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CRÍTICAS - CINE

El Hobbit: Un Viaje Inesperado, según Leonardo Gutierrez

Un viaje (no tan) inesperado.

Imposible no empezar esta crítica con una advertencia al lector, que es a la vez un lamento: la versión de El Hobbit que se proyectó en la función de prensa fue en 2D y 24 cuadros por segundo. Es decir que esta nota se ve obligada a excluir  en su valoración dos elementos clave con los que el inquieto Peter Jackson concibió y llevó a cabo su película: el 3D que no pudo usar en su trilogía anterior, y los tan comentados (pero nunca vistos) 48 cuadros por segundo. Si un film es mejor, peor o igual con los anteojitos es un largo debate que conviene abordar en otro momento y otras secciones (que justamente, al ser un debate requiere de más voces), aunque adelanto rápidamente mi postura: ni Avatar, ni Hugo, ni Tintín, ni la caverna de Herzog pueden ser “lo mismo” en sus versiones 2D,  y desconfío absolutamente de quien las juzgue sin haber probado su increíble, virtuosa y sobre todo bella utilización de la tan en boga tecnología tridimensional. Serán grandes películas igual, de eso no hay dudas, pero les faltará el motor principal que organizó (al menos en estos cuatro ejemplos) la puesta en escena. Ni más ni menos.

Un rápido repaso de algunas críticas del film advierte que el mismo no depara demasiadas “novedades”. Esto es cierto, pero también lo es que el 100% de esos críticos no vieron las que tal vez sean sus dos novedades más importantes. Sólo me queda intuir, nada más, que el uso del 3D por parte de Jackson no debe haber sido accesorio, un elemento de marketing o una obligación impuesta, y que sumado a la nueva tecnología que propone seguramente cause una sensación de inmersión inédita en un mundo ya de por sí inmersivo. En suma, una película mucho mejor que la que se reseña aquí. Pero esto lo comprobaré en una segunda visión, que ojalá sea la primera de quienes lean esta nota. Dicho esto, vayamos a El Hobbit tal como la pudimos ver.

Lo primero que hay que decir -a priori, pero también luego de vista la primera de ellas-, es que sí, 3 películas para un libro que es más corto que un solo tomo de El Señor de los Anillos parecen demasiado. Aunque no hay que olvidar que las versiones extendidas (o sea, las que Jackson quería) de la saga original duran una hora más cada una, e incluso así dejan varias cosas del libro afuera. Esto es algo que se sabrá cabalmente una vez vistas las tres partes de El Hobbit, pero lo cierto es que este primer acto parece incluir ya sus “versiones extendidas”, haciéndose por momentos bastante lenta (lo cual en Jackson no es siempre un defecto, es justo decirlo) y reiterativa.

Lo de la falta de sorpresa antes mencionada, al menos en esta primera entrega, es absolutamente cierto, pero también comprensible. El Hobbit fue escrito por Tolkien casi como un ejercicio, el “boceto” de lo que sería su obra magna, exponiendo por primera vez su maravilloso y detalladísimo legendarium, que luego utilizó para insertar allí su saga de los anillos, expandiendo historias, razas, mapas y personajes. Jackson debe operar al revés, ubicando una historia “más chica” en un universo que ya conocimos en demasía en tres películas de casi tres horas cada una.

Por otro parte, Tolkien jamás ocultó el carácter infantil de su libro, que de hecho fue su intención. La oscura y erudita complejidad, la enrevesada genealogía, sus idiomas casi íntegros y las analogías con el despiadado mundo moderno vendrían después, en su obra posterior. Jackson lo sabe y lo respeta, en un film mucho más infantil y humorístico que los anteriores. Pero también se nota que quiere “elevar” un material concebido de manera más liviana, y para esto va y viene en el tiempo –sobre todo al inicio-, mostrándonos las relaciones con la historia que vendrá después (pero que ya vimos) y usando varias de sus locaciones (la bella Comarca, la imponente Rivendell) o algunos de sus “viejos” y queridos personajes (Frodo, Elrond, Galadriel, Saruman). El problema de esto es que esas conexiones no son ninguna sorpresa, ya que las conocemos de memoria (se mencionan varias veces en El Señor de los Anillos), las locaciones no asombran, y salvo Elrond, los demás personajes no hacen avanzar la acción, sino que parecen estar sólo como meros guiños (el caso más claro es el de Saruman, que aparece ya con cara de malo malísimo y poniéndoles palos en las ruedas a nuestro amado Gandalf).

