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CRÍTICAS

Bob Dylan en el Teatro Gran Rex

Bob Dylan en el Teatro Gran Rex

Viernes 27 de abril de 2012

Bob Dylan: teclados, guitarra eléctrica, armónica y voz

Charlie Sexton: guitarra eléctrica

Stu Kimball: guitarra eléctrica, guitarra acústica y mandolina

Donnie Herron: steel guitar, banjo y violín

Tony Garnier: bajo

George Recile: batería

 

Primitivismo y desolación.

Para el público rockero estándar de nuestra inefable contemporaneidad Bob Dylan plantea un serio interrogante en cuanto a “entrega espiritual” y perspectiva ideológica, ejes eternos que sustentan su derrotero en escena: en otras palabras, al mítico norteamericano de 70 años le fascina mostrarse distante y -hasta en ocasiones- disfruta exasperando a sus seguidores mediante jugarretas caprichosas tendientes a desestructurar las expectativas acumuladas y los marcos de referencia de un público que a nivel general, en casi todos los órdenes de la cultura, está acostumbrado a la bobería de los productos mainstream, una previsibilidad recalcitrante y esa mendacidad prototípica de los engendros prefabricados.

Por supuesto que su gloriosa presentación del viernes 27 de abril de este 2012 en el Teatro Gran Rex es un nuevo ejemplo al respecto, otro eslabón más dentro de la interminable seguidilla de desfasajes artístico/ temporales que ha venido protagonizando desde el inicio de su carrera. Quizás más que de una propuesta camaleónica de lo que hablamos es de una inadecuación concienzuda e inconformista para con su entorno inmediato, ya sea mercado discográfico o posición simbólica en una determinada sociedad: simplemente cuando todos esperan respuestas específicas del buen hombre, éste decide que es hora de modificar el rumbo y otorgar algo ligeramente distinto a lo que se pretende de semejante leyenda.

La extraordinaria acústica de la sala y la soltura de la banda crean un ambiente muy diferente a lo ofrecido en sus tres visitas anteriores a la Argentina (1991 en Obras, 1998 teloneando a los Rolling Stones en River Plate y 2008 en Vélez). Si bien ese primitivismo asentado en el folk, el country, el rock, el blues, el soul y el gospel continúa siendo su marca registrada, en esta ocasión el convite estuvo mucho más orientado hacia el rockabilly principalmente porque el señor decidió prestarle más atención a los teclados y dejar de lado -en gran parte- la armónica y las guitarras, lo que en el “universo Dylan” equivale a un macro descenso de decibeles (en Vélez privilegió un sonido más bluesero y enérgico).

Como viene siendo la norma a lo largo de los últimos lustros del Never Ending Tour, el repertorio se dividió entre un puñado de clásicos de la década del ‘60, un par de canciones del visceral Blood on the Tracks (1975) y un buen número de composiciones que abarcan desde fines de los ‘90 hasta el presente; balance perfecto que aglutina el “período de oro” y el regreso reciente a la palestra internacional mientras que niega olímpicamente todo lo acontecido en el medio, esa andanada de discos olvidables. El recital tuvo un comienzo apabullante con versiones estrambóticas de Leopard-Skin Pill-Box Hat del Blonde on Blonde (1966) y Girl from the North Country de The Freewheelin’ Bob Dylan (1963).

Luego de Beyond Here Lies Nothin’, apertura del Together Through Life (2009), llegó la siempre celebrada Tangled Up in Blue del Blood on the Tracks, en buena medida el primer tema “reconocible” que interpretó: cabe aclarar que una de las reglas procedimentales del show fue la sana alteración de canciones con respecto a las versiones originales de los álbumes, aquí uno de los principales recursos al momento de apartar al público de su “zona de confort”. Inmediatamente después arribaron Honest with Me del Love and Theft (2001) y quizás el punto más alto de la noche, la monumental Desolation Row del Highway 61 Revisited (1965), para la cual la banda construyó una ráfaga de guitarras superpuestas.

La agrupación que lo ha acompañado fervientemente durante la última década dice presente una vez más en estas pampas, casi todos cambiando de instrumentos según la obra en cuestión y siempre atentos a los “humores” del líder: George Recile en batería, Tony Garnier en bajo, Stu Kimball combina la guitarra eléctrica, la acústica y la mandolina, Donnie Herron en steel guitar, banjo y violín y el gran Charlie Sexton en guitarra eléctrica. Los muchachos a posteriori arremeten con una tanda de reciente factura compuesta por Cry a While (Love and Theft), Make You Feel My Love (Time Out of Mind, 1997), la genial The Levee’s Gonna Break (Modern Times, 2006) y Love Sick (también del Time Out of Mind).

A continuación se vivieron los minutos más aguerridos -en lo que a intensidad rockera se refiere- con la dupla Highway 61 Revisited, del disco homónimo, y Simple Twist of Fate, otro extracto del Blood on the Tracks, rematados por la irreverente Thunder on the Mountain del Modern Times. Ahora bien, sin lugar a dudas lo que podríamos llamar el “pináculo emotivo” del show fue la demoledora trilogía de cierre: los himnos Ballad of a Thin Man y Like a Rolling Stone, ambos del Highway, y All Along the Watchtower del exquisito John Wesley Harding (1967). El señor, con su habitual parquedad, sólo entregó un bis, una transmutación de la bella Blowin’ in the Wind de The Freewheelin’ Bob Dylan.

Escuchar al viejo Bob en vivo es una experiencia que supera con creces el ámbito musical, los estratos sociales y los clichés intervinientes, constituye un recorrido casi antropológico por lo que ha sido la cultura popular desde la segunda mitad del Siglo XX hasta el presente: esa suerte de estancamiento primigenio o “involución” estilística/ esencial se contrapone con su vacuidad trashumante en cuanto al apartado conceptual, esa condición de “envase vacío” que le ha permitido ser sucesivamente profeta de la paz, folklorista rebelde, mesías de la guitarra eléctrica, recluso pedante, misógino todo terreno, converso patético, recuerdo vetusto de un tiempo perdido o baluarte del clasicismo entre fundamentalista e inconexo.

Pero precisamente allí reside su encanto, en esa incompatibilidad paradójica que ha caracterizado su devenir: verdadero experto en la “traición” sistemática de los sueños atesorados, el estadounidense se abrió camino a fuerza de mantenerse siempre idéntico (hoy su guitarra y armónica descansan aunque siguen alertas) y distinto a la vez (por algo ha sido el “inventor” del típico cinismo rockero y sus salidas facilistas ante la acusación de hipocresía). Dos horas de canciones bastaron para convencernos que esta especie de “big bang sonoro” ofrece la respuesta a todos aquellos que buscamos el origen del género que nos enloquece, ese que desde los Beatles y los Stones viene fagocitándose a la juventud…

 

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