Si lo comparamos con Cannes, Berlín es realmente un festival mucho más relajado, de esos que se sostienen más por la experiencia cinéfila en sí que por el tumulto de flashes, arrogancia y la vieja tradición periodística de “primeriar” en eso de lanzar al mundo que tal o cual persona vio antes que nadie tal o cual película. En función de las semanas de antelación al inicio propiamente dicho, y de las primeras horas desde que comenzaron a proyectarse los films, bien podemos afirmar que la Berlinale combina un nivel bastante bajo de paranoia para lo que suele ser el estándar europeo (en lo que respecta al control previo al ingreso a las salas), un catálogo gigante de propuestas englobadas en un puñado de secciones de lo más variadas (por supuesto, con una fuerte impronta direccionada hacia la ponderación de la cinematografía local), una generosa cantidad de “pasadas” de cada película (las proyecciones en paralelo y repeticiones ayudan a que nadie se quede sin ver lo que desea ver), numerosos teatros reconvertidos en cines o complejos multipantalla (con un espacio entre butacas que llama más a la comodidad que a la furia desmedida por aprovechar cada centímetro del edificio para que ingresen más y más personas al recinto) y una excelente herramienta on line para el planeamiento de la agenda de cada espectador (aquí prácticamente no hay desprolijidades de ningún tipo y toda la información está al servicio del público y la prensa, sin los “misterios” que enmarcan a Cannes en lo que hace a la administración y/ o entrega de las entradas). Si a todo esto sumamos la enorme oferta cultural que tiene para ofrecer la propia ciudad sede, esta edición número 66 de la Berlinale promete una experiencia muy interesante.
El festival comenzó con dos eventos sumamente distendidos, que si bien despertaron un pequeño vendaval de euforia colectiva, lejos estuvieron de la locura que caracteriza a la costa francesa durante mayo. El primero fue la conferencia de prensa del jurado, con Meryl Streep a la cabeza como presidenta, y el segundo fue la proyección para los periodistas del film elegido para la apertura oficial, ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016), el último opus de los hermanos Joel y Ethan Coen. Desde ya que Streep acaparó casi todas las preguntas de los concurrentes, tanto por su prodigiosa carrera como por el rol que por estos días desempeña en la Berlinale: dijo estar honrada y emocionada por formar parte de un jurado por primera vez en su vida, aclarando que no sabe cómo hacerlo exactamente pero que aprenderá sobre la marcha. A su vez comentó con una sonrisa que su voto vale doble en la decisión final y que ha sido “jefa” en otras empresas a lo largo de los años, lo que incluye a su familia. Preguntada por su papel como difusora de los derechos de la mujer, respondió que el propio jurado es un ejemplo perfecto de la inclusión de género que debería primar a nivel social: entre risas afirmó que no sólo las mujeres están incluidas (son cuatro sobre un total de siete miembros; hablamos de Streep de Estados Unidos, Brigitte Lacombe de Francia, Alba Rohrwacher de Italia y Małgorzata Szumowska de Polonia), sino que de hecho dominan el jurado (los representantes masculinos, por su parte, son Lars Eidinger de Alemania, y Nick James y Clive Owen, ambos del Reino Unido). También comentó que no sabe qué buscará en las películas seleccionadas para la competencia, ya que no las filtrará exclusivamente mediante el prisma de su profesión de actriz y se dejará “asombrar” por una cultura nueva, un idioma nuevo y una nueva perspectiva en general, según el film en cuestión. Pasemos sin más a la crítica de la película que marcó este primer día, ¡Salve, César!.
¡Salve, César! (Hail, Caesar!), de Joel y Ethan Coen
FUERA DE COMPETENCIA
Mientras que gran parte del Hollywood contemporáneo -especialmente el que surgió en los márgenes independientes- divide su destino entre las películas con mensajes fastuosos, las cuales por cierto no llegan a sostenerse en términos narrativos, y el extremo opuesto, la sonsera pasatista centrada en productos cada vez más huecos y destinados a la espectacularidad vía CGI de cartón pintado; los hermanos Coen siguen absortos en su camino tan particular, en el que la combinación de distintos géneros y una buena dosis de sadismo no deja lugar para el onanismo cinéfilo de Quentin Tarantino o la pedantería de Steven Spielberg, dos ejemplos de autoindulgencia barata y pérdida de la chispa lúdica de la juventud (respectivamente). Si pensamos en el cine de Joel y Ethan Coen, nos encontramos en un terreno muy diferente: el delirio controlado siempre resulta vitalizante y permite una multitud de lecturas que no quedan aprisionadas en la nostalgia o la colección de citas, dos facilismos estructurales que vienen saturando todo el espectro del “cine de autor” desde hace -mínimo- tres décadas.
