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DOSSIER

El exilio de un falso demente

Cada vez que menciono a Paul Verhoeven en una clase me pasa lo mismo. Digo su apellido y en general el alumnado me mira como preguntándose de quien estoy hablando. Por supuesto, eso se soluciona fácil, basta con decir RoboCop, Bajos Instintos y El Vengador del Futuro para que todos, sin excepción, asientan como entendiendo que al menos conocen algunas películas claves de él.

Por supuesto, esto no es lo único que dirigió Verhoeven. De hecho tiene una etapa holandesa con varias películas excelentes (Delicias Turcas, El Cuarto Hombre, Soldado de Orange, Spetters), algunos largometrajes malditos y extraordinarios (Starship Troopers, Flesh and Blood y Showgirls) además de poseer algunos méritos personales en su carrera como haber descubierto a Rutger Hauer y Sharon Stone, y haber entregado algunas de las escenas más salvajes que el cine maintream americano haya entregado nunca.

Además de todo y como dato biográfico Verhoeven es abrumadoramente culto: antes de dedicarse al cine ya era doctor en física y un experto en Segunda Guerra Mundial, historia medieval y un aficionado a la teología. Incluso llegó a tener tal conocimiento sobre este último tema que terminó integrando un grupo europeo muy selecto que se dedica a examinar los evangelios viendo cuales de estos hechos son históricamente probables o improbables.

No hay muchos realizadores que tengan ese nivel académico. Otro caso hoy muy conocido por ejemplo es el de Terence Malick: profesor de filosofía en la universidad M.I.T. y traductor de obras de Heidegger. Sin embargo Malick pareciera hacer un cine acorde a esta cultura: sus películas son refinadas y abiertamente deudoras de la poesía de Thoureau y William Blake.

El cine de Verhoeven en cambio es brutal y no pocas veces escatológico, amante de la sátira de trazo grueso y dueño de lo que alguna vez el crítico americano Dennis Lim llamó “un mal gusto patológico”. En lo único que se parece el cine de Verhoeven al de Malick es en la relación con la religión cristiana, con la única diferencia, claro está, que mientras Malick opta por un cine –así llamado- espiritual y creyente, el de Verhoeven es un cine abiertamente herético (tanto, que hasta uno se pregunta si no hay cierto resabio de fe desesperada en él, ver sino El Cuarto Hombre) en donde no predomina lo espiritual sino lo carnal. De hecho parte del espíritu herético de Verhoeven consiste en desacralizar la noción del cuerpo, y regodearse en personajes femeninos que asumen sin pudor –y a veces hasta orgullosamente- su propia condición de prostitutas. Más aún, en el cine de Verhoeven el sexo casi siempre está más relacionado con lo racional que con lo descontrolado, al punto tal que puede ser utilizado como medio para tener inspiración para novelas (Bajos Instintos), llegar a altos niveles de jerarquías nazis (El Libro negro), ser la base de la economía de una ciudad (Showgirls) y hasta manipular a un hombre para que aprenda a comer civilizadamente con cuchillo y tenedor (Flesh and Blood).

Pero detengámonos mejor en la expresión de Lim. Al –así llamado- mal gusto se puede llegar de varias formas. Gente como Enrique Carreras, Emilio Vieyra o Ed Wood han llegado a ella por una incapacidad increíble para filmar, otros casos como los de John Waters o Jack Hill, lo han hecho porque era lo que se esperaba de películas de bajo presupuesto con vocación de ser asquerosas y/o shockeantes. Si lo de Verhoeven fue definido como “patológico”  es porque parece haber una suerte de necesidad de caer en algo en lo que no sólo no tendría por qué hacer, sino que al hacerlo puede poner en peligro toda la inversión de la película. Está claro que hasta el mayor detractor de su cine puede ver que Verhoeven es un cineasta técnicamente no sólo potable sino hasta virtuoso. Sabe evidentemente crear climas, montar grandes escenas de acción y dirigir actores. Por otro lado, sus producciones pueden tener costos altísimos y pertenecer a géneros cuyos códigos parecieran rehuir a ciertas imágenes que entrega Verhoeven. Sin embargo esto no le ha impedido realizar películas que no sólo pueden tener escenas desagradables o regodeos en cierta estética kitsch, sino también llevar la película por caminos inesperados y no pocas veces incómodos. Una anécdota por ejemplo muy conocida al respecto fue la del film Spetters, un largometraje hecho en Holanda a fines de la década del 70, en pleno auge de películas juveniles como Fiebre de Sábado por la Noche y Grease. El film de Verhoeven parece empezar como un clishé: contando la historia de un conjunto de chicos jóvenes de un pueblo que sólo esperan salir del mismo y triunfar. Sin embargo a los veinte minutos la película empieza a mostrar imágenes sorprendentemente realistas de relaciones sexuales asolescentes. A la hora empiezan a sucederse tragedias horribles y cuando uno ya piensa que los niveles de crudeza no dan para más Verhoeven muestra una escena de violación en un subte. Hacer esto es un peligro para cualquier taquilla: Rick Altman, en su libro sobre géneros cinematográficos, dice que justamente una de las bases del éxito de los géneros tiene que ver con su predictibilidad, con que el espectador vea una película que sabe más o menos los límites que no va a cruzar. Sin embargo con Verhoeven esto no pasa. Su cine muchas veces nos propone meternos en géneros muy reconocibles y  sorprendernos con actuaciones conscientemente horribles, “héroes” de acción brutales y asquerosos (o como en el caso de Starship Troopers, directa y literalmente nazis), o plantear como villanos de una película de espionaje bélico a héroes de la resistencia contra los nazis. Es jugar un terreno complicado que puede terminar fascinándole al público como generarle un rechazo enorme. Es por eso que es casi inevitable que este director haya podido pasar de manera tan brusca de éxitos enormes icónicas a films incomprendidos e irritantes.

