A Sala Llena

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Big

Big

Como el calor ha pegado bastante fuerte en los últimos días y he estado, como quien dice, medio pachucha, me he dedicado devotamente a la tranquilidad. Me la he pasado en casa, durmiendo bastante, saliendo solo para piletear con amigos o rumbo a alguna tertulia fraternal. No he hecho ejercicio salvo nadar un poco, no he trabajado en absolutamente nada y me he aislado llamativamente en mi burbuja de ojotas, tv y aire acondicionado. Ni siquiera la lectura me ha acompañado esta semana. Estoy en esos días en los que los pies te pesan cuarenta y cinco toneladas, la cabeza se te abomba y vas a trompicones por la casa trajinando las chancletas de goma como alma encadenada. Tengo una montaña de ropa sobre la cama del cuarto de huéspedes, que va haciéndose cada vez más y más alta y a la que no puedo entrarle. No muevo un dedo para limpiar o acomodar absolutamente nada. Mi humor está de un semblante más bien decadente, esclavo de las más bajas pasiones y de los deseos de la carne y el estómago. Mi cerebro funciona lenta, trabajosa y laberínticamente y no tengo paciencia con nada.

La vida “relax” veraniega, suele presentárseme como una especie de bálsamo obligatorio. Adoro el verano y no sufro particularmente el calor, a no ser en casos como el de estos días en los que, prácticamente, te trompea la jeta.  La temporada estival, mayormente, me carga las pilas. Es por eso, que cuando me voltea de esta manera, no lo tomo demasiado bien. Teniendo en cuenta que la vida que llevo suele parecerse a la panacea, no me copa demasiado cuando empiezo a sentir esta clase de fatiga, que me pone de soberano mal humor.  A veces pienso que tiene que ver un poco con el paso del tiempo. Tengo achaques. Antes lo tomaba mejor, sin demasiadas vueltas y me la pasaba mirando la tele chocha, tomando chocolatada a litros y comiendo facturas, hasta que se acabara todo el asunto. Ahora es como si una aplanadora se me hubiera instalado encima. Pierdo el espíritu de juego casi por completo.  Será por eso, que encontrarme ayer con esta película me ha resultado tan delicioso, tan reconfortante; casi, casi iluminador.

Quisiera ser Grande (Big) es una película de 1988, dirigida por Penny Marshall, que fue un hito de los 80s. Si, si, pueden decirlo: los tengo hartos con estos constantes viajes al pasado por los que me ha dado las últimas semanas. Pero bueno, enfants de la patria, es lo que hay. Me dio la fiebre “memorabilia” y, por ahora, no hay nada que hacerle. Por supuesto, en este caso en particular, el hecho de que la cinta en cuestión esté protagonizada por mi gran amor platónico en vías de concretarse, Tom Hanks, hace toda la diferencia. Lo tenía medio abandonado y quería volver a traerlo con nosotros, para que no me extrañe tanto. Pobrecito, no puede dormir cuando pasa demasiado tiempo sin aparecer en la columna. Así que, para su tranquilidad y paz mental, hoy volvemos sobre un film de él.

Tal vez no haya mayor signo de decrepitud, que la pérdida de la capacidad de juego. El hecho de no poder creer más, en las cosas maravillosas que la imaginación va creando. La vergüenza, la conciencia permanente acerca de lo que se ve de nosotros y lo que se espera de nosotros; la necesidad de madurar y proveer. Es nuestra efectivísima capacidad de adaptación lo que nos va volviendo acartonados y viejos. Y no se engañen amigos, se les nota. A algunos en la cara, a otros en el cuerpo y a muchos más, en el espíritu. Un espíritu que va perdiendo acaso su parte más emparentada con la eternidad.

