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CRÍTICAS - CINE

El Gran Gatsby, según Luciano Mariconda

Fin de fiesta.

En una de las mejores secuencias de El Gran Gatsby, Nick Carraway (un acertado Tobey Maguire) mira perplejo la fiesta que organiza el protagonista y pregunta: “¿por qué hace todo esto?”. Su asombro es más que entendible ya que la celebración es tan ostentosa y excesiva que hasta duele calcular el dinero invertido en ese descontrol de champagne, bandas musicales, bailarinas y confeti que cae de quién sabe dónde. Mientras que el personaje busca la respuesta a su pregunta, se puede indagar lo mismo pero con respecto al director Baz Luhrmann. Ninguno de los dos -Gatsby ni el realizador- pueden esconder aquello que es obvio a la vista. Se trata de una fiesta y una película grande, poderosa, y por momentos, difícil de comprender.

Sin embargo, se puede empezar determinando dos etapas: la fiesta y el drama. En la fiesta todo se encuentra apretado, extremadamente en contacto. Los cuerpos se unifican en la danza, o en besos, o en lujuriosas persecuciones. No hay espacios libres: todo es ocupado a partir del choque entre los personajes. Es una fiesta hermosa, hay que ser sinceros. Pero es más bello lo buen anfitrión que es Luhrmann a lo que diversión se refiere. En este sentido, es interesante la unión entre el personaje creado por F. Scott Fitzgerald y el punto de vista que le otorga el realizador. El público accede a la casa de Gatsby mirando todo con los inocentes ojos de Nick. En las fiestas hay frenesí, y pocos films transmiten las ganas de querer entrar en la pantalla. Pero cuando la fiesta se termina y Gatsby observa como todos se van a sus casas, queda el drama. Y el drama no está tan bien manejado como la contracara de este film. En donde debería haber un igual o mayor contacto entre los personajes -especialmente de la pareja protagónica- el film muestra su costado menos interesante. Es irregular, densa y por momentos, muy fría. No hay demasiado impacto emocional en El Gran Gatsby. Posiblemente, no lo haya por completo.

Si el color rojo era protagonista en Moulin Rouge, en El Gran Gatsby es el azul. Y es un azul muy frío, que si se tuviese que hacer un paralelismo en la película se podría encontrar la imagen en el  muelle escondido detrás de la bruma de la casa del protagonista. La pasión es distante, indiferente. La tragedia existe, pero nunca puede transmitirse. Una gran falla es la elección de la protagonista femenina: Carey Mulligan repite la misma fórmula de inocencia que en otros papeles. La blancura, la pureza, lo inmaculado son elementos que la actriz no puede (o no quiere) dejar de lado. Mulligan, además, pertenece a una escuela de actuación poco interesante y extrañamente latente en la actualidad: es la que enseña que a partir del llanto se obtienen los laureles. Las lágrimas, en esta actriz (Natalie Portman es otra quien se basa a partir de esos componentes), no tienen peso dramático, sino la prueba de la repetición.

Del otro lado de la pareja, está Di Caprio, que sigue demostrando que es un grande. Lo mejor que hace el actor en El Gran Gatsby es componer a su personaje a partir de la ausencia. Todo pasa por esa sencillez que oculta un complejo mundo de sensibilidad. En una secuencia muy lograda, el protagonista le pide a su amigo Nick que organice una reunión con Daisy, su antiguo amor a quien no ve hace años. Gatsby se detiene en el jardín de su amigo y observa que el pasto se halla desordenado, desprolijo, indiferente. En el instante que el personaje le pregunta con delicado respeto si podría hacer algunos arreglos, Di Caprio ejecuta un pequeño gesto con la mano. Es un gesto amanerado que indica la libertad que Gatsby ha tomado con respecto al otro. Las acciones y las palabras ahora son independientes, alejadas de la vergüenza que le pudiera dar todo el asunto (en definitiva, no es más que un niño enamorado). Mulligan, cuando actúa, usa únicamente sus ojos llorosos; Di Caprio, cuando actúa, utiliza todo su cuerpo.

El resto del casting es sobresaliente porque se basa en una increíble correspondencia con la creación de Fitzgerald. Di Caprio es Gatsby, Maguire es Carraway (quien no dista de poseer la inocencia del Peter Parker de Sam Raimi), y Joel Edgerton está perfecto como el oscuro esposo de Daisy. Por momentos, El Gran Gatsby de Luhrmann es realmente la obra concebida por el escritor estadounidense. Uno de los méritos de esta película es captar la esencia de ciertos momentos tal cual fueron delineados en la novela. Por ejemplo, la secuencia en el hotel Plaza en la que el insoportable calor amenaza con desmantelar la verdad entre los personajes, posee la misma textura molesta que transmite Fitzgerald; las fiestas parecen transcribirse desde el papel a la pantalla; y el absurdo y catastrófico reencuentro entre los enamorados denota haber sido leída y comprendida.

Eso está muy bien, entonces, ¿por qué el director cede a sus caprichos? Por aburrimiento, se puede suponer. Hay que admitirlo, El Gran Gatsby es una gran novela pero simple en su argumento. En su superficie por supuesto, no se trata de algo más que un melodrama. Y además, es una obra corta de menos de doscientas páginas, por lo que el director habrá querido darle una mayor mirada personal. Pero ahí es donde todo falla porque las ideas originales escasean y los caprichos aparecen. El 3D aumenta la brecha entre el clasicismo de la novela y la mirada posmoderna de su director. Es contradictorio, porque la persona que entiende tan bien algunas partes del relato es la misma que necesita darle una no del todo novedosa pirotecnia visual (la música pop y anacrónica ya fue usada por Tarantino; la superposición de imágenes ya lo hizo Ang Lee en su Hulk; la aparición de textos en la pantalla lo ha hecho Fincher en El Club de la Pelea). Entonces, retomando la pregunta de Carraway, ¿por qué toda esta exageración? Gatsby, para atraer a Daisy; Luhrmann, para atraer al espectador.

calificacion_3

Por Luciano Mariconda

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