opinión.
Por mi parte, después de verla, me engullí Mi Familia (The Kids Are All Right) por HBO y Capitán América en Cuevana. Acto seguido, los bomberos vinieron a apagarme la cabeza.