Hay magia en el mundo.
Un proyecto cinematográfico tan arriesgado como filmar el paso de la infancia a la adultez de un niño durante el transcurso de 12 años, con el mismo elenco, podría haber resultado en una historia pretenciosa llena de altibajos e imposible de sostener en el trayecto de su relato, pero Boyhood termina siendo una obra monumental a la que no le sobra ni un minuto de sus 165, gracias al pulso narrativo de su realizador Richard Linklater, quien ya ha experimentado acerca del devenir del tiempo con su saga Antes del Amanecer, Antes del Atardecer y Antes de la Medianoche.
Presenciamos la vida de Mason (Ellar Cotrane), desde sus 5 años hasta los 18, pero no se reduce a relatar la experiencia del crecimiento de un niño, el espectro se amplía y también somos espectadores de cómo va cambiando el mundo adulto en manos de sus padres; su hermana nos ofrece también el proceso de crecimiento en lo femenino, la sociedad, la cultura, su país y el planeta. Una película que multiplica sus vetas de análisis que exceden lo cinematográfico, aspectos psicológicos, sociales, antropológicos y hasta políticos se ponen en juego a la hora de reflexionar sobre la magnitud del filme que acabamos de ver. Estamos en presencia de una generación que se crío inmediatamente posterior al atentado de las Torres Gemelas, presenció la Guerra de Irak, se cautivó con Harry Potter y bailó las coreografías de Britney Spears.
Linklater aborda al humano como un ser social, dependiente del otro y de la cultura, la cuna familiar es el eje de todo crecimiento, maduración y frustración emocional. Los rituales culturales funcionan como un tránsito de una etapa a la otra. Las funciones maternas y paternas están desplegadas desde sus fallas hasta sus habilidades, las cuales posibilitan que sus hijos crezcan siendo testigos de los errores de sus padres pero también los habilitan a un mundo adulto desde el lugar del amor. También nos permite ver como los mayores van siendo influenciados por los más jóvenes y las subjetividades se van retroalimentando entre padres e hijos.
Todo esto se sostiene gracias a que la idea inicial se mantuvo intacta, el director conservó a sus cuatro actores principales durante los doce años, y se transformaron en los cuatro Beatles pilares del film, en clara alusión a una escena de la película. Cotrane crece con su personaje, la metamorfosis del cuerpo y del look no modifica la calidad interpretativa del deslumbrante joven actor. Patricia Arquette está absolutamente maravillosa en su rol de madre insegura, que todo el tiempo debe lidiar entre la maternidad, la feminidad y las aspiraciones personales. Un sólido Ethan Hawke encarna a este padre bohemio, de ideología progresista pero que a su vez debe madurar para transmitir cierta coherencia en la función paterna, y Lorelei Linklater se luce en papel de la hermana mayor mucho más extrovertida que Mason, rebelde y contestataria.
El excelente montaje permite que las elipsis narrativas sostengan una consistencia en el relato, y el paso del tiempo no influya en el eje central de lo que transmite la historia. Otro golazo es su banda sonora, de las mejores de los últimos años, y se escuchan acordes durante el metraje de grandes canciones que marcaron estos doce años: suenan Coldplay, Blink-182, Sheryl Crow, Foo Fighter, Lady Gaga y Gotye entre otros, y tampoco faltan grandes clásicos como Paul Mc Cartney, Pink Floyd y Bob Dylan.
Todos estos recursos cinematográficos y muchos más hacen que Linklater nos capture y nos haga transitar con su minuciosa y concreta mirada en un emocional y épico paseo por el tiempo y el espacio de la vida misma, a través de una obra maestra tan asombrosa como hermosa.
Por Emiliano Román