¡Salve, César! (Hail, Caesar!) no es la excepción en esta cadena prodigiosa porque aquí una vez más retoman el tono mordaz y caótico de otras propuestas de época, tan misteriosas como descontracturadas, en la línea de El Gran Salto (The Hudsucker Proxy, 1994) y ¿Dónde Estás, Hermano? (O Brother, Where Art Thou?, 2000): mientras que aquellas funcionaban como obras relativamente fallidas y/ o de transición dentro de la trayectoria de los directores, la película que nos ocupa eleva por un lado el nivel cualitativo pero al mismo tiempo se mantiene lejos de joyas como Barton Fink (1991), El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y Un Hombre Serio (A Serious Man, 2009), todas obras maestras de la vertiente cómica de los norteamericanos. Hoy tenemos una suerte de relato coral que gira en torno a la figura del que fuera -en la vida real- uno de los ejecutivos más bizarros del Hollywood de Oro, Eddie Mannix, el encargado durante décadas de mantener a raya a las estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, ahora rebautizada Capitol Pictures: en un período en el que la imagen pública de los actores y aledaños debía sí o sí concordar con los estereotipos del “american way of life” más conservador, el señor se la pasaba escondiendo sus secretitos sucios a ojos de la prensa populista y del corazón.
El Mannix de los Coen, interpretado estupendamente por Josh Brolin, no es un fantasma de la añoranza por tiempos pasados ni un zombie del refrito posmoderno: en esencia se mueve como un workaholic que en los años 50 duda entre abandonar su trabajo (frente a una oferta laboral en otro rubro, para colmo vinculado a la bomba atómica) o mantenerse en la industria del espectáculo (lo que implicaría continuar construyendo máscaras para la vida pública de cada uno de los involucrados en la maquinaría del séptimo arte). Hoy el acento ácido de otras épocas no lo es tanto y esto constituye una verdadera sorpresa, principalmente porque en ¡Salve, César! no predomina la parodia lisa y llana sino una especie de simpatía para con un trabajador fanático que saca adelante un entorno cada vez más complejo, dominado por la Guerra Fría y la crisis del mainstream ante el advenimiento de la televisión. A Mannix no le interesa absolutamente nada más allá de la finalización del peplum bíblico berreta de turno, intitulado por supuesto Hail, Caesar!, lo que a su vez nos reenvía a los pormenores que debe sobrellevar y los protagonistas de tales desventuras.
Si bien el catalizador de la trama es el secuestro de Baird Whitlock (George Clooney), la estrella central de la epopeya en rodaje, aquí tenemos un verdadero desfile de conflictos: la actriz DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) está a punto de convertirse en madre soltera, Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) es obligado a pasar de los westerns -con un dejo musical- a los dramas taciturnos, el director Laurence Laurentz (Ralph Fiennes) se queja precisamente por el desempeño del susodicho, las gemelas “chimenteras” Thora y Thessaly Thacker (Tilda Swinton) amenazan con revelar distintos rumores que circulan en el ambiente, etc. Cada subtrama incluye una recontextualización -entre cariñosa y levemente sarcástica- del sistema de producción leonino de aquella etapa, una estrategia que ha sido administrada con tacto e inteligencia por los Coen, quienes evitan el cinismo y recurren nuevamente a la imprevisibilidad narrativa (cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento, aunque dentro de la lógica errante del film en su conjunto) y a las referencias sutiles al film noir (en esta oportunidad volcado más que nunca hacia el costado más adorable de ese atolladero existencial que le da sentido a los personajes).
Otro punto a destacar son las maravillosas secuencias musicales/ coreográficas que condimentan los vaivenes de la historia; ayudando a balancear por un lado la mojigatería del período y los caprichos de las figuras del star system, y por el otro la monotonía profesional y toda la demencia que engendró el enfrentamiento entre Estados Unidos y la otrora URSS. El mayor mérito de ¡Salve, César! no se reduce simplemente a su condición de sátira afectuosa para con un ciclo histórico que quedó enterrado hace ya mucho tiempo, un mote que sin dudas le cabe a una infinidad de convites similares desde la década del 70 hasta el presente: aquí los Coen desnudan -a través de viñetas coloridas e hilarantes- las idas y vueltas de la manipulación, el escapismo y la soberbia, y cómo en ocasiones pueden ir de la mano de las utopías, la imaginación creativa y la belleza que se deriva del placer estético. Más que versar sobre la bomba atómica o la soberbia sin límites del backstage, el último opus de los hermanos es un lienzo disruptivo acerca de las contradicciones que movilizan al ser humano y al sistema productivo cinematográfico, ahora encarnado en la voluntad férrea aunque muy oportuna de un Mannix todo terreno.
Por Emiliano Fernández