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DOSSIER

El tipo que hace una película por año

En el brillante, breve y
potente estudio que hace Thierry Jousse sobre John Cassavetes, el autor señala
que una de las grandes paradojas de este director es que el mismo que había
destrozado como ningún otro el sueño americano en sus películas, era también al
mismo tiempo la figura del self-made man capaz de haber construido su propio
nicho en las afueras de una gran industria. Creo que en algún punto pasa lo
mismo con Woody Allen, este director se la pasó en su filmografía construyendo
personajes que parecían hechos para el fracaso, a veces por una personalidad
inconscientemente autodestructiva, a veces porque el azar termina  jugándoles una mala pasada (y a veces por
ambas cosas, como pasa con Jasmine en su última película). Así es como el cine
de Woody Allen se atestó de fracasados conscientes, personajes que a veces no
tienen la inteligencia como para triunfar pero si la suficiente como para tener
plena consciencia de ese fracaso, como aquel director de documentales de Crímenes y Pecados, el ladrón de poca
monta de Robó, Huyó y lo Pescaron o
el excepcional guitarrista de jazz de Dulce
y Melancólico
(un fracasado amoroso en este último caso). Sin embargo la
propia carrera de Allen parece ser el ejemplo más cabal de un triunfo profesional
capaz de hacer un largometraje periódicamente con una libertad creativa que le
permite tener control total hasta de la campaña de promoción del film, contar con
grandes estrellas de Hollywood que reducen notablemente su cashé para poder
trabajar con él y con un prestigio que le permite haber ganado innumerable
cantidad de premios, varios de los cuales el director se dio el lujo de ni
siquiera ir a recibirlos.

La gran obra maestra de WA
no está en ninguna de sus películas sino en la capacidad que tuvo de hacernos
sentir que esa construcción de una filmografía no es más que una mera rutina
que el director hace a fuerza de una costumbre y no un logro prácticamente sin
precedentes en la historia del cine norteamericano.

Pienso que este tipo de
cuestiones no tiene sólo que ver con la idea de que ya se nos hizo tan habitual
encontrarnos con una película de él que uno ni se frena a pensar bien su
carrera, sino que tengo la sospecha que las propias características de su cine
ayudan a alimentar ese sentimiento. Hace poco por ejemplo fui a ver Blue Jasmine, su mejor película en lo
que va del siglo XXI, y puede que una obra maestra. El relato vuelve a las
mejores virtudes del realizador, una síntesis narrativa excepcional que le
permite contar decenas de cosas en poquísimo tiempo, una capacidad increíble de
cambiar de registro en pocos segundos pasando de lo cómico a lo incómodo sin
que uno siquiera se dé cuenta y una habilidad impresionante para la dirección
de actores que en el caso de Blue Jasmine
le permite hacer que sus intérpretes rocen con elegancia lo caricaturesco sin
tocarlo –la grandeza de la interpretación de Blanchett está en siempre estar al
borde de caer en el rídiculo-. Lo que más sorprende de la película no es tanto
sus momentos más terribles sino la manera sencilla en la que WA reside resolver
visualmente las escenas en la que su protagonista estaba “bien”, las épocas en
las que tenía dinero y estaba rodeada de lujo. Una de las mejores escenas de la
película está justamente en el momento en el que el personaje de Alec Baldwin
le regala a Jasmine una pulsera aparentemente muy hermosa. Digo “aparentemente”
porque nunca hace un plano detalle de la misma, su color negro y la distancia
con que lo toma la cámara sólo hace que uno pueda saber que es una joya muy
notoria por el comentario que hace Blanchett y porque después, en una fiesta
una mujer habla con Jasmine y le señala lo bien tallada que está ese accesorio
recientemente adquirido. Sin embargo nunca hay un regodeo en este lujo, Allen
prefiere mirarlo no desde una perspectiva extasiada sino meramente
materialista, mostrando al fin y al cabo lo realmente pequeño, frívolo e
intrascendente que es ese mundo de lujos. De ahí que cuando uno vea al hijo de
Baldwin abandonando Harvard para irse a trabajar a una tienda de discos no
sienta pena por él ni piense que bajó de nivel, sino que sólo cambió de
entorno.

No se trata de una mirada
crítica a la burguesía sino de algo más filosófico por parte del realizador y
es que para WA nunca hay nada lo suficientemente revelador como para cambiar
nada. En su mundo dominado por el azar en el que una infidelidad con una cuñada
puede no sólo no ser descubierta sino ayudar a que la pareja termine
reafirmándose, en el que los crímenes pueden salir perfectamente impunes y las
culpas por asesinatos resultar transitorias, y artistas capaces de hacer obras
sumamente sensibles pueden ser también matones desalmados y sin ningún tipo de
sentimientos en la vida diaria, no cabe lugar para pensar que haya algo
realmente excepcional o que nos dé un entendimiento cabal de cómo funcionan las
cosas, así es como todo finalmente es parte de un gran absurdo donde no cabe
mucho lugar para destacar una cosa por sobre otra. De ahí que incluso en Blue Jasmine un momento tan terrible
como el arresto de Alec Baldwin pueda ser filmado en plano general y a pleno
día, como un instante más de rutina de la policía.

Esto también habla de algo,
y es la idea de pensar que Allen no tiene ideas sofisticadas de puesta en
escena parte de la concepción errada de creer que hacer eso implica
necesariamente construir escenarios espectaculares y hacer complejos
movimientos de cámara. En sus mejores películas, Allen tiene la habilidad
justamente de construir una puesta en escena capaz de hacernos sentir con
liviandad las cosas que para otro director serían mostradas excepcionales. De
ahí que quizás sus momentos más virtuosos como cineasta suelan pasar
desapercibidos en una primera mirada y de ahí que los logros de él como
director puedan ser percibidos por nosotros como algo extrañamente despojado de
toda excepcionalidad, como si su idea de una imposibilidad de creer en una
épica se hubiera trasladado a las concepciones sobre su carrera. Justamente en Dulce y Melancólico, una de sus obras
maestras olvidadas, una mujer interpretada por Uma Thurmann le pregunta a Emmet
Ray (Sean Penn) guitarrista virtuoso y genio musical, que piensa cada vez que
pone a tocar. Ella espera una respuesta filosófica y trascendente y él lo único
que responde es “que me pagan poco”, dando a entender que lo suyo de ponerse a
tocar mágicamente no es más que algo que le sale con una naturalidad
inexplicable. El gran tema del universo alleniano parece estar ahí, en que las
perspectivas engañan y que vistas las cosas desde afuera no parece haber nada
más que accidentes, fichas que cayeron en ese momento porque simplemente cayeron
ahí, en un mundo donde hay que aceptar que hay injusticias, neurosis venidas
posiblemente de la genética, talentos increíbles para el arte por artistas
insensibles, solamente porque existen, como si en verdad para Allen el mayor
misterio del mundo no sería otra cosa que una inquietante transparencia y la
forma de filmar su descontrol no es con una cámara movediza y nerviosa sino con
una resignada neutralidad.

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