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Columnas - PAULO SORIA - Fantástico inoxidable

Fantástico inoxidable | Por qué Laberinto es un clásico

Hay películas que no fallan. Si Laberinto (1986) —dirigida por Jim Henson (creador de los Muppets), escrita por Terry Jones (un Monty Python) y protagonizada (o villanizada) y musicalizada por David Bowie (un extraterrestre)— no se convertía en clásico, habríamos fracasado como especie antes de tiempo.

Porque Laberinto no es una simple fábula fantástica: es la puesta en escena de la transformación de una adolescente que deja de ser niña, un coming of age fantástico.

Sarah, vestida como princesa de cuento, abre la historia recitando un texto, como si invocara una fuerza que aún no comprende:

 

“A través de peligros incontables y penalidades sin número,

he luchado hasta llegar al castillo más allá de la Ciudad Goblin,

para recuperar al niño que has robado.

Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya,

y mi reino tan grande como el tuyo…”

 

Pero olvida el final. Siempre le pasa.

Y ahí está la clave: ese olvido será el síntoma que dará motos a su iniciación. 

Seguido a esto le encargan una actividad adulta que no quiere enfrentar. A todos los héroes les ofrecen una aventura y se niegan como primera reacción. Es la ritualización de un proceso humano, es el miedo a lo desconocido. Un mortal cualquiera se podría quedar en la negativa, pero las heroínas y héroes finalmente aceptan enfrentar la aventura. 

Sarah se niega primero a cuidar del bebé. Hasta compite con él, le quita el oso de peluche Lancelot, como aclarando que él no es el único niño allí. Esa es su verdadera negativa al llamado, porque la aventura que se le propone es la de dejar la niñez entrar en la adultez. 

Ella le pide a las fuerzas su mundo imaginario, privado. Ruega al Rey Gnomo se lleve a su hermano, que borre toda competencia de niñez allí. Y para su sorpresa, esto se hace realidad. 

El Rey Goblin, mitad rockstar y mitad amenaza, le ofrece a Sarah la posibilidad de rendirse, que olvide al bebé y juegue con sus muñecas. “No puedo”, responde ella.

Ha iniciado su camino hacia el heroísmo.

Sarah tiene ahora trece horas para cruzar un laberinto antes de que su hermanito se convierta en gnomo. Trece horas marcadas en un reloj imposible, el número que rompe la cronología humana. Es el inicio del tiempo ritual, ese que describía Mircea Eliade, donde no rige la vida cotidiana sino el pulso de los mitos.

Sarah entra al laberinto creyendo que será fácil. Error. Una hada la muerde, cuando Sarah pensaba que las hadas eran buenas. Pero todo está invertido allí, así se lo aclara el extraño Hoggle. Sarah va a descubrir guardianes que mienten y oráculos que hablan en acertijos. “La pregunta correcta”, “el camino hacia atrás”, “las cosas no son lo que parecen”… El viaje, podría decirse, casi no es por un territorio, sino por las tradiciones literarias y orales. Todas las fábulas humanas habitan allí. 

El laberinto, así, va a ser aprendizaje: comprender que crecer es perder la inocencia sin perder la imaginación.

Sarah empieza a aprender y actuar en consecuencia en este nuevo mundo. Cuando Jareth, el Rey Goblin, advierte que ella “no debería haber llegado tan lejos”, el público ya sabe lo que ella no: que Hoggle va a traicionarla. Esa diferencia de información, puro suspenso hitchcockiano, sostiene la tensión interna del mito. Pero Sarah negocia con la picardía de Jareth, le compra su lealtad a Hoggle con una pulsera de plástico: la inocencia de la niñez transformándose en la calculadora de la adultez.

El villano acorta el tiempo —otra trampa del mundo invertido— y ella se rebela. “¡No es justo!”, grita. “Dices eso a menudo”, responde él. Sucede que no es justicia lo que gobierna el laberinto, solo hay ritual y transformación impuesta por un monarca que encarna todas esas oscuridades del mundo adulto. Ese mundo que apesta para Sarah.

Entonces aparece el pantano del hedor eterno y el viejo con un pavo en la cabeza que advierte: “El camino hacia adelante a menudo es el camino hacia atrás”.