Quisiera ser Grande se trataba de un pibe de unos trece o catorce años, que estaba harto de ser pequeño y de que una compañera de colegio no le diera ni la hora ni la temperatura. Cabe aclarar que, para él, lo de pequeño era una cuestión de tamaño, no de edad. Pedía un deseo en una máquina de feria misteriosa, enfurecido porque la chica de sus sueños estaba con un pibe más alto. Se paraba frente al artefacto sobrenatural y lanzaba una frase que rezaba así: I wish i´ll be big (Deseo ser grande). Y cuando amanecía, en vez de ser de mayor tamaño, despertaba teniendo treinta pirulines. Josh (Hanks) acompañado de su inseparable amigo Billy (Jared Rushton), se instalaba en Nueva York, tratando de pasar inadvertido mientras trataba de encontrar la máquina de deseos que lo devolviera a su estado natural. En el camino, entraba a trabajar en una empresa de juguetes en la que, rápidamente y debido a su temperamento infantil, llegaba al puesto de vicepresidente en desarrollo de juguetes. Entonces, la experiencia que comenzaba siendo terrible, empezaba a ser una verdadera aventura. Ganaba mucho dinero, alquilaba un loft de lujo, tenía una secretaria para él solito (interpretada nada menos que por  Debra Jo Rupp), se enamoraba de una colega, tenía su primera experiencia sexual y se convertía en la mano derecha del jefe. Interpretado por el maravilloso Robert Loggia, el dueño de la empresa de juguetes, MacMillan, descubría a Hanks en una juguetería. La escena del piano “a cuatro piernas” se volvió de antología.

 

La película, producida por James L. Brooks, hacía hincapié en lo maravilloso que es ser “grande” cuando se tiene el espíritu de un niño. La música de Howard Shore, condimentada con canciones de Billy Idol, representaba perfectamente la idea salvaje de ver el mundo con ojos nuevos. El goce de la libertad que, cuando crecemos, damos por garantizada. La capacidad de asombro permanente que representa salir a la vida por nuestros propios medios. De hecho, las cosas se complicaban mucho para Josh, cuando empezaba a comportarse verdaderamente como adulto. Su mente de niño colapsaba y perdía el rumbo casi por completo. A esas alturas, solo quería regresar a su casa.

Tom Hanks representaba al niño devenido en hombre, de manera magistral. Su talento todavía no estaba todo lo refinado que estuvo después, estaba en su etapa “comediante chiflado que hace caras”, pero se vislumbraba de forma brillante. Su composición física era asombrosa. Sin miedo, con riesgo y en total y absoluto estado lúdico. Era una metáfora parabólica de lo que significa el oficio de ser actor: jamás dejar de ser niño. Creer en lo que dicta la imaginación a pie juntillas y con entrega absoluta. Esta película es una comedia con todas las letras, perpetrada de manera exquisita por cada uno de sus protagonistas.

La juventud tiene, más que nada, que ver con la capacidad de goce y de sorpresa que tienen los seres humanos.  Generalmente, luchamos contra ellas con el afán de crecer, de adaptarnos, de tener éxito en las empresas encaradas, de ganar dinero, de formar familia, de movernos dentro de la maqueta de la vida, más o menos, por donde la cosa ha sido trazada por años y años. Para mi suerte, he sorteado algunos de esos escollos y en varios aspectos sigo siendo una criatura. Por supuesto, se paga un precio y suele ser bastante alto, pero la recompensa es lujuriosa y abundante. Es por eso, que hoy voy a tratar de sacudirme esta sensación decrépita de encima y proseguiré a hacer memoria de que el día, para mí y en mi universo, siempre es una sorpresa. No hay rutina, no hay obligaciones más que las que quiera imponerme, no hay trabajo más que el que me gusta y, sobre todo, hay una oportunidad tras otra de descubrir algo nuevo, aunque solo sea el vestigio de una emoción desconocida. La punta del iceberg que se divisa a lo lejos, como el comienzo de una nueva aventura.

Quisiera ser grande es una comedia ochentosa, desquiciada y mágica que vale la pena volver a ver. Esconde secretos de la vida contados de manera poco sutil y abunda en lugares comunes, pero, todavía no hemos desculado el sentido del universo y es por eso, que yo no me atrevo a asegurar que no esté escondido allí adentro. Quién sabe, tal vez esté dentro de la caraza de Hanks, o en un zapato, o en una baguette, o en una jirafa, o en una salchicha, o en una carcajada, o en una pandereta, o en un bostezo, o en un caniche, o en una ojera, o en una corbata o en una planta de ruda o… en esta columna.

Salute y buenos días.

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