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CRÍTICAS - CINE

El niño y la garza (The Boy and the Heron)

EL FIN Y EL FINAL DE LA FANTASÍA

Si quieren una crítica “convencional” sobre El niño y la garza, busquen en otro lado. Si lo único que les interesa es saber si vale la pena verla o no, vaya pues mi “vale la pena”: de acuerdo con la confianza que me tengan, decidirán. La entrada de cine está cara -como todo, claro que sí- y elegir en qué taquilla depositar los morlacos no es sencillo. Aquí la inversión garpa. De paso, vi la película con mi nene de siete años en pantalla grande y no sólo entendió sino que le gustó y no se aburrió. Y es fanático de los videos tontos de YouTube (no, en esta casa no se impone “cultura”, se la descubre, y ya sé que no es el tema del texto, pero también es el tema del texto).

Bueno, El niño y la garza, entonces. Decir que es una obra maestra es exagerado, pero al mismo tiempo uno se pregunta, a esta altura, de qué otro modo puede definir una película de Hayao Miyazaki. Animación perfecta, guión perfecto, libertad absoluta, experimentación y tradición intrincadas en una forma sólida: todo eso. Y además, y creo que esta es la razón por la cual nuestra cabeza grita “obra maestra” en ciertos casos, cada vez que uno piensa en ella descubre que no ha visto antes nada igual y, como consecuencia, quedan en la memoria. Ahora bien: El niño… tiene muchos elementos de lo que conocemos del autor. La existencia de mundos diferentes, de otros universos que complementan e influyen el nuestro, aparece en Castillo en el cielo, en Ponyo, en El increíble castillo vagabundo y, central en Chihiro (y de modo lateral, con sus dioses animales, en Totoro y Mononoke). Es el lugar donde la imaginación, conducida por la tradición japonesa del shinto, desarman la realidad cotidiana en componentes trascendentes y le otorgan una iluminación al protagonista. Otro elemento es lo autobiográfico: la enfermedad y ausencia de la madre, el gusto por los aviones que procede del padre, el desamparo infantil frente a las tragedias (Miyazaki fue un niño que atravesó la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la crisis posterior) están muy representadas en su obra. Y todos esos elementos, incluso la tragedia “real” que aparece en Se levanta el viento, están en El niño… a modo de resumen. De allí que podemos creer que estamos ante una especie de addenda a una obra, de un manual de estilo o de un mapa de motivos. Pero no, es otra cosa.

La historia transcurre en dos planos. En el primero Mahito, el protagonista, un niño de diez años, pierde a su madre enferma en un bombardeo y un tiempo más tarde se muda con su padre al campo, donde éste fabrica partes de aviones y se ha vuelto a casar con, nada menos, la hermana casi idéntica de su primera esposa, que además espera un bebé. En el segundo, tras la desaparición de la tía/madrastra, Mahito entra en un universo lleno de magia y peligros, un mundo donde los vivos y los muertos parecen convivir, para rescatarla. Extrañamente, Miyazaki se toma su tiempo para llegar a ese lugar y nos permite contemplar la belleza del diseño realista del dibujo, donde aparecen además algunos apuntes sociales que no solían aparecer en su obra (el desfile de “festejo”, triste y apesadumbrado, con el que algunos habitantes de un pueblito despiden a jóvenes recién reclutados para el ejército japonés es un comentario breve y poderoso que pinta todo). Una vez en el mundo fantástico, hay una serie de aventuras que no carecen de dimensión simbólica (las almas que tratan de reencarnar pero son devoradas por pelícanos, por ejemplo) y el encuentro con una niña que es la madre muerta -algo narrado con una naturalidad sorprendente, sin revelación sorpresa- y un encuentro final con el “amo” de todo este universo, alguien que debe apilar piezas “buenas” cada tres días para configurar el mundo y que permanezca. Este elemento es quizás el más intrigante de toda la película.

