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CRÍTICAS - CINE

Crítica: El origen de la tristeza, por Eduardo Elechiguerra

(Argentina, 2018)

Dirección: Óscar Frenkel. Guion: Pablo Ramos, basado en su novela homónima. Producción: Javier Leoz. Elenco: Joaquín Gorbea, Belén Szulz, Santiago Mehri, Luciana Rojo, Lola Carballo. Director de Fotografía: Eduarto Pinto. Duración: 71 minutos.

¿Es un evento en particular o una seguidilla de ellos lo que genera nuestras crisis más hondas? La película de Óscar Frenkel indaga en esta búsqueda con una capacidad de condensación  que debería impresionar, pero más bien cansa.

El origen de la tristeza se basa en la novela homónima de Pablo Ramos publicada en 2007. Narra un verano en la infancia de Gavilán (Joaquín Gorbea) y de sus amigos. El paso de la infancia a la adolescencia, la amenaza de un accidente y cierto escarceo sexual truncado son los pivotes de esta historia ambientada en Viaducto.

Una película no suele confiar tanto en el narrador omnisciente para lograr resultados satisfactorios. Esta decisión suele empobrecer la obra porque se apoya en exceso en la voz en off que narra lo que, finalmente, ningún otro elemento nos transmite. Demasiada confianza en este aspecto denota desconfianza en los alcances de los demás factores en el proceso.

En el caso de El origen de la tristeza (2018) la falencia es más palpable aún porque la propia voz de Pablo Ramos narra de una manera adornada las emociones de Gavilán, el personaje principal. Hay cierta entonación de añoranza de aquel verano, un forcejeo en lo narrado, que termina siendo una pose. Y si bien pocas personas pueden conocer un material como lo hace su autor -y en el caso de Ramos lo es por partida doble- no siempre el creador es el más apto para transmitir oralmente el tono de la historia.

En ese sentido, la película resulta allanada con esta entonación monótona presente en varias escenas. Y ello extiende el ritmo, aunque estemos ante una duración que no llega a la hora y media. Lo que tendrían que ser descubrimientos existenciales sobre la infancia y la pre-adolescencia de Gavilán, no parecen más que caprichos del narrador anonadado. Y no hay en la actuación de Gorbea algo que nos rescate del sopor de estas vidas.

Ciertas escenas deslumbran por el juego de colores, el contraste entre los azules y los tonos más cálidos. Esta sugerencia de la amenaza que se esparce por el ambiente como un reflejo atrapa porque es la evocación del porvenir: la lejana pero certera adultez, un incendio que está por desatarse. Pero no bastan estas pocas imágenes aisladas para contrarrestar el excesivo apoyo en la narración que hay desde el comienzo y que termina convirtiéndose en una distracción.

 

 

© Eduardo Alfonso Elechiguerra, 2018 | @EElechiguerra

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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