Lo que siempre persiste en todo caso en Verhoeven es una consciencia de que una osadía en el contenido tiene que ir acompañada de una puesta en escena igualmente osada. Justamente pensaba en eso mientras veía la nueva versión de RoboCop. Allí hay el mismo intento de hacer una misma sátira política osada y una mirada poco complaciente hacia el gobierno americano. Sin ir más lejos la nueva versión empieza con el discurso de un Estados Unidos que no permite atropellos para su propia nación que si aplica a países extranjeros (más específicamente los de Medio Oriente). Sin embargo hay algo que no termina de cerrar en esa película y es que el discurso político de vocación incorrecta no viene acompañado de una estética igualmente irreverente. Todo es demasiado prolijo en la nueva RoboCop, incluso el futuro “caótico” que plantea está lleno de calles pulcras, en las que no asoma ni la miseria ni la violencia extrema. En la versión de Verhoeven las críticas feroces e incorrectas a la Norteamérica republicana de los 80 (incluyendo su costado satírico de alegoría cristiana aberrante en la figura del propio RoboCop) venían acompañadas de una puesta en escena igualmente brutal y provocadora, capaz de sumergirse estéticamente en la misma suciedad que la película mostraba, regodeándose incluso en una violencia tan exacerbada y mugrosa que hacía que hasta el propio espectador deseara por minutos abrazar la misma ideología reaccionaria de los villanos del film para que todo eso se fuera lo más rápido posible.

Pero quizás lo más interesante del cine de Verhoeven está dado por que muchas de sus grandes provocaciones no son en el fondo otra cosa más que la aplicación de un sentido común.

Justamente respecto de esto último siempre recuerdo una escena de la holandesa Delicias Turcas. Allí su protagonista (un escultor interpretado por un Rutger Hauer que se pasa casi toda la primera hora teniendo sexo) está junto a su novia para inaugurar una estatua. Como la misma era considerada importante a la inauguración va la propia reina de Holanda. De pronto los organizadores notan que la novia de Hauer tiene un escote tan pronunciado que se le ven los pezones. Horrorizados tratan de hacer lo que sea por ocultarla a la vista del público. Una vez ocultada la novia pasan a descubrir la estatua y la misma es una escultura de la chica del protagonista desnuda y con sus pezones al aire. La paradoja del asunto es que cuando se muestra esto el público aplaude sin que nadie quede horrorizado por una desnudez, como si al fin y al cabo el desnudo en un contexto –así llamado- artístico, no tiene ningún tipo de problemas. El concepto de esa escena es claro y es que lo que se considera púdico o impúdico es la gran mayoría de las veces pura convención y que el escándalo no es muchas veces otra cosa que una afrenta a costumbres arbitrarias. De este modo el propio Verhoeven parece contestarle de antemano al espectador que considera escandalosa la cantidad de sexo y de desnudos gráficos que se ven en Delicias Turcas.

Siempre he pensado que Verhoeven sabe algo y es que esa supuesta desmesura de su cine no esconde otra cosa que un nivel de racionalidad y sentido común que de tan elevado y franco nos termina pareciendo shockeante. Después de todo plantear una pareja que puede sostenerse sólo en base a tener buena “piel” en el sexo, hablar de oficiales nazis con sentimientos reales y códigos personales, o relacionar cierta estética del cine de acción y las series adolescentes con el aberrante imaginario ario no es en verdad una excentricidad tan enorme. Sospecho que si hoy a Verhoeven le cuesta filmar (viene atrasando proyectos hace años y su última película data del 2006), no tiene que ver con una locura del realizador sino con una industria –y hasta cierto punto un público actual- que piensa que ciertos temas son incorrectos y demasiado terribles con la misma convicción con la que un esquizofrénico piensa que es Napoleón. Si en los 90 Verhoeven estuvo cerca de filmar una versión en la que Jesucristo era visto como un filósofo ético –o sea, despojado de toda santidad-, más de una década después tiene que ver como sus películas americanas más taquilleras se están reciclando en remakes lavadas, aptas para todo público y cuidadas de no ofrecer imágenes que alteren demasiado a los espectadores. Alguna gente de esa industria pensará que hay un loco en Holanda que supo filmar películas muy taquilleras en tiempos en los que Hollywood era demasiado permisivo. Tengo la sensación, sin embargo, que el tratamiento lo están necesitando otros.

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