Porque por primera vez encontramos en la obra de Miyazaki a la encarnación no de un artista o demiurgo, sino de otra cosa. Ese personaje, ese tío lejano, es artista “por deber”: sin el ejercicio de la imaginación, el universo no existe. De algún modo, es Miyazaki justificando su arte. Y sin embargo (lo lamento, el autor cree que la belleza de una obra no puede depender del “spoiler”) cede a una idea mucho más poderosa: el amor, el mundo cruel y físicamente infranqueable que nos rodea, es la elección más justa ante la catástrofe. Si Mahito, como Chihiro, finalmente regresa a “nuestro” mundo (el final, con esa habitación vacía, recuerda a aquel film) lo hace porque descubre una verdad que es infranqueable e impresionante aprendida en ese extraño castillo donde los universos y las épocas conviven: somos producto y protagonistas del tiempo que nos toca vivir, no de otro. Sólo en Se levanta… el tiempo del relato de extiende tanto como aquí, pero en ese caso se trataba de una película totalmente realista y biográfica. Aquí, incluso con pistas autobiográficas o marca de época, estamos en una ficción que se desarrolla a lo largo de varios años aunque la acción central lleva apenas un par de días. Mahito pasa de sus cinco o seis años a sus doce o trece. Y se integra a la realidad.

Este escriba lleva años pensando que existe un vínculo entre la obra de Miyazaki y la de Tolkien que no es precisamente que el japonés haya leído al británico, ni que ambos sean “ecologistas” en el sentido anacrónico en el que se utiliza el término hoy día. El niño…, por fin, ilumina el símil. La obra de Tolkien rezuma amargura: sobre todo El Señor de los Anillos es un libro sobre la desaparición de la magia y de la fantasía en el mundo “real”. Finalmente, no quedan elfos, ni trolls, ni dragones, ni monstruos, sino sólo hombres tratando de vivir como pueden en tensión con las reglas de la física. Tolkien, de quien Borges decía que no sabía para qué escribía, llenaba páginas tratando de recuperar la infancia perdida (también fue un niño que perdió a su madre, dicho sea de paso, y que sufrió guerras). En esta película, Miyazaki culmina ese discurso de “disolución de lo fantástico”, de ruptura final del puente con el universo imaginario, que había comenzado con Chihiro. Si en Totoro las criaturas imposibles continuaban acompañando a las niñas incluso en los títulos de crédito, hoy toda fantasía debe ser clausurada para integrarnos al mundo. Paradójicamente, la película muestra que el mundo “irreal” aún existe y podemos atesorarlo en la memoria arte mediante, pero ya no podemos experimentarlo de un modo no vicario. La gran melancolía de El niño… no proviene ni de la desaparición de la madre (cuando Mahito se separa al final de la niña que se convertirá en su mamá, le dice “pero te vas a morir” y ella, sin ninguna tristeza, dice “no importa, se compensará por ser tu mamá” y se despiden sin llanto), ni del colapso del “portal” entre los mundos, sino en el reconocimiento de que el tiempo pasa, de que nada es para siempre, de que en algún momento hay que tomar decisiones y no refugiarse en la solución mágica (y en esto sí es bastante diferente de Chihiro, donde una prueba de fantasía deshace un conjuro). 

Es probable que El niño… sea la moraleja final (saquen la parte “moral” del horrible término porque no corresponde, pero es la palabra que tenemos) de la obra de Miyazaki, un hombre de 83 años que salió de su retiro porque tenía algo que decir. Y que esa moraleja es “disfruten del juego, métanse en un cine a dejarse llevar por la fantasía, porque fuera de la sala no hay soluciones mágicas”. No deja de ser un reconocimiento triste de cómo es el mundo. Pero aunque suene contradictorio, es esa tristeza la que le otorga belleza al recuerdo: recordar de modo bello, en última instancia, es una gran tarea para un artista, y pocos pueden arrogarse ese título como Miyazaki.

(Japón, 2023)

Guion, dirección: Hayao Miyazaki. Voces: Soma Santoki, Masaki Suda, Kô Shibasaki. Producción: Toshio Suzuki. Duración: 124 minutos.

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