Hoy partido a las 3, de Clarisa Navas (Argentina / Paraguay, 2017 – Competencia Internacional), por Guido Pellegrini
El título ya lo anuncia todo. Se trata de la historia de un momento, de una tarde como cualquier otra, en la que unas correntinas futbolistas esperan el inicio de un torneo barrial pésimamente planificado. Corren las horas, baja el sol, se acumulan las nubes, cae la lluvia y la cancha se convierte en una laguna. Pero ellas juegan igual porque para eso vinieron. Mientras esperan que lleguen los demás equipos, demorados por problemas de logística o de tránsito, las protagonistas charlan, se cuentan anécdotas, se mandan mensajes de textos, se enamoran, debaten los partidos de River o de Independiente, y lo hacen todo con asombrosa soltura, con su propio lenguaje y gestualidad.
No hay una trama ni conflictos que deben resolverse. Lo que busca el film de Clarisa Navas es más cartográfico: plantear un espacio y tiempo, un lugar, una manera de expresarse. El torneo, la campaña política del intendente que organiza la competencia, el paso del tiempo y la tormenta que se avecina son excusas o motivos estructurantes. La parafernalia del partido sirve como un andamiaje sobre el que la directora puede erigir su retrato de las protagonistas. Por eso la película logra algo poco común, tener una sólida columna vertebral narrativa al mismo tiempo que rechaza la contención de un tradicional arco dramático.
Para las chicas, el partido a las 3 -y los ritos que lo rodean– funciona como un oasis, un interludio de felicidad. Es un círculo íntimo en el que pueden hablar libremente, jugar y enamorarse. Sólo en una escena parecen ceder los límites del círculo: durante el último partido de la jornada, cuando un grupo de muchachos las acosan desde afuera. Pero ellas no bajan los brazos y marcan el territorio. En la cancha no las van a molestar y eso lo dejan bien claro.
Aunque parezca fácil e incluso perezoso, no lo es: hacer una buena película en la que “no pasa nada”, como podríamos llegar a decir, requiere un gran nivel de disciplina y concentración. Para que funcione, cada escena tiene que rebosar de textura e interés, cada momento nos tiene que decir algo sobre los personajes. Es lo que logra Navas. Trabaja con muchas actrices, no con una o dos protagonistas. Las historias de cada futbolista entran y salen del encuadre. Se desarrollan, pasan a un segundo plano y luego vuelven al centro de la escena. Cuando terminan los 90 minutos del metraje, sentimos que las conocemos a todas, sus deseos, sus sueños de ser jugadoras profesionales, sus despertares sexuales, su necesidad de imaginarse una vida más allá del marco de precariedad que las rodea, sus problemas con el dinero y la financiación de sus equipos de fútbol. Vemos, también, los inicios de posibles romances entre ellas, que tienen toda la frescura y ternura de las pasiones juveniles. En definitiva, se trata de un film que es una bocanada de aire fresco, como estar entre amigas o amigos durante una hora y media. Es eminentemente disfrutable.
La Vendedora de Fósforos, de Alejo Moguillansky (Argentina, 2017 – Competencia Argentina), por Matías Orta
El Pampero no se detiene. La productora de Mariano Llinás mantiene su estatus como caldo de cultivo de films con propuestas que se diferencian de otras corrientes del cine argentino, constituyendo una especie de subgénero. La Vendedora de Fósforos (2017) es el nuevo exponente.
Valter (Walter Jakob) recibe el encargo de montar una ópera en el Teatro Colón. Se trata de una adaptación del cuento “La vendedora de fósforos”, de Hans Christian Andersen, escrita por un alemán (Helmut Lachenmann) que planea mezclar la historia clásica con una anécdota vinculada a la RAF (facción del Ejército Rojo alemán). Para encontrar la manera de llevar el proyecto a buen puerto, acude a su mujer, Marie (María Villar), quien hace malabares entre cuidar a la hija de ambos (Cleo Moguillansky) y cumplir con su trabajo junto a una señora (Margarita Fernández) que gusta tocar piezas clásicas en su viejo piano Steinway. Cada uno de estos mundos no tardarán en coincidir.
Como en El Escarabajo de Oro (2014) y otros films de la factoría El Pampero, Moguillansky parte de un concepto específico para mostrar el detrás de escena de un proceso creativo, y mezcla ideas y cultura de distintos lados, incluyendo Al azar, Baltazar (Au Hazard Balthazar, 1966), de Robert Bresson. La familia compuesta por los personajes de Jakob, Villar y la joven Moguillansky también están haciendo, sin proponérselo, su propia versión del cuento de Andersen, aunque con un tono de humor y toques de ternura.
La Vendedora de Fósforos podrá no estar a la altura de otras producciones de Alejo Moguillansky, pero permite verlo en forma, fiel a su visión hilarante de la vida y el arte.
