La cosa con Scream (1996) es que populariza la cinefilia. Recoge un subgénero por aquellos años en decadencia y lo brinda al público masivo en una ofrenda ritual. Por eso, pensar Scream es pensar en el propio sentido del cine, por qué se lo hace, para qué, cuál es su esencia como arte, por qué es popular, por qué es parte de nuestras vidas.
Mucho se ha dicho acerca de la cinefilia en sangre de esta obra maestra escrita por Kevin Williamson y dirigida por Wes Craven, porque pone en escena la idea del cine dentro del cine que ya había empezado a ensayar el director en una película casi inmediatamente anterior, la injustamente poco revisada Wes Craven’s New Nightmare (1994), en la que Freddy Krueger entra al mundo real para acechar a Heather Langenkamp, la actriz que interpreta a Nancy, protagonista original de la saga.
La ficción invadiendo la realidad en forma siniestra; la creación que se come al creador.
En Scream se plantea una nueva vuelta de tuerca a la idea: los adolescentes criados por películas de asesinos seriales como Halloween (John Carpenter, 1978), Friday the 13th (Sean S. Cunningham, 1980) y la propia A Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984), deciden llevar aquellas reglas de la ficción a su vida. Lo siniestro proviene del cine, lo familiar se hace ajeno cuando ingresan las reglas de la pantalla.
Scream recanoniza lo que ya había canonizado Halloween, aunque con el capital de casi dos décadas de un subgénero desarrollado en la mochila. La novedad aquí es que trae a la figura del fan, del cinéfilo de videoclub; o sea, incluye alguien afín al espectador común en la ecuación. Se abre así más de una puerta entre la realidad y la ficción, porque los personajes están marcados por las mismas películas que el público, su pasado es el mismo, el real. El grupo de jóvenes vulnerables que caracteriza al slasher es ahora más cercano a su público que nunca: el público del slasher es el protagonista (y descubriremos que también es el asesino).
A la par, Scream reflexiona desde un cine que no está habitualmente habilitado a reflexionar. El sentido común manda que el metarrelato es muy intelectual para una película de asesinos que persiguen chicas. Pero Williamson y Craven nos llevan también a pensar que el cine popular, el de los pochoclos, es el que tiene la mayor capacidad de provocar discusiones masivas. ¿Por qué no reflexionar sobre el propio cine con una película comercial? En lo formal ya lo había instalado la generación que renovó Hollywood en los setenta (Coppola, Scorsese, De Palma, Lucas, Spielberg, Friedkin, Carpenter, Hill), pero aquí Craven hace algo inusual. Él es de la generación apenas posterior, de los que llegan al público masivo transitando el camino con una huella surcada por los anteriores. Pero reinventa el slasher con A Nightmare on Elm Street, y lo vuelve a reinventar con Scream, siempre rompiendo esquemas y mandándonos a estudiar desde el cine popular.
Ojo, Craven no nos manda a estudiar únicamente a quienes hacemos cine, ni tampoco lo hace en términos académicos, porque la cinefilia en Scream no es una expresión de nicho, sino parte de la trama. Scream democratiza la cinefilia, invita a ver películas, transmite amor por el cine. Scream incluye, proponiendo al mismo tiempo una reflexión.
Casi todos menos Sidney (la protagonista) saben bastante de cine de terror, y allí hay una clave. El aprendizaje de ella va a ser el del espectador medio. Su devenir dramático no está solamente atado a la trama de acción, sino al aprender cómo funcionan las películas de terror slasher. En rigor, ambas cosas aquí funcionan juntas, no hay trama sin cinefilia en Scream.
El sexo es uno de los principales temas del género y uno de los grandes temas de la humanidad, una materia fundamental para la psicología y una estrategia de marketing infalible. Acá, Williamson y Craven vuelven a unir lo comercial con lo universal, con un detalle bellamente nerd en el hecho de que Sidney tenga sexo durante la historia. Una de las claves del género que expone Randy, el empleado de videoclub experto, como bien recordamos todos desde que la vimos por primera vez, es que los personajes que tienen sexo son asesinados. La protagonista, para llegar a ser una verdadera final girl, no deberá tener sexo. Pero Sidney rompe la regla. Ella va a tener sexo, incluso con quién se develará como asesino. Y esto la lleva al terreno de las heroínas, la eleva. En el Camino del Héroe, descrito por Joseph Campbell en su texto El héroe de las mil caras, se explicita que son héroes quienes finalmente enfrentan concreta y/o simbólica a la figura paterna (la Ley). Pero Sidney no enfrenta a un Coronel Kurtz, a un Darth Vader, ni rescata a un Morfeo; aquí ella enfrenta a la propia regla del género: su heroísmo excede la trama y se convierte en materia de estudio.
Otra característica infalible de Scream es la de un concepto que solían definir los Ramones como “fun”. O sea: diversión. Lo que hace más fun al film, es que el asesino es torpe. La humanización del antagonista sanguinario es precisamente lo que más lo diferencia de su madre Halloween. Ghostface no es una máquina implacable como Michael Myers, comete torpezas y evidencia que debajo de esa máscara y ese traje hay una persona. Si Michael Myers era el asesino sobrenatural, Ghostface es el humano. Se cae, se equivoca, toma malas decisiones y, más aún, se muestra(n) desenmascarado(s). Pero, otra vez, esta diversión no es un entretenimiento vacío, porque la construcción de un asesino que comete errores y que se muestra incluso vulnerable, propone también una posibilidad de cercanía de ese horror que plantea. Ese es “el” punto de lo que luego sería base de la saga: el asesino puede ser cualquiera de tus amigos (otra cita a John Carpenter, en este caso a la paranoia de The Thing, 1982). Esa posibilidad, junto a la cinefilia de esos personajes que han visto las mismas películas que los espectadores, hace que la identificación sea implacable. Somos Sidney y sus amigos, por eso cualquiera de nuestros amigos puede llegar a enloquecer y convertirse en un potencial Ghostface. Incluso, la persona que más cerca creemos tener.
Scream ha logrado unir dos mundos que pocas veces se unen: el comercial y el de la obra artística. Es tan potente que lleva al espectador por un viaje de miedo y sustos, al mismo tiempo que lo pasea por su propia cultura cinematográfica. Williamson y Craven nos hacen parte de un ritual macabro al que no nos habíamos planteado pertenecer, pero una vez que estamos viendo su film caemos en la cuenta de que no hay salida posible. Ya hemos visto las películas que hacían falta para ser iniciados, ya conocemos las reglas, y ya sabemos que el asesino puede estar entre nosotros.