Hay también, como mandan las fábulas, una fruta envenenada. Aquí es un durazno encantado —esa “manzana bíblica” modificada— que, en lugar de dormirla como a Blancanieves, va a borrar la memoria de Sarah. Pero antes, se enfrenta a una extraño sueño. El deseo representado en este sueño donde se encuentra en un baile dentro disfraces victoriano, no es el de ella, sino el del adulto perverso que la observa: Jareth, el rey Goblin que intenta seducir a la niña que aún no es adulta. Porque en el baile dentro de la pompa de jabón, ella aparece como mujer, pero atrapada en un sueño ajeno. El erotismo del poder adulto está disfrazado de fantasía para engañarla. Y, en el momento, parece que así lo hace. Porque, cuando los relojes la despiertan, vuelve el tiempo cotidiano, el enemigo del mito.

Entre montañas de objetos olvidados, una mujer de la basura la recibe como guardiana del pasado. El basural no es literal: es la memoria infantil acumulada, el museo de juguetes, de miedos, de ficciones. “Vuelve a tu habitación”, le dice, dándole a Lancelot, el oso de peluche del inicio. Pero el regreso a su habitación, su castillo de cristal privado, es una trampa. Sarah comprende que esa realidad es falsa y que la fantasía es el verdadero mundo real. La única verdad es la fantástica. Puede continuar.

Sarah ha construido un atípico grupo de amigos durante su aventura. Un gnomo, un gigante peludo y un perro caballero. Juntos ingresan a la Ciudad Gnomo que indicaba aquel primer texto que Sarah recitaba en el mundo ordinario, y vencen en equipo al ejército real. Pero cuando llegan al castillo, Sarah decide seguir sola. Es su rito de paso.

El castillo es ahora un plano imposible. Aquí Milcea Eliade regresa, esta vez no para resignificar el tiempo, sino para señalar el espacio ritual. El arquitecto a cargo es Escher: escaleras que suben y bajan al mismo tiempo.

Allí, Sarah ve a su hermano bebé por primera vez desde que ingresó al laberinto. Pero la arquitectura parece imposible. Una nueva forma de laberinto, la más difícil de todas. Entonces, Sarah decide saltar. Arriesga su vida. El sacrificio final de la heroína.

Jareth reaparece. Le ofrece todos sus sueños a cambio de su rendición. Pero ella recuerda el texto olvidado, que se vuelve arma:

 

“A través de peligros incontables y penalidades sin número…

Porque mi voluntad es tan fuerte como la tuya…

Y mi reino tan grande como el tuyo…”

 

Se frena. Siempre olvida la misma parte. Pero esta vez, la recuerda:

 

“No tienes poder sobre mí”.

 

Todo parece volver a la normalidad. Sarah está de nuevo en el mundo ordinario, en su casa. El hermano duerme. Ella deja a Lancelot en la cuna del bebé: el símbolo ha cambiado de dueño. Ella ha logrado su misión, se ha convertido en cuidadora y no en cuidada, ya no necesita el talismán infantil.

¿Fue todo un sueño?

No, el espejo la llama. Sus amigos del mundo fantástico aparecen, celebrando con una fiesta en su habitación. Es la celebración de que ha comenzado la vida adulta sin renunciar a la magia.

 

Epílogo:

El laberinto se abrió justo cuando a Sarah le pedían cuidar a su hermano: el gesto más adulto posible. Ella se resistió, porque temía perder su niñez. Sin embargo, al aceptar la misión imposible, inició el viaje que todos, alguna vez, hemos hecho o haremos.

El film condensa todos los mitos iniciáticos, todos los relojes internos que marcan la transformación. Nos enseña que crecer no es olvidar ni someterse, sino recordar una frase salvadora: 

 

“No tienes poder sobre mí”.

 

Laberinto se inscribe así entre clásicos como E.T. (Spielberg, 1982) y Los Goonies (Richard Donner, 1985) (*), porque, cada vez que volvemos a verla, regresamos en modo ritual al punto exacto cuando descubrimos que la infancia no desaparece, solamente cambia de forma.

 

 

(*) Los Goonies también ha sido visitada en esta columna por la entrega de noviembre de 2024.

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