(Estados Unidos, Reino Unido, 2018)
Guion y dirección: Ol Parker. Elenco: Amanda Seyfried, Lily James, Dominic Cooper, Pierce Brosnan, Colin Firth, Stellan Skarsgard, Christine Baranski, Meryl Streep. Producción: Gary Goetzman, Judy Craymer. Distribuidora: UIP. Duración: 114 minutos.
El escenario de la nostalgia al cuadrado
Hace una década Mamma Mía! aparecía como una gran excusa para poner en valor nostalgico gran parte del catálogo de ABBA, el popular grupo sueco de principios de los 70. El éxito de esa primera parte logró que el musical se estableciera como una opción permanente en las principales plazas de ese género teatral pero por alguna razón la secuela cinematográfica tardó un largo tiempo, probablemente haya sido por el agotamiento instantáneo del concepto. Tal idea se repite en este híbrido entre precuela y secuela: ¿cómo es eso? La historia oscila entre la vida de Donna (el personaje de Meryl Streep) en 1979 y su hija Sophie (Amanda Seyfried), quién está embarazada, lo que funciona como disparador para entender los origenes de su madre en la isla griega; su llegada y los encuentros con los tres pretendientes de la primera parte, aquí todos jovenes. La joven Donna interpretada por Lily James (Baby Driver) aporta la frescura de Streep pero contrasta con una frialdad de Seyfried, todavía más evidenciada en esta segunda parte por tener más presencia en pantalla. El resto del elenco sigue en modo recreo porque pareciera que hacer un musical es comprometerse menos con la composición actoral, todo se reduce a “hagamos bien las coreografías y pasemos letra con una gran sonrisa”.
La apuesta en esta nueva película es multiplicar al cuadrado la nostalgia, no solo tenemos las canciones de ABBA sino que además las tenemos también en el tiempo en el cual se escuchaban por primera vez, cuando la historia retrocede para contarnos sobre la joven Donna. No hay muchos pretextos más para abrazar al grupo sueco, su música y su estética vintage pop. Para entrar en el mundo de Mamma Mía! hay que aceptar sus códigos, sus formas y su autoconciencia del desparpajo; son demasiadas barreras las que se presentan (incluso los más ortodoxos de los musicales pueden sentirse defraudados) tratándose de una simple película musical. Cuando sorteamos todas estas capas, también nos encontramos con dificultades en el orden narrativo porque las situaciones de los personajes están casi en el orden la peripecia, un mero puente entre una y otra canción que se pretende homenajear.
Como alguien que no pudo entrar (casi) nunca en las convenciones del musical, y mucho menos en las particularidades de este musical, resulta imposible no verle los hilos a la escenificación, estos funcionan como los engranajes del género (el más artificial de todos, sin duda), por ejemplo, en la presencia de griegos solo como extras para llenar el plano o para sostener a los actores y actrices en algunos números. Ol Parker hizo un film manierista pero sin darse cuenta, el escenario donde se desarrolla la historia pareciera tener un telón que se abre y nos dice: “Aquí va a contarse un cuento”. El mundo no es un escenario sino que el escenario es un escenario, sugería Serge Daney sobre Golpe al corazón de Coppola al reformular la cita a Vincente Minnelli “El mundo es un escenario y el escenario es un mundo”, pero el problema es que la autoconciencia estética sobre las formalidades no es proporcional a la autoconciencia de recepción, es decir, de ignorar que lo artificial pueda exponerse voluntariamente para enunciar una idea. Es probable que se le pida mucho a un producto musical apto todo público, mucho más si se trata de una secuela, y peor aún si es la continuación de un film taquillero. Hay algo de pesimista, por último, si pensamos que las relecturas (remakes, secuelas, precuelas, spin off, etc.) son las que dominan el espectro del cine industrial contemporáneo. Ah, hay escena post créditos, por supuesto.
© José Tripodero, 2018 | @jtripodero
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