Por supuesto que es importante saber que es en esta aventura donde Bilbo se hace con el anillo que tantos problemas (y tantas buenas páginas y películas) causará más adelante, pero por momentos da la sensación de que Jackson se detiene demasiado en esos links, desatendiendo la nueva aventura que tenemos por delante. Que es una aventura más pura y dura, más naif y casi minimalista en sus componentes, un poco a la manera del cuento de hadas clásico que Tolkien tanto amaba: acá hay un dragón, un tesoro, un mago, un héroe y mucho más que siete enanitos. No hacía falta rodearla de implicancias que aún no tenía al momento de ser escrita.

Quizás el último elemento causante de esa falta de asombro sea extra cinematográfico, pero no tanto: Tolkien escribió El Hobbit a fines de los años veinte (la saga posterior es de los cuarenta), y digamos que entre esa época y el año actual se filmaron todas las aventuras fantásticas y épicas habidas y por haber, la mayoría de ellas influidas por la obra del sudafricano. En 2001 la trilogía fílmica de Jackson desmiente este párrafo, proponiendo con inventiva, y prácticamente en cada escena, algo jamás visto. Pero es justamente la excepción que confirma la regla, ya que ahora sí, una vez presenciado en cine el mejor legado de Tolkien, es ahí donde El Hobbit, hoy, no tiene demasiado que ofrecer. Y más aún cuando ante el monstruoso éxito crítico y de taquilla de la trilogía se han hecho una decena de Harry Potters, Narnias, Piratas del Caribe y Crepúsculos, usando todos los recursos posibles y con resultados artísticos más bien desastrosos. A nivel fantasía y efectos visuales estamos contaminados, y Jackson intenta combatirlo con su placidez narrativa y la nostalgia por la vieja saga. A veces lo logra; la mayoría de las veces, no.

Es así que el neocelandés termina compitiendo (a sabiendas) contra sí mismo. Y aunque sigue filmando con ese  virtuosismo y sentido épico (sí, ese que Nolan dice a los gritos poseer, pero del que carece) que lo han convertido en el mejor director del mundo a la hora de recrear una batalla o presentar un nuevo universo, casi todo tiene sabor a ya visto (y esto, insisto, es paradójicamente mérito del propio Jackson, por habernos dejado hace diez años con la boca abierta demasiadas veces). Entonces hay un muy buen prólogo, pero que no está a la altura de ninguno de los tres maravillosos inicios de su saga anterior, especialmente el de La Comunidad del Anillo. Hay nuevos personajes, pero ninguno como Aragorn o Legolas (como a los episodios 1, 2 y 3 de Star Wars les faltaba un Han Solo). Hay un mal, pero no está Sauron. Hay criaturas oscuras, pero ninguna como los temibles jinetes negros o la espantosa araña Shelob. Hay bellas ciudades o fortalezas, pero ninguna como la Torre Oscura o la majestuosa y vívida Minas Tirith. Y sobre todo, hay una aventura, pero no es la que emprende la comunidad del anillo.

Todo es un poco menos de lo mismo, pero aun así Jackson se las ingenia para narrar con solvencia, elegancia y encanto el inicio de una simple aventura infantil. Y es ahí donde hay que buscar, si se quiere, alguna que otra novedad: en la mayor cantidad de escenas con un tono más inocente, de descubrimientos, golpes en la cabeza, chistes simpáticos o simples diálogos. Que si bien no dominaban el metraje de El Señor…., eran, en contraste con las batallas elefantiásicas, su gran acierto y el alma de aquellos films: alguna mirada nostálgica de Frodo, alguna charla íntima entre Gandalf y Bilbo, alguna frase de la bella Galadriel. El gran talento de Jackson (y de sus chicas guionistas Fran Walsh y Philippa Boyens), además de su planteamiento eisensteiniano de cada batalla y su puesta épica, radica en la simpleza con que convierte cada cliché (su saga está plagada de ellos) en momentos emocionantes, incluso trascendentes.

