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#CANNES75 | Cannibalismos 07: Archivos

#CANNES75 | Cannibalismos 07: Archivos

Puede haber sido una casualidad temporal, pero pocas tpelículas an oportunas como The Natural History od Destruction de Sergei Loznitsa (Sesiones Especiales) en el contexto actual de la guerra de Ucrania y los bombardeos de ciudades como Mariupol. Porque de eso trata la película de Loznitsa, de los bombardeos indiscriminados sobre la población civil, fundamentalmente en las ciudades alemanas. La inspiración, esto es, el tema y el título, viene de W.G. Sebald y su Sobre la historia natural de la destrucción, un ensayo en el que se preguntaba por qué la población alemana había borrado de su memoria los bombardeos de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial que dejaron más de medio millón de víctimas, con emblemas como el de Dresde, que muchas veces se ha querido equipar con Hiroshima. Inspiración no implica adaptación, ni mucho menos. Loznitsa prescinde de cualquier otra referencia al texto de Sebald y compone otra de sus películas de archivo (la vertiente de su filmografía que me parece más interesante, con diferencia) con imágenes entresacadas de distintos archivos europeos y que componen una sinfonía de raids aéreos, lanzamiento de bombas, explosiones, incendios y destrucción, mucha destrucción. La película comienza con el Hindenburg, el gran zeppelin del régimen nazi, cuando la aviación se concebía por vez primera como forma de transporte de pasajeros, antes de que el extraordinario desarrollo aeronáutico transformase los aviones en máquinas del terror a un lado y al otro del Canal de la Mancha. Junto al característico tratamiento sonoro de Vladimir Golovnitski, Loznitsa incorpora varios discursos (Montgomery, Churchill) en los que se justifican los bombardeos, la voluntad explícita de aterrorizar y desmoralizar a la población alemana. Menos reveladora que Babi Yar. Context, del año pasado, el principal reproche que se le podría hacer a The Natural History of Destruction es su estructura reiterativa, pero ese es el objetivo de Loznitsa, que seamos testigos tardíos de una de las páginas más problemáticas de la historia europea del último siglo. 

Moonage Daydream, de Brett Morgen (Sesiones de Medianoche), también es una película de archivo y, al mismo tiempo, una película musical que sigue la carrera de David Bowie desde la época de Ziggy Stardust hasta Blackstar, si bien al menos tres cuartas partes de su metraje se centran en los años setenta y primeros ochenta. Pero no estamos ante una película biográfica, aunque más o menos respete la cronología. A lo que asistimos es a un torrente de imágenes de Bowie, fundamentalmente sacadas de conciertos y apariciones públicas, acompañadas de su música y abundantes declaraciones (la suya es casi la única voz que escuchamos, con intervenciones puntuales de entrevistadores o fans). El material de archivo es asombroso y el montaje sigue la estela de The Year of the Horse, el documental de Jim Jarmusch sobre Neil Young, combinando en una misma canción distintos conciertos y épocas. Concebido para ser proyectado en salas Imax, Moonage Daydream funciona ante todo como experiencia musical y estética, un flujo audiovisual que no renuncia al discurso histórico y a las sucesivas reencarnaciones del músico. Esa es su principal virtud: ser capaz de traducir la vertiente camaleónica de Bowie con la única arma del montaje, mostrándonos su evolución y haciéndonos ver que estamos en todo momento ante el mismo artista. 

Si las cuentas no fallan, Tori et Lokita es la novela película consecutiva que Jean-Pierre y Luc Dardenne presentan en Competición en Cannes. La primera fue Rosetta (1999), su primera Palma de Oro, y desde entonces son de esos pocos cineastas que parecen hacer películas pensando siempre y solo en Cannes. La fidelidad es mutua, pese a que los Dardenne estén muy lejos de sus años gloriosos, los que siguieron a Rosetta con Le fils y L’enfant, su segunda Palma en 2005. En un determinado momento intentaron abrir su cine a otros actores, a otro tipo de producciones (Le gamin au vélo con Cécile de France, Deux jours, une nuit con Marion Cotillard), para volver de inmediato a producciones más controladas que tampoco eran las de diez años atrás: los personajes no eran moralmente tan complejos y contradictorios, el maniqueísmo se imponía. Y Tori et Lokita no escapa a esta máxima: la historia de estos dos inmigrantes africanos (un niño y una adolescente) que buscan asentarse en Bélgica acaba siendo una sucesión de calamidades que, por momentos, se postula como una depuración de los elementos temáticos y formales característicos de su cine para, en ultima instancia, resolverse por la vía de urgencia. El pesimismo se ha impuesto en el cine de los Dardenne. 

En este extraño festival, tan distinto a la celebración del año pasado, las mayores decepciones se acumulan en la Competición. Y recuperaciones de cineastas que se consideraban amortizados como Mario Martone, que llevaba más de veinte años sin asomar por Cannes, no contribuyen a elevar la moral. Nostalgia tiene algo de ese cine italiano un tanto tosco y anticuado en sus formas que no sabe de sutilezas y cuyas inverosimilitudes precisan de la confianza máxima del espectador. Su protagonista, Felice, vuelve a Nápoles después de cuarenta años y hasta le cuesta hablar italiano. Con su madre se comunicaba por carta hasta que la pobre anciana dejó de contestarlas. Uno podría pensar que la película se desarrolla en la primera mitad del siglo XX o así, pero no, su ambientación es contemporánea y Felice no se fue a la Luna, sino que vivió entre Beirut y El Cairo, a pocas horas de avión de Nápoles. Se ha convertido al islamismo, pero su principal interlocutor es un sacerdote, con el que intenta arreglar un asunto que le obligó a huir en su día. Felice se encuentra una ciudad que apenas ha cambiado y en la que siguen rigiendo las mismas normal, en la que su amigo de juventud ejerce de capo mafioso. Una muerte separó sus caminos y no se entiende a cuento de qué ahora Felice vuelve sobre ese asunto. Es fácil imaginarse el desenlace, al fin y al cabo el guion de Nostalgia es una sucesión de retales y tópicos en la que solo parecen tener algo de vida los flashbacks de la juventud, los de cuando Felice y Oreste paseaban en moto por las calles napolitanas; cambiando a un formato cuadrado, sus imágenes “envejecidas” son lo más moderno de la película, como si Martone solo se encontrase cómodo en el cine del pasado. 

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