Reinos, de Pelayo Lira (Chile, 2017 – Competencia Internacional), por G.P.
Alejandro acaba de entrar a la universidad. Sofía está preparando su tesis, sin mucho entusiasmo. Se conocen y pronto terminan en la cama. Entre ambos hay diferencias de edad y de temperamento, ya que ella le lleva unos años y suma más desilusiones y desamores. También hay grietas de clase: él dejó atrás un hogar de clase media alta para instalarse en un monoambiente; ella todavía debe cuidar a su madre, que vive enferma y postrada en la cama, en una casa venida a menos.
El contexto y la situación están bien planteados, pero escasamente desarrollados. Sofía no logra salir del estereotipo de la joven misteriosa. Y él se destaca apenas por su desinterés por todo, por sus estudios, por la sociedad, por la política, por la vida misma. Sólo busca retener a Sofía, con quien tampoco comparte nada profundo. Las escenas de sexo entre ambos son los únicos momentos medianamente convincentes de su noviazgo, pero están saboteadas por un lenguaje de cámara que básicamente consiste en primerísimos primeros planos de la piel de los actores. Probablemente sea un intento de evocar intimidad y pasión, pero todo erotismo se pierde ante la sucesión de tomas casi abstractas, de manchas móviles que gimen y suspiran.
Lo que sí funcionan bien son los diálogos. Hay un gran manejo de cómo se expresan los personajes juveniles con el cuerpo y con el idioma. Lo más agradable de la película está por afuera del vínculo amoroso. Cuando en la pantalla vemos a pibes universitarios en alguna escalinata grafiteada, debatiendo sobre el futuro, la política o la arquitectura que los rodea, ahí el film levanta vuelo. Pero son breves interludios. El foco está puesto en Sofía, Alejandro y su(s) calentura(s). No es que la de ellos sea una relación inverosímil. Todo lo contrario: es predecible y prosaica. Como tantos amores fugaces, sí. Pero, ¿para qué dedicarles una película? Y de todos modos, hasta el romance más efímero tiene siempre algún momento de chispa, de eternidad y poesía, que acá no espiamos por ningún lado.
Es interesante comparar a Reinos con otra de la Competencia Internacional del BAFICI, Hoy partido a las 3. En el film de Clarisa Navas, sobre unas correntinas que juegan al fútbol y al amor, también hay un fluido lenguaje oral y gestual. También hay amores fugaces y calentura juvenil. Pero la película sabe cuáles son sus méritos: no se pierde en las historias mínimas de cada protagonista, sino que plantea un universo, un lugar y un tiempo, un espacio colectivo. Y las escenas de seducción y coqueteo entre ellas son realmente emocionantes. Las vemos ante el abismo de lo desconocido, porque siempre el inicio de algo nuevo provoca tanto miedo como expectativa. Y esto lo notamos en su lenguaje corporal. Todo lo que extrañamos en Reinos.
Dick Verdult: Es Verdad, pero no Aquí, de Luuk Bouwman (Holanda, 2017 – Música), por M.O.
Pocos géneros musicales son tan populares como la cumbia. Un género musical que tiene más de una vertiente. Sin embargo, ¿oyeron hablar de la cumbia experimental? El asunto suena más extraño cuando se sabe que su fundador es un holandés: Dick El Demasiado. Se trata de una suerte de artista del Renacimiento pero en la actualidad, un visionario que no temió ponerse a cantar aún sin ser músico. “Me propuse trabajar la cumbia, destriparla y darle otro carácter, otros textos y sonidos”, confiesa Dick en un momento. Con un castellano estupendo, resulta muy convincente entonando canciones propias de países latinoamericanos. Su subgénero creado lo llevó a tocar en vivo -con ropa de esqueleto- y hasta armó un festival. A su vez, las performances le permitieron trascender fronteras y convertirse en un artista de culto en diferentes partes del globo, como Argentina.
En Dick Verdult: Es Verdad, pero no Aquí (Dick Verdult – It Is True But Not Here, 2017) la cámara de Luuk Bouwman registra las andanzas de Dick: su devoción por la cumbia, su proceso creativo (que incluye computadoras, consolas y artefactos capaces de darle un sonido novedoso a lo clásico), la relación con su manager, los shows. También hay fragmentos de performances en vivo, en radio y TV, que permiten apreciar el carisma y el talento del holandés. Además, el documental se focaliza en sus orígenes (fue criado en países latinos, empezando por Guatemala), cuenta con testimonios de familiares, amigos y especialistas, y no le esquiva a su faceta de escultor, donde también se nota su ojo para lo anticonvencional.
A la manera de un Luca Prodan de la cumbia (de la cumbia experimental, por supuesto), Dick El Demasiado nunca teme arriesgarse ni expresar a través de todas las vías posibles. Bien vale descubrirlo, o redescubrirlo, y Dick Verdult: Es Verdad, pero no Aquí es la oportunidad dorada para hacerlo.