No por nada el momento más logrado y disfrutable de El Hobbit es el del encuentro entre Bilbo y Gollum y sus “acertijos en la oscuridad”. Es un momento mítico dentro del universo tolkieniano, y Jackson la desarrolla con la destreza y el humor necesarios, sin exagerar el tono. Pero como decíamos, al mismo tiempo el director nos (mal)acostumbró a que después de esos agradables pasajes se opusieran unas batallas bestiales. Acá (y al igual que En la Comunidad del Anillo) hay apenas unas escaramuzas que se resuelven un poco a las apuradas, pero donde siempre sabemos -esto es clave- quiénes van a ganar. Sobre la larga escena que transcurre en las Montañas Nubladas y los trasgos (en realidad, orcos) me abstengo de opinar, ya que notoriamente se trata de una secuencia organizada bajo las ambiciones del 3D, y de la cual por ende ignoro sus logros. El mencionado tono infantil puede incomodar al espectador no fan cuya entrega preferida suele ser Las Dos Torres, por su oscuridad, su acción ininterrumpida y su baja dosis de sentimentalismo (sin embargo, este enorme film posee, hacia el final, una de sus más desbordadas y conmovedoras secuencias aleccionadoras, que por su autoconciencia es el corazón –justo en el medio del cuerpo-  de los tres films: cuando Sam le explica a Frodo el sentido de su aventura y la búsqueda del bien).

Una de las pocas escenas de la película que escapa a las comparaciones antedichas y que adquiere vuelo propio es la que presenta –arriesgo- la presencia más notoria de Guillermo del Toro en el inicio del proyecto: me refiero al episodio protagonizado por el simpático mago Radagast, guardián de la naturaleza (tema caro y muy pertinente a la obra de Tolkien) en el Bosque Verde, próximo a caer en las tinieblas de un misterioso personaje. Este momento se parece poco a la trilogía anterior y se acerca al universo Disney, sin ser una cosa ni la otra, lo cual lo dota de cierta singularidad y de un vuelo y goce propios. Pero ése –esos- momentos duran poco, y a medida que avanza, la película se va empantanando en una previsibilidad que, bien concebida o no, la acerca demasiado a una suerte de piloto automático. Que el escape, en el momento justo, de las Montañas Nubladas sea gracias a las águilas gigantes de la trilogía anterior es (esté en el libro o no) algo bastante molesto, casi como las máscaras de Misión Imposible pero sin código genérico ni juego: son dichas águilas las que rescatan a Gandalf de la torre de Saruman, y también las que sacan a Frodo y Sam de una muerte segura en el Monte del Destino. En esos momentos lo perdonamos e incluso les estamos agradecidos, pero aquí, apenas el mago le susurra a una mariposa nocturna, ya sabemos todo lo que viene a continuación, y el film parece ingorarlo. Un nuevo “malo”, un líder orco gigante y gris con un pasado legendario, se ve inmerso en una escena sin vida calcada del prólogo de La Comunidad…, aquel donde Isildur le arrebataba el dedo con anillo y todo a Sauron y se iniciaba la leyenda. Son los momentos como este los que van erosionando el interés del espectador, quien, aunque satisfecho con el innegable diseño de producción, se va acercando peligrosamente al letargo. Y en un cuento que no nos leen en la cama, que presenciamos con los ojos bien abiertos, no hay nada más peligroso que el cansancio.

Para concluir (si es que usted llegó hasta acá o tiene la sana manía de leer primero el párrafo final), El Hobbit no es una película mala (y mucho menos en su género), ni tampoco lo que se dice fallida, pero sí bastante anodina. Pero que quede claro: esto no es la última Batman o Skyfall. Acá estamos hablando ante todo de una película, y una que no da vergüenza, o que no llega a la iritación de las dos mencionadas. Es, simplemente, el inicio de una aventura que va a lo seguro, el run for cover de Jackson, y las novedades habrá que buscarlas en sus avances tecnológicos. Los cuales espero ver pronto, dicho sea de paso, en una segunda visión.

calificacion_3

Por Leonardo Gutierrez

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