Piratas del desierto.
El tridente Verbinski – Depp – Bruckheimer vuelve a unirse en un filme multimillonario para brindarnos nuevas aventuras, esta vez alejados de las aguas del Caribe y situados en el lejano oeste norteamericano, contando una historia que tiene de protagonista a un héroe que ha tenido ya varias apariciones en el pasado, en cine, TV, radio, etc. Se trata del Llanero Solitario, una vez más un héroe que conocemos antes de que lo sea (y de que piense en serlo), pero que terminará impartiendo justicia (palabra clave en su matriz de pensamiento y que guía toda su aventura) junto con su ladero -mal que le pese-, el indio Toro.
John Reid nunca creyó que iba a ser él quien terminara enmascarado buscando acabar con los malhechores del pueblo, puesto que el gran héroe, el valiente, el recio y el implacable siempre había sido su hermano Dan (James Badge Dale). John nunca se imaginó, pero eso fue lo que le tocó en suerte: ser el último ranger, el llanero solitario, la última esperanza de un pueblo que está en problemas. Podríamos pensar que Armie Hammer tampoco pensó jamás que iba a ser el Llanero Solitario, ya que el papel, a pesar de la liviandad y el tono burlón constante con la que se desarrolla la historia, parece quedarle enorme. Hammer, cuyo papel más importante hasta la fecha había sido la del compañero de Hoover en J. Edgar -una actuación realmente muy destacada, dicho sea de paso-, no logra imprimirle al personaje la química necesaria para que genere una empatía con el espectador, aunque también es clave aquí que su personaje tiene muchas cualidades poco interesantes. No solo decide embarcarse en la apoteótica tarea de enfrentar a unos bandidos cuyo temible jefe tiene la mala costumbre de comerse las vísceras de sus víctimas, sino que planea hacerlo sin que esté en sus planes disparar un arma. John no cree en ellas. Lee a Locke. Es abogado. Le interesa el derecho, la justicia, la justicia de los jueces y los tribunales. Y no solo piensa de ese modo, sino que lo repite una y otra vez.
Convengamos que no es el primer ni el último héroe al que no le gusta el derramamiento inútil de sangre (casi todos, acaso), pero si tenemos en cuenta que el tipo hasta la mitad del metraje se niega a portar un arma siquiera por una cuestión de valores, eso no le hace muy bien a su personaje. El segundo aspecto que no le conviene es el modo burlón en que está contada la historia. Porque en cada chiste, en cada gag, en cada tontería que se presenta, siempre es el indio Toro quien se lleva las risas y el Llanero el que queda como un bobo. Y Toro no es otra cosa que Jack Sparrow, pero que en vez de trenzas en la barba tiene un pájaro muerto en la cabeza y la cara pintada de blanco. Hasta sus vaivenes emocionales, sus dudas existenciales son similares a las de Sparrow, nunca del todo seguro de si está ayudando a los buenos porque también es bueno o porque hay algo más detrás. Aquí en lugar de hacer equilibrio y saltar de palo en palo en un barco, la coreografía de los saltos sucede en trenes en marcha cruzando vías, lo cual hace que todo se parezca un poco más a Rápidos y Furiosos 6 que a Piratas del Caribe. Saquen sus propias conclusiones.
Hay dos cosas puntuales que valen la pena en este film: William Fichtner como Butch Cavendish (el villano caníbal) y la fabulosa pieza clásica Obertura de Guillermo Tell de Rossini, que se hace esperar hasta la escena del climax para aparecer completa. Quizás recuerden a Fichtner como uno de los investigadores que perseguían a los hermanos Michael y Lincoln en Prison Break, uno de sus personajes más logrados. Quizás lo recuerden como el jefe de los guardias de la prisión en The Longest Yard, aquella aceptable comedia deportiva de Peter Segal, con Adam Sandler y Chris Rock. El caso es que sea su aparición breve -como en la escena de apertura de El Caballero De La Noche– o un poco más amplia como en este filme, Fichtner siempre enaltece a sus personajes. De la pieza clásica de Rossini no demasiado para agregar, todos la conocemos, pero sí se puede destacar el trabajo
coreográfico en el cual muchas de las notas caen junto con los movimientos de los personajes en esa escena final, un trabajo que le da un toque de distinción a una secuencia entretenida, pero tan edulcorada como el resto del filme. Podríamos agregar una tercera cosa -si es que este tan mentado tono burlón que eligió Verbinski es soportable para el espectador- y sería el indio Toro como comic relief permanente, siempre con una frase tonta en el bolsillo y con la repetición como punta de lanza del humor.
Un detalle llamativo de parte de la dirección de Verbinski es su imaginación para contar un relato muy violento con puestas de cámara y elecciones de plano aptas para todo público. El recurso más común es que de las heridas de bala no emana casi sangre, pero hay planos mucho más rebuscados que buscan claramente contar sin mostrar y que son tan curiosos como destacables. Por último, el filme está contado en un incomprensible flashback por el propio Toro, ya avejentado, ante un niño en una feria. Idas y venidas, de aquí para allá, para que el niño pregunte: “Pero entonces qué pasó con tal cosa?”, “¿No se suponía que pasara aquello?”. Un recurso por demás innecesario, que no aporta absolutamente nada al relato en sí y que termina por molestar entre tanta ida y vuelta. Más si tenemos en cuenta que el filme alcanza los 150 minutos de duración…
Por Juan Ferré